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La serie «Los constructores del cielo» es un himno a la ciencia, al goce y la osadía del espíritu. Porque debemos a esos hombres excepcionales la primera imagen de un cosmos que es aún el nuestro: la de un Universo desmesurado y, sin embargo, mensurable mediante la inteligencia y la imaginación creadora.

Tubinga, 29 de setiembre de 1595

Querido Johannes,

Te envío algunas observaciones de detalle al notable trabajo que me has comunicado y que con excesiva modestia llamas «esbozo». Te animo vehementemente a desarrollarlo y publicarlo, si bien he de reconocer, para ser sincero, que no lo he comprendido del todo. Está muy claro que tú, el mejor de mis discípulos, no tienes ya nada que aprender de mí en matemáticas. En la búsqueda de los misterios del cielo, yo he llegado ya al límite de mis capacidades. Hace ahora medio siglo que Nicolás Copérnico, ese gigante de la astronomía, nos abrió las puertas de unos palacios maravillosos. Yo no he podido penetrar más adelante en ellos. Tú sí podrás, lo sé.

Me pides precisamente que te envíe los escritos de mi difunto profesor, el famoso Rheticus, en los que evoca a su propio maestro, Copérnico. Rheticus me había legado el relato que escribió de esa vida ejemplar, porque yo también sentí que comprendería mejor la obra de Copérnico si averiguaba cómo había sido su vida. Quería saber quién era ese coloso que arrancó la Tierra del centro del mundo donde la habían colocado los antiguos, y la lanzó a su carrera desatinada alrededor del gran Sol inmóvil, atreviéndose así a contradecir a las Sagradas Escrituras.

Ay, cuando Rheticus murió en Cracovia, los jesuitas irrumpieron en su vivienda y lo quemaron todo. Mi amigo y condiscípulo Valentin Otho, que había permanecido junto a su cabecera hasta el último instante, pudo salvar de las garras del Santo Oficio algunos escritos que tuvo la prudencia de copiar y confiar a manos seguras, entre ellas las mías. Pero la historia de la vida de Copérnico, tal como la había escrito Rheticus después de oírla de los labios de su maestro, desapareció entre las llamas.

Por fortuna, cuando fui a Cracovia a seguir sus cursos, me permitió leer esa treintena de folios cubiertos por una escritura amplia y elegante, que proyectaba colocar como prefacio a una nueva edición de la obra de Copérnico. Como bien sabes, no hubo tal nueva edición. Recuérdalo: hace cinco años, cuando te transmití la teoría de Copérnico, el heliocentrismo, fue en el secreto más absoluto, porque mi posición oficial de profesor me obligaba a enseñar la inmovilidad de la Tierra fijada por Tolomeo.

Nada ha cambiado desde entonces. Diría incluso que las cosas han empeorado. Vivimos en tiempos de inquietud y de sospechas. Enviarte documentos relativos a un filósofo al que los papistas tachan de hereje y nuestros hermanos reformados de papista no es una iniciativa muy prudente. ¿Qué sería de nosotros si cayeran en las manos de un censor o de un espía? ¿No sería preferible, Johannes, que me dieras la alegría de hacerme una visita en Tubinga para hablar de todas esas cosas en privado, o por lo menos para que consultaras mi biblioteca?

Adivino lo que piensas: un viaje así sería para ti una pérdida de tiempo y de dinero, sobre todo si de lo que se trata es de venir a escuchar mis chismorreos. A mis veinte años yo era como tú, y también creía que todo instante perdido es un instante ganado por la muerte. De modo que he decidido contarte yo mismo la vida de Copérnico, en esta carta y en las que seguirán. No como un profesor que dicta un curso a un alumno, ni como lo hizo Rheticus: él describió a un ángel, no a un hombre. Así suele suceder con los testimonios que narran lo que han conocido por sí mismos. Son como esas personas que miran un lienzo de Da Vinci desde demasiado cerca, y no ven en él más que la bruma. Rheticus estaba demasiado cerca de Copérnico, y no veía sino su luz.

Mi relato seguirá el estilo de esas novelas castellanas en las que los personajes cobran vida al hablar y moverse delante de un decorado de colores vivos que simula la naturaleza y en el que aparecen príncipes y mendigos de carnaval. ¡Por lo menos, así me parecerá que aún tengo, en algún terreno, algo que enseñarte!

Has de saber, de todos modos, que si voy a dedicarme a esa tarea, no es sólo por ti. No te oculto que lo haré también para complacer a Helena. ¡Sí, ella se llama Helena! Yo que tengo la vista cansada de tanto fijarla en columnas de cifras o escudriñar los cielos, el otro día la elevé, en la calle mayor de Tubinga, hacia una calesa que pasaba. Y en ella vi el rostro de mujer más bello que imaginarse pueda. Es la hija del decano de la universidad. Al parecer las mujeres se deleitan en este género de relato, y sobre todo en los escritores que los redactan. ¡Johannes, me casaré con ella, y espero que vengas a mi boda!

Una palabra aún. Repito mis consejos de prudencia en lo que respecta a las cartas que te enviaré. Según algunas informaciones que han llegado a mis oídos y que circulan a escondidas, me ha parecido entender que la Sagrada Congregación de la Santa Sede apostólica, en Roma, tiene la intención de incluir la obra de Copérnico en el índice, o por lo menos de suspender su difusión hasta que sea corregida. ¿Pero qué podrán corregir? Copérnico dejó este mundo en 1543, es decir hace cincuenta y dos años, y su astronomía fue levantada sobre fundamentos tan sólidos que quien intente oponerse a ellos se esforzará en vano. Sin contar con el hecho de que las defensas de su fortaleza son más sólidas y están mejor protegidas de lo que creía el propio Copérnico, como lo evidencian tus propios trabajos y los míos. ¡Bien podemos decir, por tanto, que no hay gran diferencia entre la censura de esos cardenales y el juicio que los ciegos hacen sobre los colores!

Algunos filósofos antiguos parecen haber intuido algo de esa astronomía copernicana y, en consecuencia, haberse apartado de la opinión vulgar, hasta que finalmente Aristarco, como un segundo Atlas, la colocó sobre sus hombros. El, te lo recuerdo, enseñó la misma disposición de las esferas celestes que ha venido a demostrar y confirmar ahora con total solidez Copérnico mediante razonamientos absolutamente irrebatibles, hechos a partir de observaciones astronómicas y por medio de la geometría. Ese Aristarco floreció en el año 280 antes de Jesucristo, pero ya en su época fue acusado de herejía por los sacerdotes egipcios. Lo mismo que ocurre ahora con Copérnico y su astronomía.

Tu maestro y amigo,

MICHAEL MAESTLIN

I

Nicolás Copérnico vino al mundo en Torun el 19 de febrero de 1473, a las cuatro y cuarenta y ocho minutos de la tarde. El nombre de esa pequeña ciudad de la Polonia prusiana, a orillas del Vístula, procede de tarn, nombre del endrino, un árbol muy abundante en la región. Pero nosotros los alemanes la llamamos Thorn, desde que los caballeros de la orden teutónica la transformaron en fortaleza hace dos siglos, y la poblaron con colonos de lengua alemana con el fin de consolidar su dominio sobre unas tierras arrancadas por la fuerza a sus habitantes anteriores.

Cuando nació Copérnico, esa orden mitad religiosa y mitad guerrera, enemiga de los polacos, disputaba aún la ciudad a los súbditos del rey Casimiro IV Jagellon. Diez veces vencidos, diez veces rechazados a lo largo de una guerra que duró trece años, aquellos bárbaros que se llamaban a sí mismos los últimos defensores de la Cristiandad, acabaron por inclinarse y firmaron con Polonia un tratado que llevaba el título, muy irreal, de «paz perpetua». Luego hincaron sus rodillas revestidas de hierro ante el rey Jagellon. No conservaron en Prusia más que un puñado de sus encomiendas, y se replegaron hacia el oeste, a su feudo de Brandenburgo, y hacia el este, a Königsberg, en la frontera de Moscovia.