Выбрать главу

Nada más llegar a Bolonia, Martin Behaim se mostró más preocupado, más silencioso. Cuando Nicolás le preguntó la razón de ese cambio de humor, le respondió:

– Dudo, amigo mío, dudo. ¿Sé quién eres en realidad? Sin duela un hombre de gran talento y sabiduría. Pero… ¡Precisamente! Tanta ingenuidad y tanta sapiencia a la vez pueden ocultar otras muchas cosas. Al principio tenía la intención de presentarte a personas que…, ¡pero no! No te conozco lo bastante.

– Pues bien, adiós, maestro -respondió Copérnico en un tono más bien seco-. Nuestros caminos se separan aquí.

Y se dispuso a marcharse.

– Espera, amigo mío, no te enfades. Esperaba tu disgusto, y es la prueba de tu sinceridad. Pero ya ves, vivimos en una época en la que gentes como nosotros nos vemos obligados a desconfiar el uno del otro.

Nicolás no resistió, porque sabía que su compañero de viaje conocía a mucha gente en Bolonia y le ahorraría de ese modo buen número de trámites, de esperas, de peticiones de audiencia rechazadas. Y pensaba además que todas las recomendaciones con las que le había cargado su tío le servirían de poco: todo un mundo separaba Ermland de la Emilia. Un mundo que ya no le importaba, ofendido como estaba por la repentina desconfianza de Behaim; y las anchas avenidas boloñesas bordeadas por las arcadas de espléndidos palacios de colores alegres no recibieron su admiración, sino su enfado. Verona y Mantua habían bastado para entusiasmarlo. Y sintió además la amargura que nos asalta al final de un largo viaje, una amargura teñida de alivio y de temor.

Por la mañana del siguiente día, Behaim lo sacó muy temprano de la cama. Nicolás había pasado una mala noche, aunque el albergue era el mejor de la ciudad, y el lecho blando. De modo que, cuando salieron a la calle, estaba de pésimo humor, al contrario que Martin, que canturreaba. Cuando se acercaban a la universidad, Nicolás gruñó:

– Ya sabes, Martin, que desde hace mucho tiempo no necesito que un preceptor me acompañe a la escuela. Y además, tengo el estómago vacío. No me has dejado tiempo ni siquiera para tomar una sopa y un mendrugo de pan.

Behaim simuló no haber advertido la grosería de su compañero, y dijo en tono alegre:

– Querido amigo, voy a presentarte a uno de los mejores astrónomos y geómetras de nuestra época, que supera incluso a mi maestro Regiomontano o a Nicolás de Cusa. Posee unos instrumentos de observación sin igual. Debo añadir que quien se los ha fabricado es este humilde servidor tuyo.

Domenico Maria Novara era un hombre pequeño y enfermizo que vivía no lejos de la universidad, en una casa que, a los ojos del ingenuo joven de Thorn, más parecía la de un príncipe que la de un profesor. Martin y él se abrazaron como amigos íntimos. Nicolás se sintió herido en su amor propio cuando Behaim le presentó, con desenvoltura, como «el señor Copérnico, un compañero de viaje que viene a estudiar a Bolonia». Decididamente, aquel comerciante de mapas e instrumentos de marina se tomaba demasiadas libertades con él, un canónigo del capítulo de Frauenburg.

Y de hecho, después de los cumplidos de rigor y del relato de un viaje sin historia, más las noticias sobre la salud de personas cuyos nombres no decían nada a un Copérnico convertido en invisible, Novara y Behaim se enzarzaron en una discusión quisquillosa sobre el precio de un nuevo astrolabio perfeccionado por Behaim y que había traído expresamente para Novara en sus alforjas. Más aún, ni siquiera tuvieron la cortesía de expresarse en latín, sino en toscano, una lengua que Nicolás apenas comprendía. Cuando llegaron a un acuerdo y Behaim rebajó considerablemente sus pretensiones a cambio de información sobre las costas africanas, finalmente se dignaron hablar de Nicolás.

– El señor Copérnico no es tan sólo el más encantador de los compañeros de viaje -dijo entonces Behaim con su sempiterno tonillo irónico-, sino además un notable astrónomo y geómetra. Por lo menos, hasta donde pueden juzgarlo mis escasos conocimientos en tales materias. Tendrá usted en él a su mejor discípulo. No le he hecho la ofensa de incluirlo en nuestra negociación, pero créame que muy bien habría valido algunos portulanos de nuestro amigo Vespucio.

Novara se volvió entonces a Nicolás, como si lo viera por primera vez, lo examinó de pies a cabeza y le preguntó en latín:

– ¿Has aprendido el griego?

La lengua de Cicerón, desembarazada de retorcidas fórmulas de cortesía, permitía que los dos hombres se encontraran en un plano de igualdad, a pesar de las diferencias de edad y de posición.

– Por desgracia no, porque en Cracovia es considerada aún, como el hebreo, una lengua diabólica. Peor aún, como la del Gran Turco.

El profesor apreció la respuesta con una sonrisa.

– Cracovia… ¿Da clases todavía Brudzewo? ¿Has leído su Comentario sobre las Teóricas de Peurbach?

– No a la primera pregunta. Ya no da clases. Sí a la segunda -respondió Nicolás con una irreverencia calculada-. Con el cambio de reinado, la cátedra de matemáticas fue suprimida. La enseñanza de Euclides y de Tolomeo debe parecerle a nuestro nuevo monarca incompatible con la preparación de la cruzada.

– ¡Nada de política, por favor! Por lo demás, en Bolonia las matemáticas y la astronomía siguen sin contar con una cátedra, a pesar de mi petición y de la de algunos otros colegas. A la universidad más antigua de Italia le cuesta moverse. Pero te lo ruego, ¡nada de política! Imita a tu tío en las cosas que hace bien, y no en las que hace mal.

– ¿Mi tío? ¿Monseñor de Watzenrode? No comprendo.

– Cuando Lucas desgastaba los fondillos de sus calzones en los mismos bancos que yo, aquí en Bolonia, ponía más empeño en reclamar de su rector ventajas para los estudiantes de la «nación alemana», de la que formaba parte, que en disertar sobre san Agustín. En cambio, era un compañero muy alegre.

Y Novara observó con ojos maliciosos el efecto de sus palabras en su interlocutor. Había dado en el blanco, Copérnico estaba con la boca abierta de par en par. Acababa de darse cuenta de que no sabía nada acerca del obispo de Ermland, de sus estudios en Bolonia, de su juventud… Y por fin tomó conciencia de que, desde que Lucas lo adoptó, su camino estaba trazado inexorablemente: un día, sería su sucesor. Una vaharada de revuelta le subió a la garganta.

Martin Behaim marchó al día siguiente a Roma, cuando había previsto que su estancia en Bolonia se prolongaría una semana. Pero Novara le informó de que en Florencia un monje fanático llamado Savonarola había sublevado al populacho y expulsado de la ciudad a los príncipes de Médicis. Los artistas y los sabios habían dejado de ser personas gratas en aquella infeliz urbe. De modo que, para llegar a Roma, el viajero tendría que hacer un largo rodeo por Pisa y seguir luego la costa.

Por su parte, Copérnico fue a inscribirse en la universidad, en el seno de la «nación alemana», que tenía un colegio y un rector propios. Decidido a tomar su destino en sus propias manos, visitó de nuevo a Novara y le pidió, como era costumbre en Italia en aquellos tiempos, que le alquilara una habitación en su casa, declarando de ese modo que sus estudios se centrarían esencialmente en las artes profanas, la astronomía, las matemáticas, el griego y las lenguas orientales. Novara lo interrogó largo tiempo sobre sus conocimientos y sus aptitudes, pero su decisión estaba tomada desde su primer encuentro. En aquella universidad en la que reinaba el derecho como amo absoluto, los cursos de griego estaban poco concurridos, e incluso llegaba a suceder, según expresión algo amarga de quien iba a ser en adelante el maestro y casero de Nicolás, «que Sófocles se representara con el teatro vacío». Fue así como Copérnico tuvo derecho, no a una habitación, sino a todo un piso de la casa de Novara. Y despidió a Radom de vuelta a Polonia con una carta dirigida al obispo, muy respetuosa pero en la que se traslucía cierta insolencia, porque anunciaba que cuando acabara el curso en Bolonia, su sobrino iría a inscribirse en Padua para convertirse en médico.