– Debo volver -dijo por fin-. Mi tío corre peligro. Tengo la obligación de estar a su lado.
– ¡De ningún modo! -dijo el canónigo Sculteti-. Monseñor está seguro en su fortaleza de Heilsberg. La Liga prusiana se ha puesto en pie de guerra. El burgomaestre de Braunberg, el valeroso Philip Teschner, sabrá contener a las huestes teutónicas.
¡Philip! ¡El buen Philip! ¡Jefe del ejército! Por primera vez desde el inicio de su estancia en Italia, Nicolás sintió como un pinchazo en el corazón la nostalgia de su país natal.
– ¿Qué hacer, entonces? -preguntó-. ¿Debo quedarme en Roma? ¿Regresar a Bolonia?
– Ni lo uno ni lo otro -afirmó Sculteti-. En Roma, corre un peligro de muerte. Nadie se acerca tanto a los Borgia sin quemarse las alas. En Ermland, no sería de ninguna utilidad para monseñor Lucas. Le recuerdo que aún no es usted otra cosa que un simple licenciado en artes, preocupado por las matemáticas y la astronomía, cosa que es santa y buena en Italia, pero que a monseñor no le parece conveniente para los cielos brumosos de Prusia.
Copérnico se sintió entonces horriblemente culpable. La felicidad de sumergirse, desde hacía ya casi seis años, en las bellezas del arte y de la filosofía de la naturaleza, le había hecho olvidar todo lo demás, convencido cada vez con más fuerza de que su destino estaba allí y no a la sombra de la catedral de Frauenburg. Suspiró y preguntó:
– ¿Qué me ordena hacer mi tío, entonces?
– Antes de visitar a su hermano en Bolonia, he pasado por Padua y lo he matriculado en medicina, en la Universidad de la Serenísima…
– ¿Médico, yo? ¡Se supone que soy un canónigo! -se sorprendió Copérnico.
– Monseñor Lucas considera que será la mejor protección para usted, a condición, naturalmente, de que no se aficione a la alquimia ni a la brujería. Cuando las circunstancias le permitan regresar sin riesgos a Prusia, el capítulo lo situará junto al obispo, a título de médico personal. En cuanto al canónigo, como usted dice, obtendrá sin problemas la licenciatura de derecho en Cracovia, o bien en Ferrara, como su hermano Andreas.
– ¿Cómo? ¿Andreas está en Ferrara?
– Sí, con la misión de concluir sus estudios lo más aprisa posible. Allí, la familia d'Este intenta atraer a los estudiantes que rehúyen los cursos demasiado arduos de Bolonia y de Padua. Su universidad es mucho menos prestigiosa, pero ¿y qué? Un doctorado es siempre un doctorado, ¿no? Usted tendrá que evitar encontrarse con su hermano. En Padua habrá de hacerse lo más transparente posible. ¡Hágase olvidar! Sobre todo por las familias Borgia y Farnesio… En Venecia y Padua gustan los filósofos, los sabios y los artistas, pero no los estudiantes que se entrometen en los asuntos de los príncipes y los papas.
Después de decir estas palabras, Sculteti salió de la habitación tan silenciosamente como había entrado, cosa sorprendente en un hombre de su corpulencia.
Una semana después de aquella visita, Nicolás Copérnico partía de Roma en una mula, vestido de negro, como un humilde dómine o un simple bachiller, igual a tantos como se veían por las carreteras italianas. El grueso de su equipaje le sería enviado más tarde por caminos seguros.
Disfrutó de la modestia de su equipaje y de la de los albergues en los que se detenía al ponerse el sol, en aquellos inicios de primavera. Lo acogían con familiaridad, le obligaban a comer hasta la última cucharada de los platos sustanciosos que le servían. Por la noche, tendido en su jergón, dormía como un niño, mucho mejor que en su lecho con sábanas de seda del palacio Farnesio, donde siempre gravitaban como un peligro incierto los perfumes penetrantes de la bella Julia. Durante el día, llevaba su montura al paso, y se apeaba en las cuestas demasiado escarpadas. Cada olivar, cada hilera de cipreses, cada colina cubierta de viñas era un nuevo motivo de admiración. Todo era bello allí, todo era civilizado.
Su mente pasaba sin brusquedades del ensueño más etéreo a la reflexión más minuciosa. Pensaba, por ejemplo, en un grabado de la biblioteca del palacio Farnesio que representaba la ciudad ideal en perspectiva caballera. Era enteramente redonda; todas las calles convergían hacia el centro, una plaza circular en la que se alzaban el templo y el edificio en el que se reunían a deliberar los senadores. Se acordaba también de una iglesia nueva de Roma en la que el altar estaba situado en el centro, y no al fondo de la nave… En medio, en el centro… Y luego Pico della Mirandola, o Ficino, cuyos pasajes se sabía de memoria y los recitaba en el campo desierto, y que repetían una y cien veces que el tabernáculo de Dios estaba en el centro del mundo, y de él emanaba la luz.
– ¿Lo entiendes, Filomena? -decía a su mula, cuyas largas orejas se alzaban de placer al escuchar la voz tranquilizadora del amo-. Hay una geografía religiosa y una geografía natural. La primera nos dice que Jerusalén está en el centro de la Tierra. Pero ahora se sabe que ni siquiera está en su línea ecuatorial. La otra nos dice que esa Tierra es un globo, y que por consiguiente no puede estar en su centro. De un lado hay una parábola que contiene su propia verdad, y del otro una realidad. ¿Cómo casar las dos?
Un mirlo, desde lo alto de alguna rama de una encina que crecía al borde del camino, pareció parodiar en seis notas melodiosas e irónicas aquel «¿Cómo casar las dos?». Apartándose de sus meditaciones, Copérnico se puso entonces a silbar alegremente. A lo largo del camino el Reno, crecido por el deshielo, parecía acompañarle con un rugido sordo. Y fue un Nicolás de corazón ligero el que entró en Bolonia y marchó directamente a abrazar a Domenico Novara. Su maestro y amigo le dio una buena noticia: Ercole I d'Esté, duque de Ferrara, lo había llamado para hacerle profesor de artes liberales. Novara se disponía a regresar a su ciudad natal, lejos de la sofocante Bolonia, para enseñar griego en aulas semivacías.
– Si puedes esperarme un par de días, haremos juntos el camino.
– Es que…, quiero evitar Ferrara, porque no debo encontrarme con mi hermano Andreas…
– Es absurdo. Eso te obliga a dar un rodeo enorme.
Entonces Nicolás contó cómo se había encontrado en medio de intrigas en las que estaban implicados el Papa, los reyes de Polonia y de Francia, los obispados prusianos, los caballeros teutónicos… Y añadió, ufano, cómo había cedido a las propuestas de la concubina de Alejandro VI, la hermana de su anfitrión. Esperaba ver a Novara alarmado por aquellas revelaciones, pero, muy al contrario, se divirtió mucho al escucharlas, mientras se acariciaba la larga barba que se había dejado crecer desde que Da Vinci la había puesto de moda.
– ¡Qué mal conoces Italia, querido Nicolás! A los Borgia, los Médicis, los Sforza, los Farnesio, les importa un bledo Prusia o Polonia, incluso Francia o España. Para ellos no sois otra cosa que bárbaros a los que todos intentan manipular en provecho propio, como Julio César se apoyaba en una tribu gala para someter a otra. Entonces, puedes imaginar la importancia que tendrá para ellos el encuentro de dos hermanos de Thorn o de Cracovia, esos nombres impronunciables. Pero en fin, el gordo Sculteti no se ha equivocado al pedirte que te vayas de Roma. Habría bastado que irritaras un poco a uno de esos grandes personajes ¡y adiós, polaquito! Para que te escueza menos tu herida de amor propio, te aseguro con la mayor solemnidad que nadie metió en tu cama a la divina Julia Farnesio, salvo la propia divina Julia. Mi modesta experiencia en ese terreno me permite garantizártelo.
– ¿Modesta de verdad, mi austero y casto maestro?
– ¡Nuestros dos días de viaje a Ferrara bastarán para contarte al detalle los raros tropiezos de mi virtuosa vida, malvado canoniguillo polaco que luces aún el pelo de la dehesa!
La travesía de las ricas y fértiles llanuras que separan Bolonia de Ferrara no fue precisamente melancólica, pero tampoco estuvo consagrada en exclusiva a los recuerdos galantes o sentimentales, a menudo muy exagerados, como es costumbre entre los varones. Nicolás intentó exponer el amasijo de ideas que habían brotado en desorden mientras meditaba montado en su mula, entre Roma y Bolonia.