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– En tal caso, será necesario que yo mismo le instruya. ¡Después del latín y la gramática, tendré que asumir el cargo de preceptor suyo en política! Para superar su desconfianza, monseñor Lucas me ha ordenado que le entregue este pliego.

Por cortesía, Nicolás dejó para otro momento la lectura de aquel mensaje, invitó a sentarse a Sculteti, y comentó con asombro:

– Las noticias corren aprisa en este país. Apenas he tenido tiempo de deshacer mi equipaje, cuando aparece usted como un diablo…

– Van incluso demasiado aprisa. Aún no habíais salido de Orvieto cuando ya toda Roma conocía el nombre y la función de todas las personas que acompañaban a Alejandro Farnesio. En particular, un astrólogo polaco del que se ha encaprichado su eminencia… ¡Usted, que afirma ser un político mediocre, ha dado un golpe maestro!

– ¿Encaprichado? ¿Astrólogo? ¿Qué historias son ésas? No hubo ningún cálculo por mi parte, créalo -se indignó Nicolás-, y sólo la casualidad…

– ¿Qué importa si hubo habilidad o candor por su parte? El resultado está ahí. Se encuentra usted en una situación excelente para poder aproximarse al Santo Padre. El tiempo urge, y por mi parte soy mal visto en la corte porque, hace ya cinco años de eso, aposté por los favores del cardenal Giovanni de Médicis. Pero…, tendré que importunarlo aún durante una buena hora. Por fortuna, tenemos con qué deleitarnos. Pruebe esto: es la fruta preferida de Fernando de Aragón, traída desde el Nuevo Mundo: el ananás. Su punto ácido casa a la perfección con los vinos tintos de sus dominios, tan bien concebidos. ¿Permite?

Y al mismo tiempo que engullía como si no hubiera probado bocado en una semana, el delegado empezó a describir la vida en Roma bajo el pontificado de Alejandro VI. La colina del Vaticano se había convertido en la guarida de una jauría de lobos, y era en aquella guarida donde tenía que penetrar Nicolás Copérnico. Pero había tenido suerte con aquel encuentro fortuito con Alejandro Farnesio. No tan fortuito, por otra parte, ya que el prelado consultaba con regularidad a Novara acerca de su destino astral. Farnesio había pagado muy cara su silla de cardenal. Para redondear la suma bastante consistente que había debido desembolsar, echó a su hermana Julia en los brazos del papa Borgia. Ante Farnesio, más rico aún que los Médicis, se abría un porvenir más grande aún que el de éstos, y Novara no había corrido demasiados riesgos al leerle en los astros un próximo trono de san Pedro.

Después de aquel informe, Sculteti se fue de forma tan furtiva como había aparecido, no sin recomendar antes a Nicolás que le avisara de inmediato, y sin intermediarios, a la menor alarma. Al quedar solo frente a la jarra y los platos que su visitante había vaciado, Copérnico se sintió excitado por aquella entrada en una nueva vida de acción y de peligros, y olvidó su resolución de concluir sin ruido sus estudios y regresar a su país para llegar a ser el Ficino del Báltico.

Se precipitó en la habitación contigua, en la que estaba acostado Novara, chorreando sudor y tembloroso de fiebre, escoltado por el médico personal de Alejandro Farnesio. El enfermo le tendió un salvoconducto del cardenal que le permitía entrar en la biblioteca vaticana, y luego le pidió que lo dejara solo. Copérnico se fue entre maldiciones a la complexión enfermiza de ciertas personas. Él mismo, como su tío, no sabía lo que era estar enfermo.

Pasó una semana impaciente paseando por Roma, solo, sin atreverse a entrar, a pesar de sus salvoconductos, en el recinto del Vaticano, por miedo a cometer algún error si se tropezaba con algún personaje comprometedor. Por esa razón limitó sus visitas a las ruinas antiguas, de las que trazaba bosquejos, o al campo. Y después, cuando Novara estuvo de nuevo recuperado, todo se desarrolló sin que Nicolás tuviera que hacer la menor gestión.

Fue así como se encontró a la mesa de su anfitrión, el cardenal Farnesio, en una cena de diez personas, una cena íntima para las costumbres fastuosas de aquel príncipe. Para presentar a su invitado, al que el resto de los presentes, a excepción de Novara, no conocía, Farnesio contó la manera ingenua y poco protocolaria con que le había abordado Nicolás en Florencia. Lo hizo con gracia suficiente para divertir a los otros, y con la delicadeza necesaria para no avergonzar a su víctima. Una víctima propicia, por lo demás, que reía con tantas ganas como los demás de su torpeza, y que se convirtió, como el país del que venía, en el centro de la curiosidad de todos, cuando el anfitrión hubo concluido su relato. Era obvio que aquellas personas de un refinamiento extremo imaginaban las regiones septentrionales como siniestros pantanos en los que vivían, en cabañas de troncos, gentes míseras vestidas con pieles de animales y que se alimentaban de raíces. Naturalmente, no dejaron traslucir nada, pero Copérnico advirtió con claridad en sus preguntas la condescendencia del civilizado hacia el bárbaro. Con habilidad recargó las tintas para darles la razón, aunque hizo una excepción con Cracovia al señalar que sus bellezas se debían a artistas italianos, y alabó también la prosperidad comercial de Danzig, y las posibilidades del obispado de Ermland de convertirse algún día lo dijo con la dosis de ironía precisa para que sus palabras fueran tomadas por un chiste en una Venecia del Báltico. Llegado a ese punto, tuvo conciencia de pronto de que la embajada que le había confiado su tío estaba ya en marcha. Así pues, se interrumpió para excusarse por su insípida charla de batelero del Vístula.

– Prosiga, querido amigo, prosiga -le rogó el cardenal-. Siempre me complace escuchar a los extranjeros hablar de su país natal, porque mis responsabilidades apenas me dejan lugar para viajar fuera de Italia. Sin embargo, no nos ha hablado de ese anacronismo de otras épocas, esos monjes guerreros, los «portaespada» o algo por el estilo… Si yo fuera el rey de Polonia, cosa que Dios no permita, imitaría a Felipe el Hermoso de Francia, que, hace ya varios siglos, hizo quemar a los templarios para apoderarse de su fortuna, por supuesto de acuerdo con el Papa.

Copérnico sintió una desagradable gota de sudor a lo largo de su espina dorsal. Era evidente que Alejandro lo estaba poniendo a prueba. El momento había llegado sin esperarlo, y maldijo a su tío. Carraspeó para aclararse la garganta:

– Felizmente, esos tiempos han pasado. Y además, los caballeros teutónicos no son tan ricos como para despertar la codicia de un rey. Por lo demás, gracias sean dadas al Señor, el Papa vive hoy en libertad en sus Estados, y no en Aviñón bajo la tutela de los monarcas franceses.

Aquella precisión histórica habría podido ser considerada una insolencia en un oscuro estudiante prusiano, pero no lo era en la boca del representante del obispado de Ermland, el papel que Copérnico había de representar en adelante. El cardenal hizo un gesto de aprobación y lo invitó a seguir hablando.

– Entre la orden de los templarios y la orden teutónica existe otra diferencia importante: unos tenían la misión de ir a combatir en Tierra Santa, y los otros la de reducir el paganismo aún subsistente en Prusia y en Moscovia. Ahora que los caballeros teutónicos, o «portaespada», como les ha llamado vuestra eminencia, han expulsado a los paganos en cuestión, no se entiende muy bien por qué razón siguen acantonados en las regiones septentrionales, a menos que se pretenda que luchen contra la iglesia bizantina del gran príncipe Iván de Moscú, cosa que no parece oportuna a mentes más lúcidas que la mía.

Con la excepción de Novara, un poco asustado al ver a su discípulo transformado en estratega, toda la mesa sonrió.

– Los caballeros teutónicos -siguió diciendo Copérnico, así estimulado-, a no ser que se los disuelva, estarían más en su lugar guerreando contra el Gran Turco y los sectarios de Mahoma que saqueando a los infelices campesinos polacos o arruinando el comercio.

Al oír aquellas frases enardecidas, el cardenal Farnesio aplaudió con la punta de los dedos, tal vez con alguna ironía, y dijo: