– ¿Y cuál es el envite de esa apuesta? -dijo, cada vez más acalorado.
– Un precioso pitagórico prusiano de ojos negros -contestó Julia, dirigiéndole una mirada ardiente.
Las dos rompieron a reír, encantadas. Para disimular su embarazo, Nicolás bajó los párpados y dijo, en un tono impregnado de falsa modestia:
– Un envite muy pobre, señoras, y que os decepcionaría.
Muy excitado, se puso en pie y, moviendo sus manos grandes y fuertes, explicó con palabras y gestos el fenómeno de un eclipse lunar. Cuando hubo acabado de hablar, Lucrecia alzó un dedo para pedir la palabra, como una buena niñita:
– Perdóneme, señor Copérnico, pero si lo he comprendido bien, su mano izquierda cerrada representa la Luna, su mano derecha abierta, la Tierra, y su rostro, muy encendido por lo demás, el Sol. Sin embargo, nos ha dicho que la Tierra arroja su sombra sobre la Luna al interponerse delante del Sol. De creerle, es nuestro mundo el que se mueve, y no el astro del día.
¡Y él no se había dado cuenta de eso! Aprisa, encontrar una respuesta, una réplica divertida con la que salir de aquel mal paso.
– Es que…, vea, señora…, si yo hubiese hecho que mi cabeza representara la Tierra inmóvil, y mi mano derecha abierta el Sol, habría tenido que hacer contorsiones ridículas, dignas de un acróbata de feria.
Las dos mujeres hicieron una pequeña mueca dubitativa, que él no advirtió porque sentía ascender en su interior una ebullición de ideas confusas, que estallaban en su cerebro como pompas de jabón. ¿Sería que Julia y Lucrecia, a las que el vulgo acusaba de brujería, le habían hecho objeto de un sortilegio? Sintió deseos de huir, de encerrarse en su habitación. Aquel momento de confusión le pareció prolongarse una eternidad; pero en realidad apenas duró lo que un abrir y cerrar de ojos. Se recuperó y se entregó entonces a una larga disertación, conscientemente aburrida, sobre la manera como era posible predecir, con siglos de adelanto, los eclipses de Luna y de Sol. Lucrecia ocultó un pequeño bostezo detrás de dos dedos muy largos, muy finos, muy blancos. Él pudo entonces, sin faltar a la cortesía…, eclipsarse.
Volvió caminando a largas zancadas al palacio Farnesio y se precipitó a la rica biblioteca que el cardenal había puesto a su disposición. ¿Dónde había leído aquello? En Cicerón… Las Académicas… Eso es, Académicas, II, 123… Qué cosa tan extraña, la memoria… Leyó en voz alta, casi a gritos…
– «Hicetas de Siracusa pretende, según Teofrasto, que el cielo, el Sol, la Luna, las estrellas y en resumen todos los cuerpos celestes están fijos, y que ninguna cosa se desplaza en el mundo a excepción de la Tierra. Debido a su revolución y a su rotación a gran velocidad en torno a su eje, él piensa que los efectos producidos son los mismos que si el cielo girara en tanto que la Tierra permaneciera inmóvil. Y otras personas sostienen que eso mismo afirma Platón en el Timeo, sólo que de una manera algo más oscura.»
¡Absurdo! Solamente la Tierra se mueve… Tan absurdo como decretar que únicamente la Tierra permanece inmóvil. En Plutarco tal vez, sí, en Plutarco. Maldijo entonces a todos los pitagóricos por no haber escrito nunca nada y no haber entregado sus secretos más que a él, Copérnico, y sólo a él. ¿Por qué se veía obligado a buscarlos en Cicerón, Plutarco o Arquímedes? Salió de la biblioteca cargado con una pila de libros, y rechazó la ayuda que le ofrecía el criado que habían puesto a su servicio. Atravesó los jardines, y subió a su habitación después de ordenar que le sirvieran allí el almuerzo. Y leyó. Luego escribió, aplastando diez plumas contra el papel como un correo revienta diez caballos en su camino. El tiempo había dejado de contar. A veces, al volver a copiar este o aquel pasaje, entraba en trance, en éxtasis, como un amante al llegar a la culminación del placer.
Ya era casi la medianoche, y llamaron a su puerta.
– ¡He dicho que nadie me moleste! -gritó.
Insistieron. Se puso en pie y abrió la puerta. Era Julia Farnesio. Sonreía y lo examinó de abajo arriba, vestido sólo con su camisón abierto sobre la pelambre enmarañada de su torso. Él balbució desmañadamente:
– ¿Está…, está usted sola?
– Ay -respondió ella-, Lucrecia no ha podido acompañarme. Tendrá que contentarse conmigo. Me parece usted demasiado ansioso, señor astrónomo, para una primera visita.
Y forzó el paso rozándolo con la punta de sus senos.
Durante los cuatro meses siguientes Nicolás, inconsciente de los peligros que corría, vivió los que creyó momentos más bellos de su vida. Amaba. Amaba con pasión a la hermana de su protector, la querida del Santo Padre. Julia le había enseñado que el encuentro de dos seres era algo más que un breve trazo de unión, que el tiempo de una cópula entre un varón y una hembra, al contrario de lo que ocurría con una puta de Cracovia o con la señora viuda Schillings.
Cuando llegó el momento de regresar a Bolonia, donde la universidad se disponía a abrir de nuevo sus puertas, aseguró a Novara que se reuniría con él más tarde, y le propuso sustituirlo dando algunas conferencias en la academia de Linceo.
Una noche de invierno, cuando Julia acababa de dejarlo, llamaron a su puerta. Creyendo que ella había olvidado algo, se apresuró a abrir. Pero quedó tan decepcionado como sorprendido al ver entrar en sus habitaciones, sin esperar a ser invitado a ello, al canónigo Sculteti, el antiguo representante del capítulo de Frauenburg ante el Papa, con la cara oculta por una capucha que chorreaba agua de lluvia.
– Cierre la puerta -cuchicheó aquel clérigo obeso al tiempo que se desprendía de su capa y se dejaba caer en un sillón-. Me ha sido muy difícil encontrarlo -prosiguió-. Pensaba que había vuelto a Bolonia… He visto allí a su hermano. Ha hecho una tontería muy grande. Se ha negado a pagar la matrícula de usted y la suya propia, y ha amenazado al rectorado con ofrecer sus servicios a Roma.
– ¿A Roma? No lo entiendo.
– Ha intentado especular con su creciente prestigio y con el de sus protectores. Tranquilícese, he arreglado el problema y le he adelantado cien ducados.
– Voy a devolvérselos de inmediato -contestó Copérnico, que encontraba bastante chusca aquella manera de aparecer en plena noche por un motivo tan sórdido.
– Déjelo, no corre prisa. Hay asuntos mucho más graves. El rey ha muerto.
– ¿Qué rey? Hay varios en este mundo.
– Por favor, no bromee. Hablo de Juan I Alberto de Polonia y Lituania. Su majestad ha muerto de una forma repentina y misteriosa. Y lo que es peor, ha muerto en Thorn, en el palacio episcopal, cuando se encontraba reunido con la Liga prusiana, cuyo jefe es su tío, y con el gran maestre de la orden teutónica. El rey había acudido a su ciudad natal para convencer a las dos partes de que se unieran a él en una nueva campaña contra el Turco, en Moldavia. Corren rumores de un asesinato por medio del veneno. Los teutónicos señalan a monseñor Lucas como culpable, y viceversa. Por mi parte, yo veo ahí la mano de ese traidor sodomita, el barón Glimski, que literalmente ha hechizado al gran príncipe de Lituania, quiero decir nuestro nuevo monarca Alejandro I, cuya debilidad e indolencia son notorias para todos. Glimski es quien reina ahora en Polonia.
– Yo creía que estaba en Roma.
– Decididamente es usted muy poca cosa como diplomático, querido. Volvió a toda prisa, tan pronto como concluyó su misión.
– Pero… yo pensaba que el barón era un aliado de la Liga prusiana.
– Mi pobre amigo, ya sabe lo que ocurre con las alianzas… Justo antes de la muerte del rey, apenas llegó a Thorn y en medio de todas sus maniobras, se las arregló para difundir toda clase de chismes a cuenta suya, sobre sus…, amistades peligrosas, que muy bien podrían salpicar a monseñor Lucas.
Copérnico palideció. ¿Cómo había podido saberlo Glimski? ¡Julia y él tomaban tantas precauciones!