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En el fondo de la sala, Nicolás no pudo evitar una sonrisa. Donde Ficino hablaba como médico del cuerpo y del alma, estimando que detrás de esas tres divinidades antiguas se escondía el secreto de la plenitud y de la madurez individual, Novara veía los dos planetas y el Sol. Sus palabras eran las de un astrónomo, que abogaba por la armonía del macrocosmos en contra de la prisión sofocante, debido a unos mecanismos excesivamente complejos, en que lo habían encerrado Aristóteles y Tolomeo. Luego confesó que, pese a toda una vida dedicada a la investigación, no podía proponer ninguna solución más sencilla, y en consecuencia más bella, que uniera por fin al hombre y al cosmos, en la que ya no se buscaría el destino en los signos, en los fuegos fatuos o en el rayo que derribaba un árbol, sino allá arriba, en el viaje regular de los astros errantes y las estrellas fijas ordenadas en el zodíaco.

Ante esas palabras, en la sala se produjo un murmullo, no se sabía bien si de diversión o de censura. En efecto, el difunto, aquel gran talento, había caído en ocasiones en supersticiones campesinas. Aun recientemente, había creído ver, a posteriori, los signos de la caída de los Médicis en una violenta tempestad descargada sobre Florencia poco tiempo antes.

Un hombre que había llegado con retraso y permanecía de pie junto a la puerta, aprovechó aquel ligero murmullo para decir en voz alta:

– Perdona mi interrupción, Domenico, pero acabo de llegar de Milán. Los franceses han tomado la ciudad. El duque Ludovico ha huido. Yo mismo he sido perseguido y habría podido acabar mis días, como Arquímedes, bajo la espada de un soldado, sin la intervención de mi amigo Charles d'Amboise, que me ha propuesto entrar al servicio del rey de Francia. Le he pedido que mantenga la oferta algún tiempo mientras me decido, con el pretexto de que debía venir aquí, a los funerales de Ficino. Pero sobre todo he venido para alertaros: las tropas francesas están ya en marcha hacia Génova. Su objetivo es conquistar de nuevo el reino de Nápoles, y su camino pasa por Florencia.

– ¡Leonardo! ¡No te había reconocido, con esa barba tan larga! -exclamó Novara.

Al oír ese nombre, todos se acercaron a aquel hombre de buena presencia, cuya larga barba negra y la cabellera que le caía sobre los hombros, contrarias a la moda de la época, le daban la apariencia de un profeta o de un filósofo griego. Copérnico pensó que había en ello algo de pose. Y mientras el cardenal Farnesio tomaba las manos del recién llegado como lo haría con un hermano vuelto de un largo viaje, y todos los demás rodeaban al hombre más famoso de la Cristiandad, más aún que Ficino, Copérnico, aquel polaco, aquel bárbaro, se sintió excluido. Su malestar fue tanto mayor por el hecho de que, desde el comienzo de la reunión de la academia de Linceo, había tenido la sensación de verse entronizado en el círculo secreto de los sabios discípulos de Pitágoras y de Hermes Trismegisto. Leonardo da Vinci acababa de expulsarlo de allí.

En realidad, fue el ejército de Luis XII de Francia el que lo expulsó de Florencia. La mayor parte de los miembros de la academia de Linceo prefirieron, en efecto, unirse a la nutrida escolta del cardenal Farnesio y trasladarse a Roma, donde se encontrarían en seguridad. El viaje duró una semana. Copérnico se sentía cada vez más extranjero, un teutón pesado entre aquellas gentes volubles y ligeras, que reían de cosas que a él le parecían fútiles. Se quedó a la sombra de Novara, como un humilde ayudante invisible para los demás. Al principio, por supuesto, todos le habían preguntado sobre su país y sus estudios, a excepción del cardenal Farnesio, que, ahora que se había revestido de la púrpura del prelado, daba la sensación de que ni tan siquiera reconocía al hombre con el que había conversado con tanta familiaridad durante la reunión de la academia. Y Nicolás interpretó como desprecio lo que no era sino respeto al protocolo. Y entonces deseó regresar a su país, por fin solo, canónigo de la catedral de Frauenburg, para consagrarse al estudio, protegido por el obispo Lucas, del mismo modo que Marsilio Ficino, canónigo de la catedral de Florencia, había sido protegido por Cosme de Médicis, al que llamaba su segundo padre. Tales eran los signos, y tal sería su destino.

No era la Ciudad Eterna, sino una cantera. Por todas partes se alzaban andamios, se amontonaban las piedras y las construcciones a medio derribar. Después de bordear el Tíber, el cortejo del cardenal Farnesio entró en un palacio, también en plena reconstrucción.

A desgana, Copérnico siguió a Novara al parque, hasta un pequeño pabellón rematado por una terraza. Media docena de criados se afanaron para instalarlos. Nicolás se encontró en una habitación recubierta de espléndidos tapices. Una graciosa camarera que lucía una librea muy ajustada deshizo su equipaje al tiempo que le dirigía miradas capaces de abrasar al instante al más virtuoso de los canónigos de Frauenburg. A pesar del deseo que sentía, la despidió. Necesitaba estar solo. En una mesita baja se alzaba una pirámide de frutas de diferentes colores, peladas y cortadas en formas artísticas. Tan sólo pudo identificar una de ellas: una naranja. Al lado, una bandeja de plata repleta de patés y de finas lonchas de jamón de un color púrpura cardenalicio. Pero prefirió no tocar la comida, como tampoco la garrafa llena de un vino de color rubí: le habían dicho que en Roma el veneno estaba muy de moda. ¿Pero quién iba a querer matar a un pequeño canónigo prusiano, que ni siquiera era doctor en derecho?

«Sí -pensó- pero no un canónigo cualquiera…, el sobrino del obispo de Ermland, en situación difícil ante el rey de Polonia y ante los caballeros teutónicos.» Buscó un calzador para quitarse las botas. No había. Se dispuso a tirar del cordón de la campanilla para hacer venir a la camarera, pero de inmediato se contuvo. De creer las cartas codificadas de su tío, las mujeres romanas eran casi peores que el veneno. Ninguna hetaira en el mundo tenía tanto talento como ellas para sonsacar en el lecho el más recóndito de los secretos de un hombre. Y su tío le había contado con desenfado cómo él mismo se había dejado engañar por una muchacha de un albergue, que además era demasiado delgada y alta para él, a quien gustaban las muchachas bajas y rellenitas.

Teniendo en cuenta aquellos consejos y recomendaciones, Nicolás se resignó a quitarse las botas él solo. La puerta se abrió, y entró sin pedir permiso un hombre con hábitos de canónigo.

– No me he oído invitar a entrar a nadie -dijo Copérnico en tono seco.

– Cómo, Nicolás, ¿es que no me reconoces? -contestó el visitante en polaco-. ¿Tanto he envejecido en veinte años? Bernard Sculteti…

Copérnico hizo una mueca que indicaba que el nombre no le decía nada.

– O mejor dicho, Soltysi -precisó el otro-. ¿No es la traducción exacta en latín? ¡Tu antiguo preceptor, hombre!

– ¡Maestro Bernard! ¡Perdóneme! Tengo muy mala memoria para las caras. Y además, entonces llevaba usted barba.

– He tenido que sacrificarla a mis nuevas funciones, porque a Su Santidad Alejandro VI no le gusta que nadie lleve pelos en el mentón.

No era sólo la desaparición de aquel frondoso sistema piloso. El magro y famélico preceptor de antaño se había vuelto gordo y rojo, como la caricatura que el vulgo se hace de un canónigo.

– ¿Qué funciones? -preguntó Copérnico, a pesar de que conocía perfectamente la respuesta.

– Represento al obispado de Ermland junto al Papa. Soy el delegado de monseñor. ¿Es que no te ha dicho nada tu tío?

– Nunca habla en sus cartas de cuestiones políticas, porque cree que aún no soy más que un bachiller atolondrado.

Era mentira, pero después de todo ¿no le repetía Lucas una y otra vez que desconfiara de todo y de todos? Por lo demás, Soltysi o Sculteti no pareció creerle porque, dejando el familiar tuteo con que se había dirigido a él, replicó, medio en serio medio en broma: