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Desarreglado, en camisón, con el pelo revuelto, Nicolás, que acababa de bajar a saltos la escalera, no encontró otra cosa que decir a su hermano, sino:

– ¿Qué estás haciendo aquí?

Ese recibimiento hosco intentaba disimular su estupefacción. Andreas estaba desconocido. Su rostro, antes tan delicado y casi femenino, se había deformado bajo una piel grisácea. Pesadas ojeras empequeñecían su mirada de un azul muy pálido, y sus labios, dispuestos antes a saborear golosamente todos los placeres, se crispaban ahora en un rictus vicioso, mientras que su gran sombrero a la moda española disimulaba mal sus cabellos ralos, de un rubio sucio con hebras plateadas.

Pasado el primer momento de estupor, Nicolás abrió los brazos y estrechó entre ellos a su hermano en un abrazo vigoroso y ritual. Pero tuvo la impresión de estrechar contra su corazón a una muñeca de trapo de la que se desprendía un vago olor a cadáver.

– ¿Me dejas entrar? Estoy cansado por el viaje -pidió finalmente Andreas.

– Es que…, no es mi casa, y no sé si mi maestro estará dispuesto a tener un segundo inquilino.

Una mano amistosa se posó en su hombro.

– ¿Has olvidado la parábola del hijo pródigo, querido Nicolás? -intervino Novara-. Aquí hay sitio suficiente para los dos. Y no puedo rehusar nada a los sobrinos del obispo Watzenrode. Vuestro tío, en nuestra época común de estudiantes, me sacó de un mal paso bastante grave.

Pidió entonces a su ama que preparara una habitación para Andreas en el piso que ya ocupaba su hermano, y que instalara a Radom con el servicio. El monumental criado tendió a Nicolás una carta con el sello del obispo de Ermland, cuya lectura se reservó para más tarde por temor de molestar a su hermano, que ignoraba su contenido.

Con el pretexto de la fatiga después de la noche en blanco para observar el cielo, Novara dejó que los dos hermanos desayunaran solos. Andreas comió poco, pero bebió bastante más de lo razonable. Su borrachera no era ya la de los alegres banquetes de Cracovia, y sus palabras, cada vez más confusas y balbucientes, estaban impregnadas de una amargura sarcástica. Estaba arruinado. Fue a Sevilla con la firme intención de participar en la carrera hacia las especias y el oro de Catay, y financió la expedición del florentino Américo Vespucio, al servicio de los Reyes Católicos, que regresó con malas noticias: lo que Colón había descubierto no eran unas cuantas islas que formaban la vanguardia de las Indias, sino una inmensa tierra firme que se alzaba como un imponente obstáculo en la ruta de las especias y del oro. Después de esa noticia, los extranjeros empezaron a ser mal vistos en Castilla. Una denuncia anónima indicó a la Santa Inquisición que el polaco Andreas Copérnico era un cristiano nuevo, un converso reciente que seguía practicando en secreto ritos judaicos. Se abrió un proceso. Andreas pensó que la península Ibérica era demasiado peligrosa para él y prefirió volver a Prusia. En la huida, no pudo recuperar su dinero, que la Inquisición le había confiscado durante el tiempo que había de durar el proceso. Fue así como en Thorn, a finales del año 1498, la firma comercial Copérnico e Hijos fue declarada en bancarrota y, deshonrado, su gerente fue a buscar refugio junto a su tío el obispo.

Aquella bancarrota podía salpicar al prelado. Tenía que librarse de aquel sobrino embarazoso, y no vio más que una solución: convertirlo en canónigo, como su hermano menor. Sin embargo, era preciso que el candidato obtuviera antes un diploma cualquiera en teología o en derecho canónico. Era impensable que Andreas reanudara sus estudios en Cracovia, donde los Copérnico eran considerados personas no gratas. Por consiguiente fue a Italia, con Nicolás, adonde lo envió el obispo, a fin de que se hiciera olvidar por algún tiempo.

– Pero recuperaré mi dinero, puedes creerme, Nico -dijo Andreas, dando un puñetazo en la mesa-. El dinero que me robaron todos esos codiciosos, los banqueros, los inquisidores, ¡los Vespucio! ¿Y crees que el tío Lucas habría levantado siquiera el dedo meñique para librarme de toda sospecha de judaísmo? Iré a ver al Papa, yo, y él se encargará…

– Cálmate, Andreas, te lo ruego -suplicó Nicolás en voz baja-. Estás cansado del viaje, y el vino te ha sentado mal. Ve a dormir unas horas. Volveremos a hablar de todo esto cuando tengas las ideas más claras…

– Entonces tú también estás en mi contra, me desprecias, quieres mi muerte… Puedes estar contento, ¡no tendrás que esperar mucho! En Cádiz, Vespucio me presentó a una condesa, o eso pretendía hacer creer; una buscona, más bien. Mira el regalo que me hizo esa noble dama…

Y Andreas se abrió la camisa de un tirón, arrancando los botones. Su torso hundido estaba cubierto de pústulas blanquecinas y purulentas.

– Repugnante, ¿verdad? Unos lo llaman el mal francés y otros el mal veneciano. O la lepra. Yo lo llamo la desgracia andaluza.

Interrumpió bruscamente sus gesticulaciones porque el ama de Novara, la gruesa Filomena, traía una nueva jarra de vino tinto, a pesar de las miradas suplicantes de Nicolás.

– ¡Oh dios, vaya un culo! -gritó entonces Andreas-. Ven a mi cama, hermosa, que yo te regalaré ese mal andaluz.

Y con las dos manos abiertas intentó apoderarse de las respetables nalgas de la buena mujer, que, como no entendía nada de alemán, reía con amabilidad. Nicolás saltó de su silla y se puso a gritar, loco de cólera:

– ¡Ya basta, Andreas! Te recuerdo el respeto que debes a la casa de quien nos aloja. Vete a acostar, ahora, o te llevo hasta tu habitación a fuerza de puntapiés en el trasero.

Estaba dispuesto a dar de bofetadas a su hermano. Pero éste tuvo una reacción que lo desconcertó. Mientras Filomena se marchaba, presa del pánico, Andreas rompió a llorar y a golpear la mesa con la frente. Nicolás vio entonces que la coronilla de su hermano mayor estaba enteramente calva, y sólo en el centro de la fontanela crecía un largo y único cabello blanco. Conmovido, sintió deseos de tomarlo en sus brazos y llorar con él.

– ¡Perdón, Nicolás, perdón! -gimió Andreas-. No sólo me he hundido en la ruina más espantosa, sino que arrastro al fondo del abismo a todos los que amo. Nicolás, Nicolás. -Pronunciaba el nombre a la polaca, como cuando eran niños: «Miculai», y no el prusiano Nikolaus, más viril-. ¡Ayúdame, te lo suplico! ¡Me ahogo, me ahogo!

Luego detuvo en seco sus lamentos, se puso en pie, anunció que iba a acostarse y salió con el paso demasiado firme de los borrachos que intentan convencer a los demás de su lucidez. Nicolás se encontró de nuevo solo, furioso y colmado de angustia. Después de aquella noche maravillosa de observación de las estrellas, le pareció haber caído en una pesadilla.

Lleno de rabia, hizo saltar el sello de cera que cerraba la carta de su tío. Y su cólera creció más aún: «¡Cuida de tu hermano!», le urgía el obispo para empezar. Seguían recomendaciones de todo tipo, como la de llevar a Andreas a Florencia, donde se encontraban los únicos médicos capaces de curar la enfermedad que padecía, y después la de ir a Roma el año próximo, año santo y jubileo por los mil quinientos años de Cristo, a fin de que el mismo Papa pidiera a la Inquisición española que librara a los Copérnico de toda sospecha de judaísmo, adjuntándoles certificados de bautismo que se remontaban hasta los tatarabuelos y colaterales. Le daba el nombre de cierto número de cardenales y obispos con los que debería entrevistarse. Como algunas frases estaban construidas en un estilo muy ampuloso y no correspondían al estilo más espontáneo utilizado normalmente por el obispo, Nicolás fue a su habitación a buscar la plantilla que ocultaba con el mayor cuidado en el forro de uno de sus mantos desde su marcha de Polonia.

Abrió Su escritorio, colocó en él la carta bien lisa y puso encima la plantilla, cuidando de hacer coincidir las esquinas de las dos hojas. En los huecos de la plantilla, recortados en forma de rectángulos de mayor o menor longitud, aparecieron otras frases, abreviadas. Lucas le pedía que intercediera ante el papa Borgia para que éste ordenara a los caballeros teutónicos unirse a las tropas del rey de Polonia para combatir a los otomanos en Moldavia. Pedía también a su sobrino que aprovechara el año jubilar y los numerosos apoyos con los que contaba en Roma para obtener una audiencia privada del papa Alejandro VI.