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«¿Insistirá tanto cuando vea el aspecto de Andreas?», fue el pensamiento perverso que asaltó a Nicolás, que dijo en voz alta, siempre dirigiéndose a Sculteti:

– No discuto las órdenes del obispo, pero… obtendré el doctorado de medicina el año que viene, y me parece que…

– Sabes ya lo suficiente para intentar cuidar de mí -dijo Andreas, burlón.

El viaje de regreso a Ermland fue mucho más rápido que el de ida, y también más aburrido. Los dos hermanos no paraban de lanzarse pullas envenenadas. Nicolás, en su papel de médico neófito, discurseó sobre la enfermedad de Andreas y citó a uno de sus condiscípulos de Padua, Fracastor, que afirmaba que aquella lepra había venido con los ejércitos de Francia, que dispersaron los miasmas por toda Italia. Copérnico pretendía, por el contrario, que lo que el otro llamaba mal francés había sido traído del Nuevo Mundo por los españoles, y lo bautizó como mal indio. Con razón, Andreas le contestó que en lugar de buscar los orígenes de la enfermedad, haría mejor encontrando un remedio. A punto estuvieron de llegar a las manos.

Al llegar a Nuremberg, Nicolás fue a visitar a Durero. La esposa del pintor, Inés, le explicó que el año anterior su marido había vuelto a marchar a Italia. En su última carta, le anunciaba que se disponía a instalarse en Venecia. Nicolás y él no habían coincidido por tan sólo unos días. Y Martin Behaim había muerto hacía poco, un mes antes. Al reemprender el viaje, Copérnico sintió que dejaba su juventud detrás. ¿A quién contárselo? ¿Junto a quién consolarse de sus penas? No con Andreas, en todo caso. Sus verdaderos hermanos habían muerto, como Novara o Behaim, o seguían con vida pero muy lejos de él, como Durero o Maquiavelo…

VI

El recibimiento del obispo de Ermland a sus sobrinos fue tan discreto como frío. ¡Qué rústico parecía el tío Lucas en comparación con la sutileza del cardenal Farnesio! Y la residencia episcopal de Heilsberg no era sino una construcción bárbara, pesada y gris, frente a la delicadeza de los tonos cinabrio y ocre del palacio en el que Nicolás había conocido, en Roma, tantos placeres…

Las ceremonias de la coronación del quinto hijo Jagellon, Segismundo I, iban a tener lugar diez días más tarde. Al advertir la degeneración física y moral en la que había caído el mayor de sus sobrinos, Lucas decidió celebrar un consejo de familia. Estaba descartado llevar a Cracovia al «leproso». Pero ¿qué hacer con él? En presencia de un Andreas lloroso, el obispo decretó que su sobrino sería encerrado en un monasterio cisterciense de los alrededores. Apiadado, Nicolás rogó que al menos devolviesen al paria a la ciudad de Padua, donde sus profesores de medicina buscaban nuevos métodos para curar aquella nueva enfermedad «que la gente confunde, equivocadamente, con la lepra», añadió, con pedantería. Andreas salió entonces de su apatía y, gesticulando y espurreando saliva, empezó a insultar a su hermano y a acusarle de buscar su muerte al ponerlo en manos de charlatanes.

El tío Lucas, tan firme de ordinario, no ocultaba su desazón: habría querido apoyarse en sus dos sobrinos, teniendo al mayor de secretario y al menor de médico. Fue Philip, el buen Philip, su bastardo preferido, magnífico y marcial en su uniforme de comandante en jefe de la Liga prusiana, quien calmó los ánimos y encontró una solución. Desde hacía ya diez años, el capítulo de la catedral de Frauenburg se veía privado de tres de sus dieciséis canónigos: Sculteti, representante del obispado ante el Papa, y los dos hermanos Copérnico. Por entonces, más arriba de las bocas del Vístula empezaba ya a murmurarse sobre las tres dispensas renovadas una y otra vez ante la insistencia de Lucas, que iba adquiriendo un singular parecido con un abuso de poder. ¡Si les enviaban a Andreas, se calmarían! Entonces estarían mejor dispuestos a conceder una nueva dispensa a Nicolás para que éste pudiera ejercer junto a su tío las funciones de médico y secretario.

Lucas aprobó la prudente sugerencia; Nicolás se encogió de hombros para mostrar que se desinteresaba de la cuestión, y Andreas enseñó al reír los escasos dientes ennegrecidos que conservaba en la boca:

– Bonito regalo, en verdad, hacéis a los canónigos de Frauenburg. Estoy seguro de que lo apreciarán.

Se bajó entonces el cuello de la capa y se quitó el bonete, mostrando así su rostro pustuloso y el cráneo en el que sólo subsistían algunas mechas de pelo gris. Lucas anunció que Philip, Nicolás y él saldrían el día siguiente para Cracovia. Luego se retiró a sus apartamentos. Algunas personas afirmaron más tarde que estuvo llorando largo tiempo.

En cuanto a Nicolás, subió a las murallas de la fortaleza lleno de amargura: había perdido a su hermano. En la escalera, se apartó para dejar paso a una joven, que le hizo una corta reverencia. Maquinalmente, se quitó el sombrero para saludarla, y luego siguió su ascenso. Al llegar al muro, se recostó en la piedra húmeda de una almena. Ante él, llanuras, bosques y marismas se extendían hasta el infinito bajo un cielo gris, al que el crepúsculo prestaba apenas un ligero matiz rojizo. ¿Dónde estaban las colinas verdes y ocres de la Toscana, el alegre despliegue de viñas y olivares, con, en ocasiones, un leve toque de alabastro, el de la columna rota de algún templo antiguo dedicado a Venus o a Mercurio?

– Y bien, primo, ¿estás enfadado conmigo?

La joven con la que acababa de cruzarse se enfrentaba a él con una ligera mueca de insolencia.

– ¿No me reconoces? -siguió diciendo, en un tonillo impertinente-. Es verdad que he cambiado un poco, en diez años. también, por cierto, con esa preciosa barba… Soy Ana, la hija de la señora Schillings.

Nicolás se acordó entonces… El barco que descendía por el Vístula… Ana, la bastarda del obispo. Su prima, por tanto… Se parecía a su madre, pero sus rasgos eran mucho más finos, bajo la cabellera rubia. Sus ojos vivos y azules chispeaban de malicia e inteligencia. Confuso y sin saber cómo comportarse, refunfuñó como si estuviera delante de una niña:

– ¡La pequeña Ana! ¿Cuántos años tienes, ahora?

– Veinte años. Pero no es muy galante, señor, preguntar su edad a una mujer. ¿Qué te han enseñado en Italia?

El toque de una campana llamó a la cena. Desaparecidas su tristeza y su nostalgia, Nicolás tomó a la joven de la mano y la condujo a la escalera. Juntos aparecieron en el comedor. Si el sitio de Andreas no hubiera estado vacío, la familia de monseñor Lucas habría estado al completo, porque a su lado se sentó la madre de Ana, y frente a ella, Philip.

– Eh, capellán -gritó Lucas al anciano sacerdote sentado en el otro extremo de la mesa-, no estaría mal casar a esta bonita pareja, ¿no es cierto?

– Sin duda -respondió el clérigo-, pero traería un montón de problemas más tarde, cuando el señor Copérnico vista la púrpura cardenalicia.

– Peores cosas se han visto en el trono de san Pedro -replicó Nicolás, que sostuvo la silla de Ana primero, y luego tomó asiento a su lado.

Toda la mesa soltó una alegre carcajada, que se apagó de golpe cuando entró Andreas.

El día siguiente, el obispo de Ermland y su séquito, incluido su nuevo médico y secretario Nicolás Copérnico, partieron hacia Cracovia para asistir a la coronación de Segismundo I. El médico no tenía demasiadas preocupaciones. A sus cincuenta y tres años, Lucas tenía una salud de hierro y el tiempo parecía no pasar para el. En los lugares donde pernoctaban, desafiaba a su sobrino a cruzar las espadas. Lo desarmaba sistemáticamente, de modo que Nicolás acabó por negarse a esgrimir, él que había recibido lecciones de los mejores maestros italianos. Entonces, para regocijo de los soldados, el obispo luchaba sin armas con su sobrino Philip, que mandaba la escolta, y acababa siempre por tumbarlo de espaldas en tierra. Sin embargo, Copérnico sospechaba que su primo no ponía demasiado ardor en la pelea.