Fue una huida desatinada en la noche, con el rostro azotado por las ráfagas de lluvia. Cruzaron sin dificultad las murallas de la ciudad, porque los centinelas no estaban en sus garitas. Más curioso aún, la poterna norte estaba entreabierta. Decididamente el barón Glimski, a pesar de haber caído en desgracia, contaba aún con muchos amigos.
El bravo Philip los esperaba como estaba previsto, con quince hombres armados a sus órdenes. Perdieron poco tiempo en saludos. Tenían que dejar Cracovia a sus espaldas en el menor plazo posible. Sólo al llegar la aurora, gris y embarrada bajo un cielo aún amenazador, pusieron sus monturas al paso. El pequeño grupo hizo después largos rodeos para evitar las ciudades, y pasaron las noches en refugios campestres o en granjas, envueltos en sus capas forradas de piel. Tendido en su jergón, Nicolás tardó mucho en dormirse, a pesar de su fatiga. Y cuando lo consiguió, fue para despertar empapado en sudor. En sueños había visto el rostro delgado y pálido de Aquiles de Hohenzollern flotando entre dos aguas, y sus grandes ojos azules húmedos lo miraban con intensidad antes de ir a perderse entre las redes de los pescadores.
Cuanto más se acercaban a Ermland, más alegres se mostraban sus compañeros, a pesar del riesgo de tropezar con una partida de teutónicos. Sobre todo Andreas, que había cambiado su oscuro hábito clerical por un uniforme militar que mostraba bajo una amplia capa de zorro plateado, cantaba a voz en cuello tonadas de marcha o de caza, y nunca rechazaba la cantimplora llena de aguardiente que le tendía uno de los miembros de la escolta. Había vuelto el Andreas de antaño, alegre, bromista, amable con todos, incluso con los más humildes. Por el contrario, Nicolás, a quien en otro tiempo nada le complacía más que las cabalgadas a campo través para vaciar su cuerpo y su mente de los días pasados inclinado sobre pergaminos polvorientos, se mantuvo apartado de sus compañeros durante todo el viaje, moroso y taciturno.
El obispo, cuyas maneras a veces toscas ocultaban una gran finura de juicio, se dio cuenta muy pronto del cambio provocado en su sobrino preferido por la muerte del joven Hohenzollern. La residencia episcopal de Heilsberg tenía las trazas de una fortaleza, y la encontraron en pie de guerra. Después del breve informe que le hizo Philip del viaje, Lucas tomó a Nicolás del brazo en presencia de todos y se lo llevó aparte, hasta el vano de una ventana con aire de aspillera, que daba a la llanura. Se sentaron frente a frente en las dos banquetas de piedra, sobre las que habían colocado unos cojines de color malva con pompones dorados.
– Créeme, muchacho -dijo el prelado en tono suave-, no tienes por qué sentirte responsable de la muerte de ese pobre niño. Ha sido en parte culpa mía. Nunca habría tenido que aceptar la propuesta de Glimski de confiarte una misión tan estúpida. Por otra parte, me pregunto si su intención no era, también, comprometerme a mí.
– ¿Comprometerlo? No lo comprendo, tío…
– ¡Pues claro que sí! Al forzarte a hacer amistad con ese Hohenzollern débil y frágil, quería que nuestros enemigos teutónicos sospecharan que queríamos volver a su vástago contra ellos. Y en lo que respecta a la Liga prusiana, de la que dicen que yo soy la punta de lanza, muy bien habría podido pensar que yo cambiaba de campo.
Nicolás no pudo evitar que le apareciera una mueca de duda, porque aquellos argumentos le parecieron terriblemente retorcidos. Lucas se dio cuenta de su escepticismo y añadió, en tono más seco:
– Si quieres intervenir algún día en los asuntos políticos, y me parece que posees todas las cualidades para ello, tendrás que mostrarte un poco menos ingenuo, sobrino. Glimski es un hombre retorcido, que no actúa más que en función de sus propios intereses. Me aseguró, durante su visita aquí, que fueron los Hohenzollern quienes simularon ese suicidio con la intención de matar dos pájaros de un tiro: librarse de un heredero tarado, e implicarte a ti en la muerte. Es posible. Cosas peores se han visto. Yo no comenté nada, por supuesto, pero me vino a la mente otra posibilidad: que Glimski está muy interesado en que estalle una nueva guerra entre los teutónicos y nosotros.
Nicolás no alcanzaba a ver qué interés podía tener el inquietante barón en la ruptura de la tregua, pero se abstuvo de plantear la cuestión, y dio grandes muestras de aprobar las palabras de su tío. En el fondo de sí mismo, la idea de un crimen maquillado de suicidio no lo convencía. No, la vida y la muerte eran mucho más sencillas que todas las conjuras imaginadas por Lucas y Glimski.
Nicolás Copérnico acababa de cumplir veinte años.
III
Durante los dos años siguientes, Nicolás Copérnico esperó. Seguía inscrito en la Universidad de Cracovia, y a pesar de que jamás se presentó allí en ese largo período, todavía estaba apuntado en los registros de entrada y de salida, porque los amigos que el obispo conservaba aún en la capital se ocupaban de ello, con firmas falsificadas. Pero costaba caro. Además de pagar las inscripciones de los dos falsos estudiantes, era necesario recompensar adecuadamente a los «amigos» por su celo. Los huérfanos del rico mercader Copérnico, del que cuatro navíos surcaban aún el Báltico, no habrían tenido nada de qué preocuparse de no ser porque las rutas del sur empezaban a cerrarse debido a las estocadas que el Gran Turco Bayaceto II lanzaba contra los venecianos y los vieneses.
Pero había algo todavía más inquietante: Andreas. En cuanto llegó a la mayoría de edad, el mayor de los Copérnico decidió suprimir la tutela de su tío y ocuparse personalmente del negocio paterno, del que era único heredero por derecho de primogenitura. Nadie puso objeciones porque, aunque no había mostrado ninguna aptitud para los estudios, bien podía encontrar su vocación en el comercio. Marchó pues a Thorn, donde se encontraba la sede de la casa Copérnico e Hijos. Muy pronto llegaron noticias de que estaba desbaratando la buena marcha de la empresa. Despilfarraba el dinero, y había derribado la casa familiar para construir en su lugar una especie de palacio a la italiana. Al cabo de algún tiempo, anunció en una carta a su hermano menor que marchaba de viaje a España, porque tenía el proyecto de establecer lazos comerciales sólidos con Castilla, ahora que se abría la ruta del Poniente hacia Catay, la tierra del oro y las especias. Nicolás y su tío no habrían tenido nada que alegar, pero sus amigos de la Hansa les advirtieron de que con sus extravagancias Andreas iba derecho a la bancarrota. Eso regocijaría a los enemigos del obispo de Ermland y les proporcionaría armas suplementarias contra él. ¿Qué hacer? ¿Un consejo de familia?
Mientras tanto, era necesario cuidar del porvenir de Nicolás. Un porvenir que el obispo había fijado ya con claridad: su sucesión, o bien otro obispado en la región. No faltaban posibilidades, pero el camino iba a ser largo. Era posible liberar rápidamente dos plazas de canónigo en Frauenburg, porque sus dos ancianos titulares no iban a vivir mucho tiempo más. Aquel puerto floreciente, abrigado en lo que sus habitantes llamaban las bocas del Vístula pero que no era sino la desembocadura de uno de sus afluentes, estaba bien protegido por una barra arenosa de las violentas tempestades del mar Báltico, y tenía sobre Danzig, su rival, otra ventaja aún: la de no quedar bloqueado por los hielos más que hasta unas semanas después que aquél. Además, los dos grandes puertos hanseáticos no correspondían a la misma jurisdicción, porque Danzig dependía directamente de la administración real, en tanto que Frauenburg estaba bajo la jurisdicción directa del obispo de Ermland. Este último estimulaba a los barcos mercantes, a través de numerosas exenciones de impuestos, a echar el ancla allí.