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Finalmente, un día apareció, en el corazón de sus bosques imperiales, la ciudad de Nuremberg con su ejército de techos de tejas pardas y rosadas lanzándose al asalto del poderoso castillo colgado de su risco, en la dirección indicada por el alzarse de los cien chapiteles de encaje de las torres de sus iglesias, en lo alto de las cuales relucían esferas y veletas doradas. Cuanto más se aproximaba a sus gruesas murallas, más forjas se alineaban a ambos lados del camino empedrado. Las aguas turbulentas del Peignitz hacían girar los álabes de los molinos y levantaban los pesados martinetes jadeantes.

Bajo la puerta monumental del fielato, los guardianes se limitaron a una ojeada maquinal a los pasaportes que les tendió Copérnico. Una sola moneda de bronce bastó para franquearle la entrada, a lo que se añadió un amable: «Bienvenido a la ciudad libre imperial de Nuremberg.» Encantado por el recibimiento, Nicolás preguntó entonces cuál era el mejor albergue de la ciudad. Un sargento le indicó uno regido por su cuñado, por supuesto. Cortésmente, el caballero simuló escuchar las explicaciones de su interlocutor, al tiempo que se juraba a sí mismo que no iba a incurrir de nuevo en el error cometido en otras etapas, de darse cuenta demasiado tarde de que el supuestamente cómodo alojamiento era en realidad un cuchitril. De todas maneras, había preparado cuidadosamente el viaje con su tío, que parecía haber visitado todas las ciudades del mundo. Pero allí no tenía el menor deseo de ir a alojarse en casa de tal canónigo, tal magistrado o tal miembro del consejo reducido de las veintitrés familias que eran, por fuerza, los mejores amigos del obispo.

No, en Nuremberg lo adecuado era un albergue, como en Cracovia el colegio. Allí todo era trabajo, industria y riqueza. Y alegría también. En todas las ventanas, en todos los mostradores, se oía cantar al ritmo de las herramientas que martilleaban el cobre, la plata, el hierro. En la plaza mayor, Nicolás optó por el albergue l.as Armas de Venecia. Saltó del caballo e hizo seña a Radom de que descargase la mula.

– Pero monseñor el obispo nos había dicho, señor, que fuéramos a alojarnos en casa de su excelencia Ulman von Stromer, en el Ayuntamiento -objetó el criado con una voz de incongruente agudeza para un cuerpo tan enorme.

– ¿Ahora resulta que hablas? Sí que es una novedad. Así podrás tranquilizar a mi tío, espía de opereta; iré a visitar al burgomaestre cuando me entren las ganas de hacerlo.

– Pero monseñor el obispo…

– ¡Basta! Ahora monseñor el obispo está lejos, y yo soy tu único amo. Lleva los caballos a la cuadra. Voy a pedir una habitación.

Libre, sí, se sentía libre de su tío y del resto del Universo. El albergue era espléndido, y las habitaciones, amplias.

Esperó dos días antes de ir a visitar al burgomaestre, el gran amigo del tío Lucas. En cambio, de inmediato solicitó ser recibido por la persona de la que su maestro en Cracovia le había hecho grandes elogios, y a la que su condiscípulo bávaro había comprado el notable astrolabio de cobre: Martin Behaim.

Nicolás había esperado ser recibido por un anciano encogido y envuelto en su batín, de ojos lacrimosos detrás de sus lentes, a fuerza de escudriñar pergaminos y de observar el cielo. Así se imaginaba a quienes tenían por oficio trazar los mapas geográficos y fabricar instrumentos de medición. Una opinión que se confirmó cuando una criada jorobada y coja lo introdujo en un gran edificio que olía a limpio y a cera, en una calle que desembocaba en la plaza en la que estaba su albergue. Le condujo hasta el patio trasero, casi enteramente ocupado por una larga nave de ladrillo y dominado por una chimenea alta como la de las forjas o los obradores.

Se sorprendió, y de inmediato se sintió empapado de sudor. En aquel mediodía canicular, entró en una larga estancia sin divisiones en cuyo extremo, en un hogar, una marmita ennegrecida parecía a punto de explotar, alimentada por un fuego muy vivo. A un lado se amontonaban herramientas diversas, escuadras, rollos de papel. En el centro chirriaba un torno, accionado mediante un pedal por un hombre semidesnudo que le daba la espalda. Una espalda ancha, musculosa y peluda. Martin Behaim se dio la vuelta cuando le anunciaron a su visitante. Iba vestido únicamente con un calzón de tela basta de color gris, y un delantal de cuero, como los de los herreros. Su rostro quedaba oculto por una amplia barba en abanico, muy oscura aunque atravesada por algunas mechas plateadas. Bajo las cejas tupidas lo miraban unos ojos de color verde esmeralda, relucientes hasta dar miedo. Se levantó de su taburete, se limpió las manos sucias de hollín en el delantal y sacudió con vigor las de Nicolás.

– ¿De modo que tú eres el famoso Copérnico? No te asombres, el viejo Brudzewo se ha deshecho en elogios… Según él eres un pozo de ciencia, un prodigio capaz de jugar con Euclides como un malabarista con sus bolas. ¡Un nuevo Pitágoras, un Tales resucitado!

Copérnico intentó protestar con modestia. Estaba estupefacto al saber que su maestro había hablado así de él, nada menos que en Nuremberg. Desde luego, era consciente de sus aptitudes en esos campos y en otros, pero pensaba que en definitiva estaban en proporción con el nivel bastante mediocre de la universidad polaca. Mientras Behaim evocaba sus encuentros y su correspondencia con Brudzewo y con otras personas cuyo nombre desconocía Nicolás, atrajo su atención un extraño objeto colocado sobre una mesita en un ángulo de la estancia: una esfera de un codo de diámetro, atravesada por un eje y pintada de colores vivos.

– ¿Estás mirando mi globo? -preguntó Behaim, sin molestarse al ver que el bachiller había dejado de escucharlo.

– Sí, me preguntaba…

– ¡Pues es la Tierra, señor Copérnico, nuestra madre la Tierra!

Sin pedir permiso, Nicolás se puso en pie y se acercó a la esfera. Sí, era la Tierra. En ella estaba dibujada la Cristiandad, con las banderas de cada una de sus naciones, y España lanzando su león ibérico hacia el mar tenebroso; debajo, África y sus animales fabulosos, y a lo largo de sus costas las oriflamas portuguesas…

– ¿Puedo…? -pidió Nicolás, encogido por una timidez que tenía todas las características de un terror sagrado.

– ¡Adelante! Hazla girar, está hecha para eso. Ese eje es una invención mía de la que me siento muy satisfecho, porque los globos hechos por mis colegas eran fijos, y por tanto difíciles de manipular. Por lo demás…

Con precaución, Copérnico posó el dedo índice, al azar, muy arriba, en la bahía de Danzig. La gran esfera empezó a pivotar poco a poco sobre sí misma, bajo su arco de círculo graduado: Tierra Santa, el reino supuesto del Preste Juan, las Indias, Catay, el océano de nuevo con sus islas Antillas y el archipiélago de San Ronán, y Europa quedó de nuevo situada debajo de su dedo.

– Por lo demás -prosiguió Behaim, muy divertido por el asombro extático de su visitante-, sólo lo guardo como un recuerdo de mi estancia en Lisboa, porque no es en absoluto verídico.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Si lo permites, tengo mucho apetito. ¿Compartirás mi desayuno? Pero antes me pondré un vestido un poco más decente. Mientras tanto, puedes consultar esto. Son las tablas astronómicas de mi difunto maestro Johann Müller, cuyo nombre latino es Regiomontano. Puedes quedártelas, tengo tantas copias que no sé qué hacer con ellas. Se las ofrezco a todos mis visitantes.

El almuerzo fue delicioso y estuvo muy bien regado. Nicolás sólo lamentó que la col fermentada y cortada en tiras finas no estuviese acompañada más que por cordero y pollo, en lugar de cerdo, como él prefería. También se asombró de que el dueño de la casa no recitara el menor bendícenos Señor ni trazara la señal de la cruz sobre el pan antes de partirlo para los demás comensales. Porque, además de la joven esposa de Behaim, menuda, de ojos enormes y rasgos extraordinariamente finos, que el geómetra se había traído seis años antes de Portugal, también se sentó a la mesa un hombre de aproximadamente la misma edad que Copérnico, con barba y larga cabellera rubia, y que parecía abrumado por una tristeza infinita. Aquel Alberto Durero, grabador de oficio, hablaba poco y sentía por Behaim una ternura filial no exenta de una ironía amable.