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– Perdóname esta imagen trivial, Domenico, pero las ideas confusas que acabo de exponerte, y que tomadas una a una me parecen sensatas, me recuerdan irresistiblemente mi adolescencia en Thorn, cuando pasaba días enteros cortando madera con el hacha. Cuando finalmente, agotado pero satisfecho, contemplaba mi obra, no tenía ante mí más que un caótico montón de leños que dejaba al jardinero para que los amontonase formando un paralelepípedo rectangular casi perfecto. Y volvía a casa rendido, sintiendo en el fondo del alma una vaga amargura por no haber acabado mi trabajo. Pues bien, lo mismo ocurre con todas estas ideas e hipótesis, que se abren en mi pobre cerebro como los tarugos sobre el tajo. Paso por momentos de exaltación, pero cuando se trata de ordenar mis ideas, es decir, de ponerlas sobre el papel, crece en mi interior un cansancio inconmensurable, un disgusto abrumador.

– Pues bien, querido -contestó Novara con una carcajada-, acabas de descubrir el secreto de los pitagóricos: si se negaban a escribir y se contentaban con transmitir oralmente sus descubrimientos, era nada más que por pereza. ¡La pereza, ése es el enemigo!

– ¿Cuándo dejaréis, vosotros los italianos, de bromear a propósito de todo? -se enfureció Copérnico, y golpeó con el puño el pomo de su silla de montar-. Te pido que me aconsejes, no que te burles de mí.

– ¿Y cuándo dejarás tú, tétrico prusiano -parodió Novara golpeando a su vez el lomo de su mula-, de arrojarte sobre todos los temas sin dejar espacio siquiera para una sonrisa? Se diría que no has leído nunca a Platón, y nunca te has dado cuenta de que Sócrates, para ayudar a nacer las ideas, utilizaba la ironía como el mejor instrumento. Piensa también en Luciano de Samosata. La ironía, Nicolás, es una duda constructiva. Es una fuerza de creación y de reflexión, frente a las certidumbres, las predicciones y los axiomas que esgrimen quienes alardean de saber sin haber aprendido nunca nada. Hay dentro de ti algo grande, gigantesco incluso, que se esfuerza por emerger. Pero antes es necesario que te desnudes de todos los prejuicios. Mira a nuestro alrededor esta llanura que se prolonga hasta el infinito. Mira a esos campesinos, allá lejos, inclinados sobre la tierra. Cuando se incorporan, ¿cómo perciben el mundo, si es que su trabajo les da el tiempo suficiente para percibirlo? Para ellos, la tierra es plana. Al amanecer, dicen: «El sol se levanta.» En el crepúsculo: «El sol se acuesta.» Se quejan de las miserias de «aquí abajo» y dirigen sus plegarias al cielo, «allá arriba», para que Dios les dé remedio. Un mundo horizontal, un mundo vertical, un mundo chato, sin volumen. Un gnomon. Tales son las apariencias. Pero cuando van a la iglesia de su aldea, suponiendo que un discípulo de Ucello necesitado de dinero haya pintado en ella un fresco, ¿crees que esos pobres diablos se dejan engañar mucho tiempo por el efecto de perspectiva de la pintura? Un instante, tal vez, como cuando colocas a un gatito delante de un espejo. Pero muy pronto nuestro campesino se da cuenta de que el fresco es una superficie lisa, sin profundidad. La perspectiva no es más que una ilusión, pero salva las apariencias. Refleja la realidad, en su armonía y su belleza. También el sistema de Tolomeo salva las apariencias, pero de una forma fea y falta de armonía.

¡La perspectiva! Aquella palabra fue como una iluminación en la mente de Copérnico.

– ¡La perspectiva! ¡Por supuesto! ¡Gracias, maestro! ¡Me siento como Arquímedes al sumergirse en su bañera! -enfatizó Nicolás.

– ¡Muy amable por tu parte, compararme con una bañera!

– Al relegar el orbe del Sol al lugar de los planetas vagabundos, detrás de la Luna, Venus y Mercurio, Tolomeo comete un grave error de perspectiva, o por lo menos se lo atribuye al artista supremo, al Creador. Me hace pensar en los cuadros antiguos cuyo autor, para representar al rey o a Cristo en un tamaño mayor que el de los demás personajes, se resignaba a colocarlo, no en el centro, sino a un lado de la escena. Es cierto que las apariencias, los eclipses, nos muestran que el astro del día está detrás de la Luna, Venus y Mercurio. ¡Detrás o encima, qué importa! ¿Pero qué absurdo, qué rasgo insensato de su pincel, llevaría al Gran Artista a colocar esa inmensa fuente de luz y de vida, su tabernáculo, delante o debajo, lo mismo da, de esas otras tres pequeñas estrellas errantes que son Marte, Júpiter y Saturno?

– Deja a un lado el hacha, valiente leñador, y coloca en orden tu leña. Desde luego, es un trabajo menos exaltante, mucho más oscuro. Pero tú mismo, cierta noche de ocultación de un astro, me hablaste de las tablas astronómicas. Pues bien, retoma todas las observaciones, todas las efemérides de tus predecesores jónicos o alejandrinos, sin olvidar por supuesto a Tolomeo, ni a los árabes, ni las tablas alfonsinas compiladas por mandato del rey Sabio, Alfonso X de Castilla, y así sucesivamente hasta llegar a los modernos, Regiomontano, Waltherus y yo mismo, si te apetece. Colecciónalas, clasifícalas, amontónalas. Olvida toda búsqueda de la armonía, olvida toda metafísica, olvida a Dios incluso. No has de ser sino cifras, números, figuras, no has de ser sino geometría. Y luego, una vez concluido ese trabajo de hormiga, tal vez te atreverás por fin a expresar lo que llevas en el fondo de ti mismo y que te parece tan pesado. Advierte que he dicho «tal vez».

Una pregunta quemaba los labios de Nicolás, pero no pudo formularla porque le pareció tan mortífera como un estilete muy aguzado: «¿Por qué yo, Nicolás Copérnico, y no tú, Domenico Novara?» También el viejo astrónomo se la planteaba, sin duda. Guardaron silencio hasta entrar en Ferrara.

Tan pronto como se hubo instalado en el albergue, porque no quiso aceptar la hospitalidad de su maestro para dejar claro que sólo estaría de paso en la ciudad, Copérnico se dirigió al recinto de la facultad, al pabellón en el que se reunía la «nación alemana». Acudió allí para encontrarse con Andreas, transgrediendo así la prohibición formal de su tío transmitida por Bernard Sculteti. Le indicaron el alojamiento de los prusianos y los polacos. Abrió la puerta de un dormitorio y dio un paso atrás ante el olor fétido a pies, a sudor seco y a col hervida. Dos estudiantes se acercaron a él con una especie de solicitud que le pareció más sorprendente que halagadora. El de más edad de los dos tenía una forma de cabeza que le recordó a alguien. Fue preciso que se presentara con el nombre de Nicolás Schönberg para que Copérnico recordara que formaba parte de su grupo de juerguistas en Cracovia, e incluso que les había acompañado en su desastrosa expedición de carnaval. Un recuerdo más bien desagradable, que le hizo reprimir a duras penas su reticencia ante aquel testigo de un pasado del que estaba lejos de sentirse orgulloso.

Mientras, el más joven empezó a gritar a los cuatro vientos:

– ¡Eh, muchachos, venid todos! ¡Es Nicolás Copérnico! ¡El Ficino de Thorn, el Pico della Mirandola polaco, el Da Vinci prusiano!

Copérnico frunció el entrecejo. ¿Qué significaba aquella mascarada? El llamado Schönberg comprendió su malestar y dijo a su joven condiscípulo:

– Giese, por favor, un poco más de discreción. Y vosotros, volved a vuestros sitios, nuestro compatriota no va a darnos una conferencia nada más llegar.

Los estudiantes, algunos de los cuales habían bajado ya de su cama o se habían levantado de la mesa en la que trabajaban para acercarse al recién llegado, obedecieron sin rechistar. Schönberg, con una franqueza llena de autoridad, tomó a Copérnico del brazo y se lo llevó fuera del dormitorio, hasta una pequeña estancia sin más mobiliario que una mesa y dos taburetes, con las paredes cubiertas de máximas, proverbios y dibujos que representaban paisajes o retratos. Entre estos últimos, Copérnico se sorprendió al ver un autorretrato que se había divertido en trazar durante su estancia en Bolonia.