Los dos años pasados por Nicolás junto a su tío antes de su marcha a Italia lo habían instruido en las sutilezas y las brutalidades de la política. Le tocaba a él suplicar al Papa que mandara a la orden teutónica acompañar a Polonia en la guerra contra el Turco. ¿Pero…, y Andreas? ¿Qué hacer con él? Con su conducta, correría el riesgo de comprometer una negociación muy delicada. El año próximo, Andreas cumpliría los treinta. Por lo menos no haría falta llevarlo de la mano para matricularlo en la facultad. ¿Pero quién pagaría?
Maldiciendo el tiempo perdido que le obligaría a retrasar la fijación de sus cálculos sobre la ocultación de Aldebarán, tomó la pluma y, cuidadosamente, escribió en los huecos de la plantilla su respuesta codificada a su tío. Luego tuvo que componer con esas palabras que flotaban sobre el folio aún casi virgen una carta más o menos coherente, en la que no se privó de quejarse de la presencia molesta de su hermano. Aquello le llevó toda la tarde y buena parte de la noche. Cuando el ama le anunció que la cena estaba servicia, y que su maestro y Andreas lo esperaban, rehusó bajar y pidió que le sirvieran una sopa y pan, encantado en el fondo de sí mismo de desobedecer a su insistente tutor. Tan pronto como hubo acabado su tarea, se dejó caer en la cama y se sumió en un sueño pesado. Aldebarán tendría que esperar.
Por la mañana, un poco inquieto, entró en el gabinete de trabajo de su maestro.
– Tienes un hermano encantador y lleno de ingenio -le dijo Novara-. Pasé una velada muy agradable oyéndole contar sus aventuras ibéricas. ¡Qué contraste con el carácter seco y taciturno de su parentela! ¡Lástima que no quiera estudiar el griego!
Nicolás sintió una punzada de celos.
– Si me lo permite, maestro, tengo que hablar con él.
– No lo encontrarás aquí. Se ha ido a matricular de derecho canónico. Me ha parecido que tenía mucha prisa por conseguir su diploma para volver cuanto antes a vuestro país a hacerse cargo de sus funciones de canónigo. Mucha más prisa que tú, en todo caso. ¿Cómo van los cálculos sobre la ocultación de la noche pasada?
Copérnico confesó que no había podido dedicarse a ellos, porque había estado ocupado en la contestación a su tío. El maestro preguntó:
– ¿Has pensado por lo menos en mandarle mis recuerdos? Despacha entonces la carta, y vuelve pronto. Tenemos trabajo.
Nicolás fue a buscar a Radom, le entregó la misiva y le ordenó que se pusiera en camino lo antes posible. No estaba descontento de librarse por ese medio de aquel bruto patibulario, que desentonaba demasiado en su dulce entorno italiano. Después, mientras con Novara daba expresión matemática a sus observaciones astronómicas de la noche anterior, lo olvidó todo: a su hermano y a su misión en Roma. Se sumergió en el Epítome del Almagesto, en el que Peurbach y Regiomontano habían dado a Europa la primera síntesis rigurosa de la astronomía tolemaica, y señalado los fallos del sistema. La biblioteca de Novara era extremadamente rica. Nicolás descubrió allí los trabajos de los astrónomos árabes y persas, en traducciones recientes al griego y el latín hechas por sabios cristianos que habían viajado a Persia. Se sintió profundamente impresionado. Por ejemplo, el príncipe árabe cuyo nombre, al-Battani, fue latinizado como Albategnius, había determinado, en sus Tablas sabeas, la posición del orbe solar con más precisión que Tolomeo. O bien aquel Ibn al-Haytam, alias Alhazén, que, en sus Dudas sobre Tolomeo, se había atrevido a criticar la utilización del ecuante. O también Ibn al-Shatir de Damasco, que construyó una teoría lunar y planetaria totalmente concéntrica, aceptable desde el punto de vista de la mecánica y libre de la engorrosa maquinaria del ecuante y otros epiciclos. Cuanto más avanzaba en su búsqueda Copérnico, más invadido se sentía en su interior por algo extraño, poderoso y terrible a la vez. Sentía que a aquel edificio le faltaba algo, algo que su boca no sabía expresar.
Andreas volvió unos días más tarde, metamorfoseado, juvenil y encantador como nunca. Se había matriculado en derecho canónico y retórica, entre los miembros de la nación alemana, y ya había hecho algunos amigos con los que iba a compartir casa y mesa. Y desapareció. Durante el siguiente semestre, los dos hermanos sólo se vieron esporádicamente, en los pasillos del colegio o en un curso al que el hermano menor acudía con menos frecuencia que el mayor. Nicolás llegó a la conclusión de que los estudiantes con los que había hecho amistad su hermano eran personas sensatas, y no intentó averiguar más; rechazó una invitación a unirse a ellos para el banquete de fin de año, y se contentó con enviar a su tío, por los medios ordinarios, una carta tranquilizadora. Y eso fue todo, porque todas sus energías las volcó en el estudio de la astronomía.
Nicolás consiguió sin ninguna dificultad su título de maestro en artes. El capítulo de Frauenburg tardaría aún en acoger a su nuevo canónigo: su tío consiguió una nueva dispensa de tres años antes de ocupar su cargo.
En el mes de septiembre de 1499, Novara y Copérnico viajaron a Roma para preparar su estancia del año siguiente, el del jubileo, en previsión de una gran afluencia de peregrinos de toda la Cristiandad a la ciudad santa. El maestro, que había convertido a su aventajado discípulo en su ayudante personal, deseaba detenerse algún tiempo en Florencia, con el fin, decía, de presentarle a algunos de los mayores talentos del siglo que estaba a punto de concluir. Además, debía entregar allí algunos almanaques astrológicos que le habían sido solicitados a través de la universidad, y que consistían en un calendario de las fases de la Luna y de una lista de días favorables y días nefastos.
Llegaron a Florencia a finales del mes de septiembre. El clima templado de la Toscana, la ligereza perfumada del aire otoñal, eran tales que Nicolás se prometió a sí mismo no regresar nunca a Prusia ni a Polonia. Allí debían de estar cayendo ya las primeras nieves. Se sentía italiano, asombrado pese a todo por no tener la menor nostalgia de su país natal ni de quienes tal vez lo estaban esperando allí.
La próspera ciudad se había repuesto de sus revueltas populares, y el monje Savonarola había muerto en la hoguera el año anterior. En cuanto a los antiguos amos de la república, los Médicis, se habían visto obligados a refugiarse, llevándose con ellos su inmensa fortuna, primero junto al rey de Francia y después con el papa Borgia, encantado de ver difundirse aquel maná por sus Estados y en particular entre su parentela. Los artistas y los poetas, los filósofos y los geómetras se inquietaron por un momento al verse sin protectores, pero muy pronto se tranquilizaron: las poderosas familias florentinas, oprimidas hasta entonces por los Médicis, supieron retenerlos. Porque un pintor o un ingeniero de renombre tenía, en aquel tiempo bendito, tanto valor, en Italia, como un ejército o como los tesoros de la India. Como los nuevos mecenas no tenían la inteligencia ni el gusto de un Lorenzo el Magnífico, nombraron de entre ellos a un gonfaloniero de Justicia con plenos poderes para ocuparse de la política en nombre de todos. El designado tenía como principal mérito el de contar con un secretario de una treintena de años, pensador sutil, que había de ser para los negocios públicos lo mismo que había sido Erasmo para el individuo: Nicolás Maquiavelo, el mismo que inventó, al referirse a Savonarola, el apelativo terrible de «fanático», y que permitió a la República preservar la liberta tan cara a los florentinos y a sus numerosas academias.