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Poco después, a finales de febrero de 1503, hubo de trasladarse a Ferrara para preparar, con dos meses de antelación, la defensa de su tesis. Schönberg y Giese le habían abonado concienzudamente el terreno, entregándole secciones enteras de sus propios estudios y seleccionando en los archivos otras tesis olvidadas, que bastaría reelaborar un poco para convertir el examen en una mera formalidad. Por si fuera poco, Novara se las había arreglado para formar parte del tribunal, en el que contaba también con algunos amigos pitagóricos. Fueron dos meses penosos, en los que Copérnico se vio obligado a adular a obtusos y encallecidos profesores de teología. Los problemas que les preocupaban eran saber si Dios podía borrar lo sucedido y volver a hacer de una prostituta una virgen pura, o bien por qué Adán en el paraíso había comido una manzana y no una pera. Por todo consuelo, Nicolás acudía con regularidad a visitar a su maestro Novara, acompañado por sus dos admiradores, Nicolás Schönberg y Tiedemann Giese. Finalmente, los tres defendieron su tesis la misma semana y luego marcharon a Padua, donde los dos compañeros de Copérnico iban a matricularse en artes liberales.

La muerte brutal y turbia del papa Alejandro VI inquietó por un momento a Copérnico, para llenarle luego de esperanza cuando su efímero sucesor, Pío III, murió después de menos de un mes de pontificado: Alejandro Farnesio era uno de los papables favoritos. Quedó decepcionado porque fue otro vástago de una gran familia italiana, resuelto a acabar de una vez con los Borgia y sus aliados, Julio II, quien ascendió al trono de san Pedro. Nicolás se esforzó entonces en pasar inadvertido y, a pesar del dolor que sintió, no se desplazó el año siguiente a Ferrara para asistir a los funerales de su amigo y maestro Domenico Maria Novara. Y, de haberlo intentado, Radom se lo habría impedido: su guardia de corps había recibido órdenes estrictas.

Entonces Nicolás se sintió solo en Italia, y se aproximó a la nutrida nación alemana de Padua, para gran alegría de Schönberg y de Giese. Ahora estaba seguro de que algún día tendría que regresar a su país, y tal vez empezó a desearlo. Se convirtió en un asiduo de los numerosos banquetes que celebraban por este o aquel santo, este o aquel diploma, este o aquel compatriota que regresaba al país natal por haber finalizado sus estudios. Uno de esos banquetes, a principios del año 1506, tuvo como motivo la elección de un nuevo presidente de la nación estudiantil alemana. Copérnico se había mantenido aparte, de modo que tuvo una desagradable sorpresa cuando, a los postres, Schönberg se puso en pie, hizo un discurso elogiándolo y propuso el nombre de Nicolás Copérnico para dirigir y defender, ante los rectores, a aquel centenar de estudiantes. Quiso rehusar, pero no le dieron tiempo. Fue elegido por aclamación, y se vio obligado a pronunciar un discurso improvisado de agradecimiento, cosa que hizo muy a regañadientes.

A la salida del banquete un hombre sin edad, de párpados pesados y azulados, tez grumosa que no conseguía ocultar una barba rala, sienes que griseaban, envuelto en una capa pesada a pesar del calor reinante en aquellas postrimerías de agosto de 1506, le hizo seña, desde lejos, de que deseaba hablarle. Receloso y con alguna repugnancia, Copérnico se acercó al desconocido, en el que no había reparado hasta ese momento, y éste le dijo en polaco, con voz cascada:

– Vamos, Nicolás, ¿no abrazas a tu hermano?

¡Andreas! Al ver que los demás invitados, que se habían apartado un poco, observaban de reojo aquel reencuentro, Copérnico disimuló lo mejor que pudo su aprensión y le dio un generoso abrazo. Después Andreas, con la irritante autoridad que asumía cuando quería recordar a su hermano pequeño que él era el jefe de la familia, lo citó para el día siguiente a mediodía, en una taberna a la que solía acudir. Y el mayor de los Copérnico se alejó con aires de conspirador, alzado el cuello de su capa y con el bonete hundido hasta las cejas.

La fiesta se había prolongado hasta muy tarde, por la noche. De modo que Nicolás acudió a la cita del día siguiente de muy mal humor y con una jaqueca tenaz. La taberna estaba a las puertas de la ciudad, lejos del barrio de las escuelas, y ningún estudiante la frecuentaba. Los clientes eran esas personas equívocas que gravitan alrededor de las universidades y aprovechan un tumulto o una pelea entre nacionalidades para entregarse al robo y al saqueo. Andreas se había instalado en un apartado, al margen de la sala común, y conversaba animadamente con el grueso canónigo Bernard Sculteti. Junto a ellos, Radom bebía vino tinto en una gran jarra de estaño.

Con el rostro desfigurado oculto detrás de su cuello alzado y las manos enguantadas, Andreas no se molestó en utilizar ninguna fórmula de bienvenida, él que antes, en Thorn o en Cracovia, siempre dedicaba a su hermano menor atenciones cariñosas. En tono seco y perentorio, le anunció sin rodeos que tenían que salir a toda prisa hacia Ermland.

– Ahora que los dos hemos conseguido nuestro doctorado, no tenemos nada que hacer en este país.

Nicolás se indignó.

– ¿Está nuestro tío al corriente de esto? -preguntó mirando a Sculteti, que asintió con un movimiento de cabeza al tiempo que Andreas respondía:

– Nos lo ordena. Y si no te fías de mí -añadió echándose la mano al bolsillo-, lee la carta que recibí de él la semana pasada, en Ferrara.

Nicolás rehusó hacerlo, con un gesto, y se contuvo para no hacer la pregunta que le quemaba en los labios: ¿por qué Lucas se había dirigido a Andreas, y no a él? Como si le comprendiera, Andreas siguió diciendo, en tono arrogante:

– Es normal que nuestro tutor reconozca por fin mi derecho de primogenitura, cuando se trata de decisiones importantes como ésta. Además, después de las noches que pasaste revoleándote con la puta del Borgia, el tío Lucas…

– Ya lo había entendido, gracias, no soy del todo estúpido -replicó en tono seco Nicolás, y se volvió con ostentación a Sculteti para preguntarle:

»¿Por qué esta marcha precipitada?

El canónigo respondió muy excitado, gesticulando con sus manos gordezuelas:

– Ahora sí, ha llegado la hora de Ermland. Después de cuatro años de reinado bajo la tutela del infame Glimski, el rey Alejandro acaba de morir, en Vilna. La Dieta se reúne para elegir al nuevo monarca. Monseñor Lucas, que forma parte de ella, está absolutamente seguro de que el quinto hijo de Casimiro Jagellon, Segismundo, será el elegido. Con él, se nos abre un mundo de posibilidades.

Nicolás recordó entonces al joven altanero y ambicioso que conspiraba con Lucas mucho tiempo atrás, en Cracovia.

– Monseñor -concluyó Sculteti- insiste en que es indispensable que sus dos sobrinos estén presentes en la ceremonia de la coronación.