A una de ellas condujo Novara a Copérnico, la academia de Linceo. Un nombre prometedor, porque aludía al del héroe de los argonautas cuya vista penetrante era capaz de traspasar incluso la bóveda estrellada y el fondo de la Tierra y de los abismos.
El edificio era una construcción de apariencia modesta. En el frontispicio de un porche cerrado estaba esculpido en bajorrelieve el símbolo de Pitágoras y de Hermes Trismegisto: en el centro de una pirámide, una cruz coronando un círculo. A uno y otro lado, como vigilando ese emblema, dos linces de perfil. Debajo, en caracteres griegos, la misma inscripción que en la entrada de la antigua Academia de Platón: «Nadie entre aquí si no es geómetra.»
Novara golpeó tres veces la puerta con el pesado aldabón en forma de cabeza de lince, y repitió dos veces más la operación. Finalmente se abrió una mirilla y apareció en ella una cabeza. Entonces el astrónomo susurró, esta vez en latín:
– ¡Nadie entre aquí si no es geómetra!
La puerta se abrió de par en par para dejar pasar a los dos hombres, que tenían de la brida a sus caballos, y al criado que tiraba de la mula cargada con el equipaje. Mientras que, bajo la bóveda del porche, sus monturas y el servidor giraban a la derecha hacia las cuadras, los dos viajeros siguieron al viejo portero, algo jorobado, y pasaron a un claustro lleno de luz. En el centro brotaría, de un globo terrestre sostenido en alto por Atlas, un alegre chorro de agua que se dispersaba en el aire como una flor plateada. Siguieron el peristilo jalonado por las estatuas de los dieciséis argonautas citados por Apolonio de Rodas, entre los que destacaba, mayor en tamaño incluso que la de Hércules, la de Linceo, con una esfera armilar en una mano y un astrolabio en la otra.
– Y bien, Domenico -dijo un Copérnico risueño a Novara, mientras subían la escalera que llevaba a sus habitaciones-. No me has traído a una academia, ¡sino a un templo pagano! ¿Es verdaderamente decente que el piadoso canónigo de Frauenburg se aloje en este lugar? ¿Quieres arrojar mi alma a la gehena para la eternidad?
Durante su viaje, de común acuerdo, los dos hombres habían decidido tutearse, hablar en toscano y llamarse por sus nombres de pila. No eran ya maestro y discípulo, sino sencillamente dos amigos.
– Eres un zarrapastroso campesino polaco -respondió Domenico en el mismo tono-. Cuando salgas, todo tembloroso, de la reunión a la que voy a llevarte el sábado, no acabarás nunca de implorar a tu san Estanislao y a todos tus iconos.
La academia de Linceo aparecía desierta, a pesar de que Novara estaba seguro de que era el día de su sesión semanal. El portero no pudo o no quiso explicar aquello, de modo que se marcharon.
Al día siguiente, Novara se sintió demasiado cansado para filiar a su compañero por aquella ciudad que tan bien conocía. Copérnico se resignó a pasear a la ventura, y no quedó decepcionado. Porque sólo a la ventura era posible descubrir Florencia, como sólo a la ventura se descubre la libertad.
Al volver lleno de animación, pasó delante de la academia. Las puertas estaban abiertas, y el peristilo del claustro abarrotado de gente. Algunos incluso se habían sentado en el césped del jardín central, como personas que tomaran el fresco. Nicolás buscó a Novara en aquella multitud de una cuarentena de individuos, y acabó por verlo enzarzado en una animada discusión con algunas personas vestidas a la última moda, con colores vivos que contrastaban con sus barbas blancas y su aspecto venerable y docto. Pasó ante él un hombre de una treintena de años, alto y delgado, que parecía observar aquella asamblea con un distanciamiento divertido. Algo en su actitud revelaba en él a un estudiante.
Nicolás había observado que en Florencia la gente se abordaba sin preámbulos. Forzando un poco su acento prusiano para justificar de antemano una posible torpeza, se presentó como ayudante de Novara y preguntó en latín la razón de aquella asamblea. El otro sonrió levemente y contestó:
– Entonces, aquí tenemos al sobrino del famoso obispo de Ermland. Novara me ha hablado de usted hace unos instantes. Tranquilícese, lo que me ha dicho es: «Vuestra eminencia…»
– ¿Vuestra eminencia?
– ¡Ah, disculpe! No me he presentado: Alejandro Farnesio…
¡Un cardenal! ¡Y de uno de los más elevados linajes romanos! Maquinalmente, Copérnico se inclinó y se dispuso a tomarle la mano para besar su anillo. Con un gesto, Farnesio lo retuvo.
– ¡Deje eso, señor Copérnico! Sólo estoy aquí como compañero de Pitágoras, venido como los demás para honrar la memoria del gran Ficino.
– ¿Marsilio Ficino ha muerto?
– Anteayer, a dos leguas de aquí, en la villa que le había ofrecido Lorenzo de Médicis. Sus funerales se han celebrado esta mañana, mientras usted vagabundeaba por las calles intentando certificar que las florentinas son las mujeres más bellas del mundo. Pero le prevengo contra esa leyenda, señor Copérnico. Cambiará de opinión cuando esté en mi ciudad natal. Las romanas, querido mío…, a no ser que prefiera sus Venus nórdicas. Mi padre me decía de las polacas: «Cuando las invitas a sentarse, ¡se acuestan!» ¿Es cierto?
– Mi tío, monseñor el obispo de Ermland, me decía lo mismo de las italianas, vuestra eminencia -replicó Nicolás de inmediato.
– Olvide las eminencias, querido señor. Y será mejor que sigamos a nuestros amigos a la sala de reuniones, para rendir homenaje al hombre que resucitó a Platón y a Hermes Trismegisto.
El cardenal Alejandro Farnesio tomó familiarmente a Copérnico del brazo. Nicolás estaba exultante, porque notaba muchas miradas cargadas de envidia fijas en él. Al mismo tiempo, pensaba en Ficino. Novara le había prometido llevarlo a aquella villa de Careggi en la que Cosme de Médicis había hecho renacer para el filósofo la antigua academia de Platón. ¿No era más que una coincidencia su llegada a Florencia y el fallecimiento de aquel gran hombre? Como si estuviera escrito en los astros que no debían encontrarse, como si su propio destino, el de Nicolás Copérnico, tuera el de sucederle, y de suceder también a Novara e incluso al Perugino, cuyos retratos de Sócrates, de Pitágoras y otros sabios paganos figuraban junto a los de Noé, Moisés, los Profetas y Pablo, encaramados a los cimacios de la gran sala de reuniones en la que acababan de entrar. Farnesio se soltó de su brazo y Copérnico comprendió que debía ir a sentarse al fondo, mientras el cardenal se instalaba en la primera fila, delante del estrado.
En la tribuna se sucedían los oradores, y todos ellos alababan la grandeza del desaparecido para luego desarrollar, a partir de las obras de éste, sus propios temas predilectos. Poco a poco, en sus palabras, Ficino se convertía en el sucesor de aquellos a quienes él había designado como los portadores de la verdadera sabiduría: Moisés, Atlas, Prometeo, Zoroastro, Hermes Trismegisto, Orfeo, Pitágoras, Platón, Plotino, Proclo…
Copérnico se asombró un poco al ver que Novara formaba parte de los oradores. Su maestro le había enseñado las cartas que había intercambiado con el filósofo difunto, en las que éste le reprochaba un interés excesivo por el macrocosmos celeste, sin intentar buscar las correspondencias con el microcosmos humano para el que había sido creado el Universo, y no ser más que un mecanicista como Arquímedes o Euclides. El astrónomo le había contestado, con cierta sequedad, que su entendimiento era demasiado escaso para lanzarse a elevadas especulaciones sobre el alma humana, y que sus modestas investigaciones para recuperar la sabiduría de los antiguos se contentarían con romper el mundo cerrado, complicado y privado de armonía de Tolomeo, para aportar así su piedra al edificio hermético renaciente. Así quedaron las cosas.
Al subir al estrado, Novara adoptó el tono malicioso que Nicolás conocía muy bien, y que utilizaba cuando se enfrentaba a las ideas preconcebidas. El astrónomo eligió como tema de su disertación Los tres libros de la vida, del difunto. Insistió una y otra vez en los tres guías celestes designados por Ficino para conducir al hombre, ese peregrino en el exilio, hacia la resurrección: Mercurio, Febo y Venus.