En otros tiempos y circunstancias, «Copernicus» y Dantiscus podrían haber sido los mejores amigos del mundo. Como entraron en competencia, se detestaron. El astrónomo se hizo más grave y serio que de costumbre, y el poeta más parlanchín y frívolo de lo que podía esperarse de sus funciones de secretario del rey. El uno encontró al otro superficial y engreído, y el otro encontró al primero aburrido y pretencioso, por criticar de ese modo el sistema de Tolomeo.
Un día, ya hacia el final de las fiestas, en uno de los patios del castillo Wawel, Copérnico estaba en plena discusión astronómica con un canónigo de Varsovia que le preguntaba si su nuevo sistema no corría el riesgo de engendrar nuevos epiciclos y nuevas excéntricas que muy bien podrían complicar las cosas en lugar de simplificarlas. Copérnico respondió que eso se vería en la práctica, multiplicando las observaciones y comparándolas con las establecidas por los antiguos. Él mismo se sentía un poco aprensivo y no se atrevía a ir hasta el final de sus cálculos; las observaciones de su interlocutor lo irritaban, aunque procuraba no aparentarlo. Estaban en ese punto de la conversación cuando alguien le dio unos suaves golpecitos en el hombro. Se volvió enojado, como si lo hubieran ofendido. Era el barón Glimski. El canónigo de Varsovia se eclipsó con discreción.
– ¡Barón! Yo le creía…
– Con motivo de su boda, su majestad ha tenido la bondad de indultar a cierto número de presos.
El hombre que había dirigido Polonia atendiendo sobre todo a su beneficio particular, durante el reinado precedente, estaba irreconocible. Su mirada, antes tan penetrante tras la estrecha rendija que dejaban abierta los párpados caídos, se había vuelto blanda. Bajo sus pómulos salientes, el orgulloso mostacho que bajaba hasta más allá del mentón era ahora más ralo y grisáceo. Ahora su voz carecía de la autoridad templada del temible intrigante, y tenía tonos temblorosos y aduladores. Era la voz de un conspirador.
– Reverendo Copérnico -susurró-, debo alertarle de un gran peligro. Hay una conjura para perder a monseñor Lucas Watzenrode.
– Eso no es nuevo -contestó Nicolás, despectivo-. Desde hace treinta años los teutónicos ruegan al cielo día y noche para que el diablo se lo lleve al infierno. De modo que sigue usted conspirando. ¡Seis años de cárcel no le han servido de lección!
– Se lo suplico, créame. La vida de su tío corre un grave peligro. No tiene que permanecer ni un día más en Cracovia. Si quiere seguirme, le daré la prueba.
Nicolás se dejó arrastrar por un largo pasillo oscuro y tortuoso, en cuyo extremo había una pequeña puerta cerrada. Buscó en su cintura el tacto tranquilizador de la empuñadura de una daga, que siempre llevaba consigo. Detrás de aquella puerta, oyó a varias personas que conversaban. Y reconoció el acento bajo alemán característico de Alberto de Brandenburgo, gran maestre de la orden de los caballeros teutónicos. Estaba diciendo:
– Si estás seguro de lo que dices, conviene que todo esté listo para la cena de esta noche. Pero no quiero que haya la menor sospecha. El rey no me tiene en gran aprecio, y aprovecharía la ocasión para matar dos pájaros de un tiro: integrar Ermland en las posesiones reales, y confiscar nuestros bienes.
– Lo sé, gran maestre -contestó uno de sus interlocutores-. Esta noche, ese demonio de Lucas cenará solo, sin el bruto de su bastardo, que irá a rondar las tabernas, y sin el charlatán de su sobrino, que irá a reunirse en la ciudad con otros brujos y alquimistas de su ralea.
– ¿Cómo ha sabido todo eso? -susurró Copérnico.
– ¡Silencio! ¡Escuche!
Al otro lado de la puerta, el hombre, cuya voz reconoció Nicolás como la del viejo consejero al que había curado un absceso en el oído, siguió diciendo:
– Yo respondo de este individuo y de su remedio milagroso. Les he pagado muy caro para ello. El monstruo caerá fulminado. Como es de complexión sanguínea, a nadie le extrañará esa muerte brutal. Tiene más de sesenta y cinco años…, y si por una razón u otra la cosa no funciona esta noche, volveremos a intentarlo mañana, u otro día. Pero sobre todo, es preciso que no se vaya de Cracovia.
– El rey no permitirá que se vaya antes del fin de los festejos -dijo una tercera voz, que a Copérnico le recordó vagamente a alguien.
– Ya ha oído lo suficiente -murmuró Glimski, al oído de Copérnico-. Vámonos, antes de que nos sorprendan.
Cuando estuvieron de vuelta en el patio, Nicolás se dispuso a correr a prevenir a su tío, y Glimski lo retuvo sujetándole por una manga.
– Salve a monseñor. Hágale salir de la ciudad y volver a sus dominios. Sólo estará seguro en Thorn, entre sus amigos de la Liga prusiana. Allí me reuniré con ustedes.
– ¿Para recibir su recompensa?
– La recompensa, como usted la llama, será volver a obtener el favor de su tío, y el suyo. Puedo serle de utilidad en sus ambiciosos proyectos. Pero ahora he de reunirme con ellos, antes de que sospechen algo.
– ¿Con «ellos»? ¿Quiénes?
– Alberto y sus cómplices, desde luego. ¿Cómo cree que estaba informado de esta reunión? Yo formo parte de la conjura, ya ve.
Cuando Nicolás hubo acabado de contar lo sucedido a Lucas, éste permaneció pensativo durante largo rato. Luego dijo:
– Algo no cuadra en esa historia. ¿Por qué Glimski quiere ayudarnos ahora? ¿Cree que venceremos? Tal vez, después de todo, pero… ¡Qué extraña coincidencia! Que te permita escuchar así a Alberto en el preciso momento en que disponía los últimos preparativos, me parece un poco raro.
– De todas las maneras, tío, no puede quedarse. Si es cierta esa historia del veneno, corre un peligro mortal en todo momento y en cualquier lugar donde esté. Nos es imposible saber en tan poco tiempo quién será su asesino, entre una servidumbre de una cincuentena de personas. Y si se trata de una trampa, dispondrá de todo el viaje de vuelta, y de mí aquí en Cracovia, para intentar desmontarla. Cuento en este lugar con amigos que podrán informarme. ¿Y quién desconfiará de un humilde canónigo, un poco curandero y con la cabeza perdida en las estrellas?
– Sin duda tienes razón, Nicolás. Está claro que has aprendido más de tu amigo Maquiavelo que de los mejores profesores boloñeses de derecho canónico. Voy a despedirme de su majestad con el pretexto de algún problema inventado en el capítulo de Frauenburg. Y le confiaré a mi secretario particular, que sabrá contarle las maravillas de la Luna y del Sol.
Una hora más tarde, el numeroso cortejo del obispo de Ermland abandonaba Cracovia, al mismo tiempo que Nicolás Copérnico se dirigía a su antigua universidad para dar allí una conferencia sobre astronomía.
Durante los diez días siguientes, habló de sus teorías a todas horas con la reina, el rey, los embajadores, el alto clero y la élite de la aristocracia polaca. La mayor parte de ellos eran profanos en la materia, de modo que les habló más como poeta que como filósofo de la naturaleza.
– No me avergüenzo de declarar -decía a menudo como preámbulo- que la órbita de la Luna y el centro de la Tierra trazan en un año alrededor del Sol una gran órbita cuyo centro es el Sol. El Sol está inmóvil, y es posible explicar todas las apariencias mediante el movimiento de la Tierra…
A veces le preguntaban por qué, si la Tierra giraba sobre sí misma, los bosques, las montañas, el mar y los seres vivos no salían despedidos como los granos de arena adheridos a un trompo. Respondía entonces que la velocidad de la rotación, así como la de la órbita alrededor del Sol, eran tan armoniosas y estaban tan bien calculadas por el gran Arquitecto que eso no podía producirse. Y a los más cultos, a los que no satisfacía esa respuesta, les precisaba: