– Ay, señor Copérnico, usted tampoco se librará -suspiró cómicamente cuando su anfitrión, ante las preguntas de Nicolás, se dispuso a contar la historia de su globo terrestre y algunas otras de sus aventuras y peregrinaciones.
Unos quince años antes, Martin Behaim era conocido en la Cristiandad como el principal discípulo del maestro indiscutido de la geometría y de la astrología, el difunto Regiomontano de Nuremberg. A ese título el infante de Portugal, el futuro Juan II el Perfecto, lo llamó a su lado, para lanzarse de nuevo al asalto del paso por el sur de África que conduciría a las Indias.
– Lisboa era entonces la nueva Jerusalén. Sajones, bávaros, florentinos, venecianos, genoveses, normandos, maestros de obras, geómetras, banqueros… ¡Ah, inventábamos los mejores procedimientos para la navegación, alegres, con las palabras de todos los reinos del mundo, en una feliz torre de Babel! Y las mujeres, ¡ah, las mujeres! Por supuesto, todos sus maridos estaban en el mar. Oh… Disculpe, Umbellina.
– Naõ faz mal, Martin -respondió la esposa de Behaim con una sonrisa infantil puntuada por un guiño malicioso.
Luego Martin Behaim también se hizo a la mar, a su vez. Bordeó las costas de África y se adentró en un río que creía que era el paso hacia las Indias. En vano. Su carabela, mandada por el capitán Diogo Cao, regresó a Lisboa. Durante varios años trabajó con dos genoveses, los hermanos Colón, trazando mapas y portulanos. El mayor de los dos hermanos, Cristóbal, pidió a Behaim que construyera aquel globo para demostrar al rey Juan que, entre el oriente de Asia y el occidente de Europa, no había más que un mar muy pequeño, y que cruzarlo sería mucho más fácil que buscar un hipotético paso por el sur de África.
– Ese globo que tanto has admirado hace un instante es una mentira, querido Copérnico. Redujimos los grados de Tolomeo, alargamos considerablemente África, inventamos las islas de Antilla y Cipango, para mejor convencer al monarca de que fletase navíos con los que poder hacer la travesía.
Pero las cosas no ocurrieron como habían previsto. Juan II dudó hasta un día en que convocó a Colón y Behaim. Uno de sus marinos, Bartolomé Dias, acababa de regresar a Lisboa con la mayor discreción: había descubierto el pasaje hacia el este. ¿Para qué, por tanto, lanzarse a una peligrosa expedición hacia poniente? Colón se fue entonces a ofrecer sus servicios a la reina de Castilla. En cuanto a Behaim, como todos los demás cartógrafos y geómetras extranjeros, se convirtió en sujeto de desconfianza en Portugal, al sospecharse, no forzosamente sin razón, que vendía portulanos cada vez más precisos a otras potencias rivales, en particular Castilla y Francia. Se le prohibió salir del país, pero finalmente consiguió huir clandestinamente y regresó a su ciudad natal de Nuremberg.
– ¿Pero por qué no siguió a Colón? -preguntó Copérnico.
– Porque las personas de mi raza, querido amigo, incluso los convertidos a Cristo, no somos bien vistos en la nación de Isabel la Católica.
Hubo un silencio un poco embarazoso que Durero acabó por romper:
– ¿Cuándo seguirá usted su viaje a Italia, señor Copérnico?
– Caramba, pensaba prolongar mi estancia aquí. Esta ciudad es tan bella…, y sus habitantes tan hospitalarios y tienen tantas cosas que enseñarme.
– Figúrese -dijo entonces Behaim- que Alberto y yo tenemos que viajar, él a Padua y yo a Roma. Saldremos dentro de dos semanas. A menos que nuestra compañía te resulte importuna…
Fue así como un hermoso día de agosto de 1496, Nicolás Copérnico, Alberto Durero y Martin Behaim, después de cruzar el puerto montañoso del Brenner y descender a lo largo del valle del Adigio, entraron en Verona. El viaje había sido para Nicolás una constante maravilla. Alberto Durero, el bello taciturno, hablaba más con su carboncillo que con la boca. De camino, a pesar del movimiento de su montura, bosquejaba sin parar fragmentos de paisaje en sus cuadernos: montañas, ríos, cabañas que parecían más reales que su modelo. Intimidado ante aquel maestro, Copérnico no se atrevía a sacar sus propios lápices, de los que antes tanto se había servido. Cuando paraban para pasar la noche, Durero dibujaba los rostros de los clientes del albergue. Luego se dedicó a retratar a Copérnico. Lo representó en la forma de un ángel, sentado, sumido en una terrible meditación y contemplando diversos instrumentos de geómetra y rollos de pergamino, con un perro acostado a sus pies que no se sabía si dormía o estaba muerto. ¿Cómo aquel hijo de un orfebre de Nuremberg había sabido encontrar la verdad profunda de un hombre al que apenas conocía? Un ángel pintado a su imagen parecía presa de vértigo ante la inmensidad de los misterios y de los secretos del Universo que debía aún desvelar.
– ¿Por qué me has pintado tan triste, Alberto? ¿Soy en realidad un compañero tan siniestro?
– Triste no, Nicolás. Melancólico, que no es lo mismo. Melancólico…
Y el pintor enrojeció por haber sido tan indiscreto. Sin embargo, en los lienzos que le había enseñado Durero en Nuremberg, Copérnico no había detectado ninguna timidez, muy al contrario. Uno de ellos le había llamado especialmente la atención. El pintor se había retratado a sí mismo solo, orgulloso, radiante como un Cristo en majestad. Pero era el artista quien se colocaba así en primer plano, y no un dios o un príncipe. ¿El artista? ¡Más aún! El hombre. Al contemplar aquel cuadro, Nicolás había sentido humedecerse sus ojos. También él algún día se representaría así, cuando hubiera perfeccionado su toque de pincel. También él sería algún día un artista en majestad.
Behaim era el polo opuesto de su joven compatriota, y sin embargo los dos hombres parecían compenetrarse a la perfección. Martin era tan hablador como callado era Alberto. Hablador, pero nunca charlatán. Era un contador de historias. Evocaba alguna anécdota de su viaje africano, y sus oyentes creían escuchar los tambores de los negros y los gritos de las fieras en la selva. Sus conocimientos eran universales y de su boca, como de una fuente, brotaban sin cesar teorías audaces, en ocasiones incluso blasfemas. Por ejemplo, afirmó enérgicamente que las islas descubiertas por Colón no eran las Indias, sino un gran continente, un Nuevo Mundo. De hecho ésa era la razón que lo llevaba a Roma, para ayudar al Papa en el reparto del mundo que suponía un incesante litigio entre España y Portugal, porque al parecer esta última nación había rebasado el meridiano y descubierto, en las aguas otorgadas a Castilla, inmensas tierras que no eran ni islas ni Catay. Las había descubierto un navegante florentino, hábil cartógrafo y muy amigo de Behaim, Américo Vespucio. A pesar de la prohibición de Juan II el Perfecto, Vespucio había informado de su descubrimiento a Alejandro VI y al gran duque de Médicis.
Al oír aquellos secretos maravillosos, Nicolás se dijo que también él, algún día, se embarcaría y partiría en busca del país del oro y las especias.
Alberto Durero se separó de ellos en Verona, después de grandes abrazos y juramentos de amistad eterna. Martin y Nicolás cruzaron después las ricas llanuras lombardas. La invasión francesa no había dejado huellas, y desde el borde del camino las segadoras lanzaban a los dos viajeros piropos atrevidos que no tenían otro objetivo que hablar en su bella lengua, por el placer de hablar.