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– ¡Ah, qué bonito! -exclamó ingenuamente Ana-. ¡Y tiene que funcionar de maravilla!

– No del todo, porque aún no se salvan las apariencias. La etapa siguiente consiste en trasladar la Tierra desde el centro O del deferente, que se convierte así en un «excéntrico». Así:

– Vaya, qué complicado. ¿Pero entonces la Tierra no está en el centro del Universo, como enseña Aristóteles?

– ¡Si se quieren salvar las apariencias, no! Conviene, mientras sea posible, adaptar las hipótesis más sencillas a los movimientos celestes, pero si eso no basta, es necesario elegir otras que los expliquen mejor. ¡Fue el propio Tolomeo quien lo dijo! Pero espera, ¡es peor todavía!

– ¿Qué más hay?

– Ocurre que, a pesar de su complejidad, los deferentes excéntricos y los epiciclos no respetan la ley de la velocidad uniforme de los planetas. Y en ese punto es donde Tolomeo introdujo esa abominación, ese truco vergonzoso: me refiero al punto ecuante E, que flota de alguna forma en el espacio, pero en relación con el cual, el movimiento del círculo C del epiciclo es uniforme, así:

– Te habrás dado cuenta -continuó Nicolás- de que ahora hay tres centros distintos: el centro geométrico O, el centro del movimiento E, y la posición de la Tierra.

– Una cacofonía horrible, como decías tú el otro día, Nicolás.

– Exactamente. Pero reconozco gustoso a Tolomeo un gran genio como matemático, porque a pesar de todo su sistema salva las apariencias, ya que explica muy bien el pequeño bucle planetario que te he dibujado. Mira, si combinamos todos los esquemas, cómo se ve el planeta P, moviéndose a través de todos sus engranajes circulares, desde la Tierra, entre dos posiciones PI y P2, con una fase de estación y otra de retrogradación:

– Es muy ingenioso, en efecto -dijo Ana, que empezaba a perderse en aquella argumentación-. Pero entonces, Nicolás -añadió con una encantadora ingenuidad-, ¿cómo has podido encontrar una solución mejor? ¡Parece imposible!

– He encontrado algo más sencillo en todo caso, y que a mi entender se corresponde mejor con la voluntad de Dios, el más perfecto y económico de los artistas -dijo Copérnico, con algo de pedantería.

Tomó entonces una hoja en blanco, una pluma, una regla, y tardó sus buenos diez minutos en dibujar un gráfico de una extraordinaria elegancia, que mostró después a una Ana deslumbrada:

– Ya ves, si es el Sol el que está en el centro del Universo, y si la Tierra gira a su alrededor en el mismo sentido que los demás planetas pero con una velocidad diferente, todas esas estaciones y retrogradaciones se explican por un sencillo efecto de perspectiva. En realidad, la Tierra se aproxima al punto 1 de un planeta exterior como Marte, lo rebasa en 7 porque va a mayor velocidad, luego se aleja de él hasta 13, y así sucesivamente. Puedes ver tú misma, entonces, que al proyectarse sobre el cuadro fijo del firmamento estrellado, el movimiento aparente de Marte forma nuestro famoso bucle plano.

– ¡Pero es extraordinario, es maravilloso, Nicolás! -balbuceó Ana, con los ojos arrasados en lágrimas.

Era como si en unos minutos y con la ayuda de unos pocos dibujos, quince siglos de astronomía se hubieran evaporado para hacer brotar una nueva flor de una belleza sublime, colgada de su tallo único proyectado hacia el cielo.

En el curso de las horas y los días siguientes, sus respiraciones se juntaron más a menudo, y sus rodillas se tropezaron de forma cada vez menos furtiva. Al cabo de una semana, cuando por fin acabaron el enorme trabajo de revisión y copia, Nicolás se puso en pie, abrió los brazos y gritó, como un estudiante al condiscípulo con el que ha trabajado en la redacción de una fatigosa memoria:

– Un abrazo, compañera.

Su abrazo fue bastante más tierno que el de dos bachilleres.

El Resumen, el Commentariolus, fue enviado a todas partes, a cuantos mecenas, sabios y filósofos contaban algo en Europa. Pronto hubo respuestas entusiastas, que pedían autorización para copiarlo a su vez en beneficio de otras personas escogidas. Era eso lo que Copérnico había exigido: a imitación de Pitágoras y sus discípulos, que se pasaban sus libros doctrinales de mano en mano para no exponerse a la indignación del vulgo, él quería que su obra sólo fuera conocida por sus amigos, o por iniciados amantes de la justicia y la verdad.

Entonces, de Londres a Nápoles y de Suecia a Andalucía, se difundió el rumor de que cierto Nicolaus Copernicus se había atrevido, desde el fondo de Polonia, a colocar el Sol en el centro del Universo y a rebajar la Tierra a la condición de un simple planeta. Otras personas ya lo habían pensado antes, pero ninguna había tenido la osadía de decirlo. Desde aquel momento, en los austeros gabinetes de trabajo de los sabios o bajo el oro de los palacios italianos, se esperaba de él su anti-Almagesto.

El año 1512 empezó bajo los mejores auspicios, con una carta del propio Erasmo, que felicitaba a Copérnico por su Commentariolus y sus epístolas, y lo animaba a ampliar la primera de las dos obras. Desde Florencia, Sculteti le anunció que los Médicis habían recuperado el poder, y que en Letrán se había iniciado un gran concilio al que se prometía llevar a su antiguo discípulo para hacerle participar en la reforma del calendario. Eso significaba la púrpura cardenalicia asegurada. Finalmente, en julio, en Cracovia iban a celebrarse las bodas del rey Segismundo con Bona Sforza, cuyo hermano mayor acababa de recuperar su feudo de Milán. Todas las miradas de Italia iban a centrarse en Polonia, y el astrónomo Nicolás Copérnico muy bien podía ser uno de los principales beneficiarios de esa atención.

Nunca los ujieres que anunciaban la entrada del obispo Watzenrode de Ermland en la sala de audiencias del castillo real habían visto a Lucas tan sonriente y alegre. Por lo general, en público mostraba un semblante severo y un aspecto marcial bastante amedrentador. Durante un mes, se sucedieron las fiestas y los bailes. Lucas tenía motivos sobrados para estar alegre. Había gustado a la joven reina, gracias a su italiano perfecto. Más aún, su doble faceta de hombre de iglesia y de guerrero evocaba para Bona Sforza a muchos miembros de su propia familia. Y para terminar, la orden teutónica le parecía a la reina milanesa una barbarie de otra época, y en cambio el hecho de que un obispado se gobernara como una república era para ella perfectamente normal.

En su condición de secretario, Nicolás asistía a todas las audiencias, a todos los conciliábulos. No por ello olvidaba sus propios intereses, y hacía la corte a todo el que llevara birrete y toga de médico o de profesor. No necesitaba hacerlo, como pudo constatar no sin alguna dosis de vanidad, porque tanto en Cracovia como en las embajadas extranjeras su renombre era ya muy grande.

Tan grande por lo menos como el del secretario particular del rey, Johann Flachsbinder, que había adoptado el nombre latino de Dantiscus por ser nativo de Danzig. Doce años más joven que Copérnico, era hijo de un cervecero y había viajado mucho: después de cursar estudios en Cracovia y de algunas escaramuzas contra turcos y tártaros, había viajado a Grecia y posteriormente a Tierra Santa. Y a Italia, por supuesto, pero también a España. En todas partes, aquel seductor impenitente había coleccionado amantes y bastardos. Además cultivaba la poesía, y había compuesto algunas encantadoras elegías neolatinas que circularon por todas las cortes de Europa. De regreso de sus viajes, Segismundo I le había confiado una embajada ante el emperador Maximiliano, a quien había sabido complacer, y más tarde ante su sucesor Carlos V. Y fue Dantiscus quien condujo con éxito las negociaciones que desembocaron en el matrimonio del rey de Polonia con Bona Sforza.