Es cierto que por esa época Julio II, camino ya de la setentena, guerreaba como un joven condottiero contra César Borgia, luego contra Venecia y después contra Bolonia, antes de volverse contra el rey de Francia. Habría que tener paciencia hasta que su sucesor -fuera Médicis o Farnesio- diera el consentimiento preciso. Lo más difícil sería atraer a profesores a los que no asustaran los rigores del clima ni la amenaza teutónica latente. Copérnico había conservado la relación con muchas personas de la Universidad de Cracovia. Allí, el estudio de las artes liberales seguía siendo mal visto. Cualquiera que se aventurara a enseñar el griego era señalado como sospechoso de herejía. Se trataba, por consiguiente, de seducirles, además de con algunas ventajas financieras, con la perspectiva de una mayor libertad de enseñanza, como lo había hecho antes Padua para arrancar a las aulas de Bolonia a sus mejores profesores. Pero, por el momento, mientras no se materializara la bula papal que autorizaría la nueva universidad, era inútil divulgar el proyecto.
Comprendió entonces que tendría que comprometerse en persona, correr riesgos y, en lugar de ofrecer una universidad fantasma, convocar a su lado, en Ermland, a una academia de sabios según el modelo que había conocido en Italia. La academia serviría de base al gran proyecto de la universidad. Pero no sería su traducción de las Epístolas lo que le granjearía prestigio, ni el recuerdo ya lejano de sus conferencias romanas. Necesitaba golpear fuerte, impresionar, seducir, escandalizar. Sabía cómo hacerlo.
Un resumen. Bastaría con un resumen. Era inútil, en una primera etapa, entregarles sus cálculos, de los que, por lo demás, aún no estaba del todo seguro. Ya habían aparecido algunas complicaciones en un sistema que él quería de una sencillez cristalina. Después de todo, se dijo, si llegaba a conseguirlo sería con la ayuda de sus futuros lectores.
Puso manos a la obra. Había temido antes de comenzar que se vería obligado a sudar sangre, a arrancar cada palabra como si fuera una astilla clavada en la carne, pero todo fluía de su pluma con facilidad, en un éxtasis del alma que le recordaba en ocasiones la plenitud del goce corporal que sólo había conocido junto a Julia Farnesio.
Empezó por declarar que la manera como concebían los antiguos el curso de los astros no era satisfactoria, porque cada planeta tenía que moverse trazando círculos perfectos y a la misma velocidad. Planteaba después las siguientes hipótesis, en siete breves capítulos: en el primero, afirmaba que no todos los cuerpos celestes se desplazan alrededor del mismo centro. En el segundo, que la Tierra no es el centro del Universo, sino únicamente de la órbita de la Luna. En el tercero, que el Sol es el centro del Universo. En el cuarto, y al escribirlo se sintió dominado por el vértigo, que la esfera inmóvil de las estrellas fijas, la última esfera, está mucho más lejana de nosotros de lo que pensaba Tolomeo. Escribió la palabra «infinito», y la tachó. En el quinto, que la Tierra gira sobre sí misma, sobre su eje, lo que produce la ilusión de una carrera diurna del Sol, de los planetas y de las estrellas fijas. Así pues, no gira el cielo, sino que al moverse la Tierra, todos los astros parecen huir en la dirección contraria. En el sexto, que la Tierra gira, durante un año, alrededor del Sol, manteniendo fijo su eje, lo que explica el desplazamiento anual del astro del día siguiendo el zodíaco. Finalmente, en el séptimo, que si los planetas parecen en ocasiones detenerse o cambiar de dirección, es porque también ellos corren a la misma velocidad que la Tierra en torno al tabernáculo solar.
Releyó lo escrito dos veces, tres veces, más veces aún, tachando una palabra, añadiendo otra, como un pintor que se distancia de su cuadro y luego se aproxima de nuevo para añadir un ligero retoque que sólo él verá. Por supuesto, no demostraba nada, se limitaba a afirmar. ¿Pero tiene que demostrar su obra un artista? Al concluir su pequeño tratado, no pudo impedir extasiarse: «Contempla, lector: treinta y cuatro círculos bastan para albergar toda la danza de los planetas.» Por escrúpulo, afirmó como conclusión que dejaba para más tarde las pruebas matemáticas de sus siete hipótesis. Para más tarde, es decir, para su «gran obra». Magnum opus… En latín, la fórmula resultaba banal. Pero quien lo tradujera al árabe leería «Almagesto».
Estableció después una lista de corresponsales a los que enviaría su Breve comentario sobre las hipótesis de Nicolás Copérnico sobre los movimientos celestes. Luego consultó a su tío sobre otros nombres.
– Ingrato -exclamó su tío, con una carcajada-. Te has olvidado de tu antiguo preceptor.
– Cómo, Sculteti, ese gordo…
Nicolás se mordió los labios: había estado a punto de decir «ese gordo canónigo».
– Te equivocas respecto a él. Posee una gran competencia en esas materias. Fue él quien te inyectó el demonio de las matemáticas, ¿no es cierto? Y además, está muy cerca de los Médicis. Tal vez no tanto como lo estabas tú de una cierta Farnesio, pero cerca en cualquier caso.
– Pienso también enviarlo a uno de mis condiscípulos de Ferrara, Nicolás Schönberg, que sigue allí al servicio del duque Alfonso d'Esté.
– ¿Y de su esposa, Lucrecia Borgia? ¡Diablos! ¡La nación de los estudiantes alemanes en Italia hace muchos más estragos que en mi época! Además, el año que viene, si prosperan las negociaciones, su majestad Segismundo de Polonia se casará con una Sforza. Envía también tu opus a la prometida, como futuro y leal súbdito. Pero… cuidado, ¿eh?
– Veamos, tío, ya no tengo veinte años. ¿Podrá prestarme a uno de sus copistas? Mi muñeca no soportaría la escritura de esa veintena de ejemplares.
– Un monje no, sobre todo nada de monjes. Sería capaz de ponerse a gritar a los cuatro vientos que son herejías. Puedes recurrir a mi hija Ana. Tiene una letra muy bonita. Sabe el latín suficiente para no hacer faltas, pero no lo bastante para entender el significado de tu texto. Pero… cuidado, ¿eh?
– Respecto a eso, tío, no puedo prometerle nada.
– ¿Te he pedido que me lo prometas? Un canónigo digno de ese nombre tiene que tener un ama para atenderlo, ¿no es cierto?
Durante ocho días, Nicolás y Ana trabajaron hombro con hombro. La joven no se contentaba con copiar, sino que a veces pedía explicaciones, desmintiendo así el pronóstico un tanto misógino del obispo. Nicolás, entusiasmado, se convirtió en el más pedagógico de los maestros, y para ello utilizó su talento como dibujante. Cuando ella le preguntó lo que significaban las estaciones y retrogradaciones de los planetas, el astrónomo dibujó rápidamente el pequeño bucle que trazaba el trayecto aparente de Marte sobre el fondo fijo de las estrellas de la eclíptica:
– Ya ves, Ana: el planeta, que normalmente acompaña al Sol en su desplazamiento, se mueve a veces en sentido contrario. Primero se estaciona, es decir que se detiene, luego retrocede y finalmente vuelve a avanzar, como un perro vagabundo al seguir a su amo. Es necesario explicar eso.
– ¿Y «eso» es lo que llamas «salvar las apariencias»?
– Exactamente. Es lo que llevó a los astrónomos griegos, y a Tolomeo en último término, a imaginar una maquinaria cada vez más complicada, que es un insulto a la belleza de la Creación. Supón para empezar, Ana, que un planeta P se mueve siguiendo un círculo perfecto centrado en la Tierra, T, de esta manera.
Y Nicolás trazó un nuevo croquis:
– La figura es perfectamente armoniosa -prosiguió-, pero no explica las apariencias: no explica los bucles. Por consiguiente, es preciso suponer que el planeta P se desplaza en un círculo pequeño, el epiciclo, cuyo centro C gira a su vez siguiendo la circunferencia del círculo mayor, que desde ahora llamaremos el deferente, y que sigue centrado en la Tierra, así: