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Aquel pequeño juego de espionaje estuvo a punto de terminar mal cuando, uno de los últimos días de la embajada de Alejandro Farnesio, éste recibió al gran maestre de la orden de los caballeros teutónicos, envuelto en su gran manto blanco marcado con una cruz negra. Iba acompañado por su hermano, un joven canónigo de Colonia de un parecido estremecedor con el antiguo condiscípulo de Nicolás que años atrás apareciera ahogado en el Vístula, Aquiles Othon. Nicolás se hizo más transparente que nunca, pero disfrutaba en su interior al traducir las súplicas del gran maestre que, en alemán, intentaba obtener del Papa la ruptura de los lazos de vasallaje con Polonia.

De pronto la puerta colocada a espaldas de Copérnico se abrió, y una voz familiar se excusó por su retraso. Nicolás, estupefacto, reconoció al barón Glimski. Este lo miró un instante, y de inmediato exclamó en polaco:

– Monseñores, monseñores, ¿ignoráis delante de quién estáis hablando? ¡Delante del sobrino del obispo de Ermland, delante del espía de ese diablo de Lucas Watzenrode, del que se sospecha que fue el envenenador de su majestad Juan I Alberto de Polonia, y toda cuya vida infame está dedicada a la perdición de la santa orden teutónica!

Nicolás saltó de su escabel y aferró a Glimski por el cuello:

– ¡Barón, voy a hacerte tragar tus calumnias!

– ¿Qué ocurre, señores? -preguntó Alejandro Farnesio-. Os recuerdo que estáis en presencia del legado del Papa.

El gran maestre de la orden teutónica se levantó a su vez y vociferó:

– Es indigno. ¡Es una traición! ¡Informaré de esto a Su Santidad en persona!

Y salió, seguido por su sobrino y por Glimski, que dio un portazo al marcharse. El incidente produjo un gran revuelo. El rey convocó a los dos partidos, y reprendió al obispo de Ermland con bastante tibieza, porque en el fondo le divertía que se hubiera servido de ese modo de su sobrino como espía. En cambio, al enterarse por Lucas de la petición hecha al Papa por el gran maestre teutónico de ser eximido del vasallaje a Polonia, fue mucho más severo con él y exigió que su delegación regresara a su encomienda de Königsberg, después de obligarles a renovar ante los cuerpos representativos su juramento de fidelidad, presentar excusas al legado del Papa y reconciliarse sinceramente con el obispo de Ermland. En cuanto al barón Glimski, Segismundo I no esperó mejor ocasión para arrojar a la prisión al favorito de su difunto hermano y librarse así de un intrigante que lo había traicionado ya en dos ocasiones.

Los últimos días de la ceremonia de la coronación fueron una cadena de banquetes y bailes. Polonia se alzaba al nivel de las naciones más grandes, de Francia, Castilla, Aragón y Portugal. El delegado del Papa, Alejandro Farnesio, dio muestras ostensibles de amistad hacia el obispo de Ermland y su sobrino. Se les vio con frecuencia pasear bajo los peristilos del palacio real, el cardenal entre ambos hombres, dándoles familiarmente el brazo.

– Su Santidad -decía Farnesio- piensa cada vez con más seriedad en una reforma del calendario para ajustar el año a las apariencias. Me parece, querido Nicolás, que su formidable hipótesis podría contribuir a ese fin. Vuelva a Italia conmigo, para trabajar en el tema en compañía con los mayores sabios de esta época. Después de todo, su compatriota Bernard Sculteti acompaña a Giovanni de Médicis. ¿Por qué no podría estar Nicolás Copérnico junto a Alejandro Farnesio?

Copérnico se dio cuenta de que, al otro lado de Farnesio, su tío se había puesto rígido. Tenía que rehusar aquella oferta inesperada. Así pues, contestó:

– En otras circunstancias, me habría arrojado a los pies de vuestra eminencia para probarle mi gratitud. Pero, como ha podido comprobar, abandonar en estos momentos al obispo de Ermland sería para mí una traición que nunca podría perdonarme. La orden teutónica no va a conformarse, y mi país necesita de todas sus fuerzas, incluso las más modestas.

Al decir estas palabras, esperaba vagamente que su tío le diera su bendición y el permiso para marcharse; pero no fue así, y Lucas siguió callado. Todo había acabado. Al día siguiente tendría que volver a encerrarse en Heilsberg, tal vez para siempre.

A lo largo de los seis años siguientes la Liga prusiana, dirigida con mano de hierro por el obispo de Ermland, se enfrentó a los caballeros teutónicos, cuyo nuevo gran maestre era un joven que aún no había cumplido los veinte años, Alberto de Brandenburgo, el antiguo canónigo de Colonia. Hubo pocos incidentes, algunas escaramuzas en las fronteras, que de inmediato el rey de Polonia procuraba calmar con el envío de emisarios. Porque el litigio se había cargado ahora de un odio inextinguible: ya no se enfrentaban los cuatro obispados y las cinco encomiendas, sino dos familias, los Watzenrode-Copérnico de un lado, y los Brandenburgo-Hohenzollern de otro.

Hubo simulaciones de reconciliación para la galería. Durante una de las reuniones de arbitraje, que en esta ocasión se celebró en Danzig, Nicolás supo que el consejero favorito del joven gran maestre teutónico estaba muy enfermo. El médico y secretario del obispo Lucas ofreció entonces sus servicios. Era una iniciativa peligrosa, porque si por desgracia la persona a la que Alberto de Brandenburgo quería como a un padre no sobrevivía a sus cuidados, de inmediato se sospecharía que Copérnico había acelerado su muerte.

Por fortuna, se trataba sólo de un feo absceso en el oído, y el antiguo estudiante de Padua libró de él a su paciente en un santiamén. Alberto de Brandenburgo le dio las gracias con tanto reconocimiento fingido como celo auténtico había puesto Copérnico en su cura. Intercambiaron algunas banalidades sobre Italia, que Alberto había visitado en compañía del emperador Maximiliano, que intentaba recuperar el Milanesado de manos de Francia. Luego el joven elogió la traducción de las Epístolas, impresa un año antes en Cracovia, y afirmó haber encontrado la obra «curiosa y divertida». Finalmente, quiso saber si el sobrino de su enemigo trabajaba en alguna otra obra erudita. Copérnico le contestó que había acabado un pequeño fascículo sobre el movimiento de los planetas, pero que no lo había editado porque no podía ser comprendido cabalmente sino por matemáticos y geómetras muy expertos. Brandenburgo aseguró entre protestas que se apasionaba por los fenómenos celestes y que le gustaría poseer una copia. Nicolás prometió enviársela, y se despidió aliviado: una palabra torpe habría podido provocar una catástrofe.

Después de las ceremonias de la coronación, hacía ya cuatro años, Nicolás había ido a instalarse en el palacio episcopal de Heilsberg, y su trabajo de secretario particular del obispo le había dejado muy pocos respiros. Tío y sobrino, con la experiencia de sus respectivas largas permanencias en Italia a treinta años de distancia, compartían la misma ambición: convertir Ermland en una Venecia del norte. Y mientras el obispo multiplicaba los viajes diplomáticos a ducados y principados, para reunir el máximo de partidarios y obligar al rey de Polonia a enviar a la «peste teutónica» contra el Turco, Copérnico, por su parte, estaba enfrascado en el gran proyecto de abrir una universidad en Elbing, una próspera ciudad de Ermland que podría muy bien convertirse en la Padua de Frauenburg. No faltaban fondos para ello, porque la Hansa y las guildas de mercaderes estaban dispuestas a proveerlos. Pero la autorización papal no acababa de llegar.