– Veo que mira su retrato, señor -dijo Schönberg-. Fue su hermano Andreas quien lo regaló a nuestro pequeño grupo. No escatima los elogios respecto a usted. Gracias a él, conocemos todos los pormenores de las conferencias que ha dado en Roma ante areópagos de grandes personajes y sabios eminentes. Nos ha leído incluso los resúmenes de los debates. Ahora comprenderá por qué nuestro joven e impetuoso compatriota Tiedemann Giese se ha erigido hace un momento en su heraldo. Perdónele, porque usted se ha convertido en nuestro modelo y nuestro orgullo.
Copérnico estuvo a punto de enrojecer de cólera. Apretó los puños y rugió:
– ¿Dónde está Andreas?
Schönberg quedó confuso ante aquella pregunta.
– Marchó la semana pasada a Roma. Su enfermedad empeoraba. Supo que allá abajo los médicos han encontrado remedios radicales, basados en el mercurio. Mercurio contra… Venus, ya ve.
Copérnico permaneció impasible. Su estancia romana le había enseñado a ocultar sus sentimientos.
– Andreas tiene una constitución sólida -se contentó con responder-. Saldrá de ésta. Quiero seguir viaje a Padua tan pronto como pueda. Pero no lo haré sin dar las gracias a mis compatriotas por su recibimiento. ¿Cuántos sois?
– Doce. Sus doce apóstoles, señor Copérnico.
Nicolás se abstuvo de responder que, con su hermano, habrían sido trece: ¿le tocaría a Andreas el papel de Judas?
– Muy bien, os invito a compartir el pan y el vino esta noche, si os parece bien, en el mejor albergue de la ciudad.
La invitación surgió espontáneamente, sin cálculo, sin saber que su tío Lucas había hecho lo mismo un cuarto de siglo antes, cuando se dirigía de Bolonia a Padua pasando por Ferrara. Aquello le había permitido constituir una sólida clientela que, de regreso a su país, hizo de él el jefe indiscutido de la Liga prusiana, y le dio su pleno apoyo cuando el rey de Polonia hubo de nombrar un nuevo obispo de Ermland.
Nicolás partió al día siguiente hacia Padua. Allí se inscribió también en la nación alemana, pero dejó para más tarde el encuentro con los estudiantes polacos y prusianos. Sculteti le había dado una dirección en la que podría encontrar alojamiento. Se trataba de la sucursal paduana de la banca de los Médicis, lo que no tenía nada de sorprendente, porque el diplomático canónigo estaba adscrito al servicio del cardenal Giovanni de Médicis, segundo hijo de Lorenzo el Magnífico. Lo que sí le sorprendió más, fue ver que le esperaba, en el apartamento que habían acondicionado para él en el desván, aquel gigantesco Radom que le había servido de criado y de escolta en el viaje de Polonia a Italia, seis años atrás. Intentó interrogarlo sobre la razón de su presencia, pero el gigante se limitó a contestar que no hacía sino obedecer órdenes del obispo de Ermland. El mensaje del tío Lucas que le entregó el coloso no aportó mucha más información, salvo que tenía que estar preparado para volver a Polonia en cualquier momento, porque se avecinaban grandes acontecimientos. Por lo demás, el obispo apremiaba a su sobrino a obtener lo más rápidamente posible el doctorado en derecho canónico, sin el cual nada podía hacerse.
Este último punto dejó a Copérnico bastante afligido: en Roma había olvidado matricularse y pasar así, sin dificultades, los pocos grados que le faltaban. En Padua, no sería iguaclass="underline" Venecia exigía, para el derecho canónico, el mayor rigor y la selección más despiadada, a fin de evitar una excomunión papal de la universidad paduana. Debido a su frivolidad y su falta de interés, Nicolás tendría que hacer ahora muchos más esfuerzos. Como había oído decir que, para atraer a los estudiantes, Ferrara era mucho menos exigente, decidió escribir a su compatriota y admirador allí, el llamado Nicolás Schönberg, para pedirle consejo. Adjuntó a su carta una letra de cambio por una cantidad que superaba ampliamente los derechos de matrícula. Schönberg, con la ayuda de su joven condiscípulo Tiedemann Giese, comprendió a la perfección lo que le pedía el «gran hombre», e incluso llegó a imitar su firma para que la Universidad de Ferrara creyera en la presencia de aquel estudiante fantasma.
Por consiguiente, era libre. Tenía treinta años y un doctorado en artes liberales, al que muy pronto se añadiría otro en derecho canónico. Sólo le faltaba la medicina para regresar a su país en triunfo. Desde Prusia hasta Ermland, desde la Pequeña hasta la Gran Polonia, todas las perspectivas le sonreían. Su saber sería la mejor de las armas en su ascensión al poder.
Así era, al menos, como veía su tío las cosas. Pero él ¿qué pensaba? ¿Se imaginaba ya arzobispo, cardenal, señor de Ermland, el Médicis del Báltico?
La primera vez que asistió al curso de medicina del profesor Pomponazzi, se sorprendió cuando, a la conclusión de aquella iniciación a Hipócrates, el maestro fue a verlo directamente y le estrechó la mano para felicitarlo por sus conferencias romanas, de cuyo contenido le habían informado. Lo mismo ocurrió con el profesor de anatomía, Achillini. Y la misma escena se repitió con el pintor Gentile Bellini, que, al salir de su taller después de una disertación notable sobre la perspectiva, lo invitó a asistir a la próxima reunión semanal de la academia de Linceo. Copérnico se convirtió en uno de sus miembros más asiduos. Al contrario que en Florencia y en Roma, ningún grande de este mundo frecuentaba aquel cenáculo. Allí sólo acudían filósofos de la naturaleza, artistas, médicos, geómetras, astrónomos, y casi siempre todos ellos a la vez. Los debates eran enteramente libres, porque se sabía que las ideas que se expresaban no llegarían nunca a oídos de quienes Nicolás llamaría más tarde los zánganos y los impostores. La virulencia de las discusiones era tal que, en los primeros tiempos, por momentos creyó que los adversarios iban a ajustar cuentas a puñetazos o en el campo del honor. Nunca ocurrió tal cosa, y los debates concluían siempre con una pirueta, una frase ingeniosa, una ironía de uno de los dos contendientes o del presidente de la sesión, que hacían reír a la asamblea. Antiguos y modernos se veían allí maltratados, se tiraba de la barba a Aristóteles, se administraban purgas a Galeno, se pasaban los dogmas por el cedazo de la duda, y sobre todo se reclamaba una separación tajante entre el estudio de la naturaleza y el de la Sagrada Escritura, entre la física y la metafísica, entre la razón y la fe. Copérnico necesitaba aquella afirmación rotunda antes de plasmar en negro sobre blanco lo que llamaba ya, para sus adentros, su «nuevo Almagesto». Desde luego, la idea le rondaba desde hacía ya mucho tiempo, pero ni él ni Novara se habían atrevido a formularla: era preciso dejar de discursear sobre los motivos del Creador, y no preocuparse más que de la realidad de su Creación, dejar de pensar en el porqué para plantearse el cómo. Lo que no habían podido hacer ni Platón, ni Pitágoras, ni Ficino, lo había conseguido un médico mahometano, Averroes: Copérnico se disponía a seguir su método.
Sin embargo, no le sobraba tiempo: en cualquier momento, podía tener que hacer las maletas y regresar a su país. Contó entonces los días como un avaro su tesoro. Estudió medicina y anatomía a marchas forzadas, quemando etapas. También pasó muchas horas en la biblioteca de la Universidad de Padua, más rica aún que la del Vaticano, y que tenía sobre ésta otra ventaja aun, la de que incluso las obras más impías eran de libre consulta. Pero no era eso lo que buscaba. Toda su energía estaba dirigida a acumular las tablas astronómicas de la antigüedad, las babilonias, hebreas, griegas, persas, árabes…, pero en los manuscritos redactados en la lengua original, por temor a que sus traductores modernos al latín hubiesen cometido algún error de transcripción.
Un día, en el curso de sus investigaciones encontró por casualidad un manuscrito bizantino de un historiógrafo neopitagórico del siglo vii, Teofilacto Simocatta. Era una obrita compuesta en forma de epístolas, unas morales, otras pastorales o amorosas. Se alternaban los pasajes graciosos y ligeros con otros graves y profundos. No se entretuvo con aquello y siguió sacando de sus estuches nuevos rollos de pergamino. Sin embargo, aquellas Epístolas siguieron dándole vueltas en la cabeza. Bajó de su escabel para consultar el codex. Era como lo había imaginado: no existía ninguna traducción latina del texto griego de Teofilacto Simocatta. Un fenómeno raro en una época en la que, quien más, quien menos, estaba convencido de que Ficino, Pico della Mirandola y sus émulos lo habían rastreado todo, descubierto todo, traducido todo. Así pues, él, el canónigo de Frauenburg, acababa de desenterrar una perla rara. No era una obra maestra, desde luego, era consciente de ello, no era una obra inédita de Platón o de Arquímedes, pero era algo, y al realizar la versión latina él también pondría su granito de arena para el renacimiento del pensamiento antiguo. Y sobre todo, no volvería a su país con las manos vacías. En Florencia o en Roma, aquel descubrimiento habría sido inadvertido; en Polonia o en Prusia, sería un vehículo para realzar su prestigio, tardó poco más de una semana en acabar la traducción.