– El doctor Nicolás Copérnico de Thorn, canónigo de Frauenburg.
No era la gran sala de audiencias, como había esperado, sino mi salón de música de dimensiones bastante modestas. Sentadas alrededor de una mesa baja, cinco personas volvieron la cabeza hacia él, como si hubiera interrumpido una conversación íntima. Antes de inclinarse en una profunda reverencia, reconoció con alivio la esbelta figura de su protector, el cardenal Farnesio. Se arrodilló para besar el anillo que le tendía el Papa, quien sin levantarse de su sillón, le tomó del brazo para ayudarlo a incorporarse, y le dijo con una voz de una dulzura turbadora:
– Siéntese a mi lado, y así tendrá oportunidad de contemplar a su gusto a estas damas, un espectáculo mucho más agradable que el de nuestras viejas caras arrugadas. Y si su gusto va en una dirección distinta, a fe que le satisfará la cara del duque de Valentinois.
¡El duque de Valentinois! En otras palabras, el hijo del Papa, el temible César Borgia. Antes de acudir a la audiencia, Copérnico estuvo charlando largo rato con Maquiavelo, con el que había simpatizado: los dos Nicolás tenían prácticamente la misma edad, sólo tres años les separaban. El florentino tenía otra ventaja: confesaba sin avergonzarse, al contrario que sus compatriotas, su total ignorancia acerca de las matemáticas y la astronomía. Era una persona firme y recta, lúcida hasta la desesperación. En cuanto a Copérnico, había simulado una torpeza ingenua de alemán para afirmar que las cosas de la política le resultaban enteramente extrañas. De ese modo cada uno de los dos hombres conquistó la confianza del otro, y ambos se entendieron muy bien. Y el retrato que Maquiavelo le trazó de los Borgia le pareció tan despiadado y certero como los dibujos hechos por Durero, en una mesa del albergue, de un borracho adormilado…, con la diferencia de que el secretario del gonfaloniero de Florencia no había pintado su rostro, sino su alma.
Los Borgia eran bellos, con una belleza que no necesitaba afeites ni retoques, una belleza tan segura de sí misma, para conquistar con naturalidad a cualquiera que se aproximara a ellos. César se parecía de manera llamativa a su padre; la misma boca roja de sonrisa radiante, la misma mirada oscura, la misma estatura aventajada, la misma sensación de fuerza tranquila. ¿Cómo leer en aquellos rasgos regulares el vicio, el incesto y el crimen? Dos mujeres estaban sentadas a uno y otro lado del duque de Valentinois. En la menos joven de las dos, Copérnico reconoció a Julia Farnesio, hermana del cardenal y concubina oficial de Su Santidad. La otra parecía tan frágil bajo su velo de fino encaje negro que daban ganas de cogerla en brazos para consolarla de un pesar inimaginable. Y, sin embargo, no era por su difunto marido Alfonso de Aragón, asesinado por César, por quien llevaba el duelo Lucrecia.
«Esto no es una audiencia pontifical, sino una reunión de familia -pensó Copérnico-. Sólo faltan los bastardos de su eminencia Alejandro Farnesio…»-Y bien, señor Copérnico -preguntó el Papa de buen humor-, ¿a quién debo escuchar, al embajador o al astrólogo?
– Como prefiera Su Santidad -contestó Copérnico muy apurado, porque no era ni lo uno ni lo otro, o tal vez ambas cosas a la vez.
– Despacharemos en ese caso primero la embajada. Como sin duda ya sabe, en este Año Santo he convocado una cruzada contra el Turco. Francia ha respondido ya, para demostrar su celo en mi defensa, pero no me hago muchas ilusiones. Ni un solo soldado saldrá fuera de las fronteras del gran ducado de Milán, y ni una sola de sus naves se alejará de las orillas de Génova. También han revestido la cruz Venecia, Hungría y Bohemia. ¿Pero no lo han hecho las tres desde hace siglos, la una para defender sus negocios y las otras dos para guardar sus fronteras? Y finalmente, su querida Polonia ha respondido a mi llamada. Juan I Alberto Jagellon, su soberano, es un cristiano de fe ardiente, que cuando no me insulta sueña con combatir al infiel. Su embajador, el barón Glimski, al que usted debe de conocer, me ha asegurado que su rey se encardaría en persona de convencer al gran maestre de los caballeros teutónicos de unirse a él. Una bonita manera de mostrarme que mi influencia sobre la Orden es igual a cero. Pero si rehúsan sumarse a la cruzada, puede creer que disolveré a esos soldados con sotana venidos de otra época. Como ve, su embajada no tiene razón de ser… Entonces, ese eclipse…, ¿qué anuncia? ¿La cruzada o la disolución?
Confuso, Nicolás se disponía a responder que no se sentía competente para leer en los astros los destinos de las naciones, cuando el ujier que lo había introducido, un clérigo vivaracho de mejillas rosadas, se acercó al Papa y susurró algunas palabras a su oído. Alejandro VI lanzó entonces un juramento en castellano y se puso en pie.
– Lo deploro, hijos míos, pero tengo que dejaros. Había olvidado completamente que hoy era el día de San… Nosequé, y los fíeles me reclaman para el jueguecito de…
Completó la frase dibujando, con dos dedos enguantados y repletos de anillos, la señal de la cruz. Luego añadió:
– ¿Viene, Farnesio? Nunca será demasiado pronto para aprender las obligaciones de su futuro oficio. En todo caso, no tenga demasiada prisa en tomar mi lugar.
Y Alejandro VI se fue, seguido por el cardenal.
– Tengo que dejarle también -dijo entonces César-. A decir verdad, si estoy aquí es únicamente para complacer a su santidad, pero no soy más que un soldado, y las cuestiones de la filosofía… ¿Vienes, Lucrecia?
Copérnico se sintió cogido en una encerrona. Iba a encontrarse a solas con la hermana de su protector, la concubina del Papa. ¿No sería un complot preparado de antemano? Después de todo lo que le había contado Maquiavelo… Y la respuesta de la hija Borgia se demoraba, como si lo hiciera aposta. Por fin dijo, con una voz que parecía la de un ángeclass="underline"
– Sabes muy bien, hermano, que las artes me apasionan, y en cambio tus distracciones no son adecuadas para una viuda. Me quedo.
A Copérnico le pareció que el rostro de César se ensombrecía. ¿Tenía razón Maquiavelo? Esos rumores de incesto… La puerta se cerró con violencia detrás del duque. Lucrecia retiró entonces su velo, y Nicolás sintió subir la sangre a su rostro: ella irradiaba feminidad. Cualquier rastro de melancolía había desaparecido de él. Con la expresión de una niña pequeña, que a Nicolás le evocó irresistiblemente a sus hermanas en la época de su niñez, dijo:
– Pues bien, señor, puede que le parezca que en Italia la astronomía sólo les interesa a las mujeres. Bien es verdad que la Luna es fémina, desde el pecado de Eva… ¿Ocurre lo mismo en su país?
Ah, aquel quiebro en la garganta al pronunciar la palabra «fémina». Copérnico hubo de contener un deseo casi irresistible de arrojarse a sus pies y sepultar su cabeza en aquel largo vestido de seda negra.
– ¡Ay, señora! -respondió fingiendo más seguridad masculina de la que en realidad sentía-. Mi país está sumido en la niebla. Hombres y mujeres se inclinan sobre la tierra, y nunca levantan la cabeza hacia las estrellas invisibles.
– También es usted poeta, señor geómetra. Me alegra saberlo. Recítenos entonces el eclipse de anoche. Y explíquenos por qué algunos eclipses hacen enrojecer la Luna, mientras que otros la ennegrecen. Julia y yo discutimos mucho sobre esa cuestión, ayer.
– Sí, y hemos apostado fuerte para saber cuál de las dos tenía razón -dijo entonces con malicia Julia Farnesio.
¿Julia, Lucrecia? «No son las italianas las que me enamoran -pensó Nicolás, sintiéndose de alguna manera el gallo del corral-; sino Italia misma.»