– Pero si, como creía Tolomeo, fuese la esfera de las estrellas la que girara en veinticuatro horas alrededor de la Tierra, ¿no sería la dispersión que usted teme mucho más alarmante para las estrellas lejanas, al ser su movimiento infinitamente más rápido? En ese caso, cuanto más aumentara el radio, más veloz sería el movimiento, como en un inmenso tiovivo, y el radio y la velocidad crecerían juntos hasta el infinito. Entonces el cielo no tendría límites. Ahora bien, lo que es infinito no puede pasar ni moverse; ¡luego el cielo es inmóvil!
Otros, que recordaban haber leído en sus estudios de juventud a Sacrobosco o algún otro comentario simplificado de Tolomeo, argumentaban que si se deja caer una piedra desde lo alto de una torre, cae en vertical y no hacia el oeste, como sucedería si la Tierra girase de este a oeste.
– Es el clásico argumento de Aristóteles -contestaba Copérnico con aplomo-. Pero ni él ni tampoco usted se percatan de que la piedra, como el aire que la envuelve al caer, participa en el movimiento de rotación de la Tierra…
Un día, un obispo que tenía algunos conocimientos de astronomía, señaló que si Copérnico tenía razón, si viajáramos de esa manera alrededor del Sol, tendríamos que ver moverse las estrellas fijas a medida que la Tierra se desplazara, por un sencillo efecto de perspectiva. Encantado al oír una objeción tan pertinente, Copérnico explicó:
– No necesariamente, monseñor, porque el radio de la órbita terrestre, por grande que sea, no es nada en comparación con el de las estrellas fijas. Así, cuando vamos en coche por un camino flanqueado por árboles, o cuando contemplamos la orilla desde un barco que avanza siguiendo el curso de un río, vemos cambiar la posición de los árboles por el efecto de la perspectiva, porque los árboles están cerca. Pero las montañas del horizonte no se mueven, porque están demasiado lejanas para que el cambio de perspectiva sea perceptible. Lo mismo ocurre con cada signo, cada clavo dorado prendido del firmamento.
En otra ocasión, unos clérigos escrupulosos afirmaron que aquello iba contra las Sagradas Escrituras: ¿cómo, en efecto, habría podido Josué detener el curso del astro del día, si éste estaba inmóvil en el centro de todas las cosas? Era una pregunta peligrosa, que Copérnico eludió con una broma que puso de su lado a los espectadores: se excusó por no ser más que un mal exegeta de la Biblia, y añadió que sin duda había que ver en aquel pasaje una profunda reflexión sobre la omnipotencia divina.
Al oírlo, su auditorio se preguntaba en qué tiempo y en qué estación vivían, y cuando le preguntaban por la razón y la necesidad de un cambio semejante, Copérnico, que aún no había adquirido la prudente reserva que dispensa la edad, y que tenía también en mente los cataclismos recientes que habían producido en la geografía terrestre los descubrimientos recientes de los Colón y los Vespucio, respondía orgulloso:
– ¿Qué razón, qué necesidad queréis? ¡Nadie debe asombrarse, puesto que con el nuevo siglo nos ha venido una nueva faz del mundo!
En pocas palabras, Copérnico estaba de moda, y aquello le encantaba.
La delegación de los caballeros teutónicos había abandonado con discreción la capital, poco tiempo después de la marcha del obispo Lucas. En cuanto a Glimski, había desaparecido. ¿Se habían dado cuenta sus cómplices de su traición? Nicolás estaba inquieto. Tal vez su tío estaba aún en peligro, mientras él discurseaba delante de galantes caballeros y bellas damas. Luego olvidó el asunto, diciéndose que la conjura había fracasado gracias a él.
Aquel año de 1512, que habría tenido que ser el más luminoso de su vida, fue el más nefasto. Una noche, cuando dormía en la residencia de su tío, un criado entró a despertarlo. Se vistió intentando no despertar a Ana, que dormía a su lado. En el salón lo esperaba Sculteti con una cara en la que se reflejaba la tragedia. En tanto que legado de Ermland ante la república de Florencia, había asistido a las ceremonias y luego se había marchado en compañía del obispo Lucas. En las conversaciones que había sostenido con él, Nicolás se había percatado de la verdad de la afirmación de su tío de que el canónigo era mucho más inteligente y erudito de lo que su obesidad dejaba adivinar. Y su antiguo preceptor, antes despreciado, se había convertido en un amigo. Cuando Nicolás entró en la sala, Sculteti se puso en pie, pero en seguida volvió a hundirse en su sillón y, con la cabeza en las manos, empezó a sollozar. Copérnico comprendió. Apretó los dientes; Lucas no habría llorado, y Nicolás sería tan fuerte como él.
– ¿Cómo ha sucedido? -preguntó, con una voz tal vez demasiado firme.
La pregunta fue formulada en un tono tan autoritario que el desconsolado canónigo se sobresaltó: había creído oír al obispo en persona. Suspiró y contó:
– Habíamos llegado ante las puertas de Thorn. Hacía un calor infernal. Como de costumbre, la ceremonia de la entrega de las llaves se hacía interminable, y el burgomaestre seguía y seguía con su discurso. Siempre el mismo, ya sabe…
Los dos hombres no pudieron evitar una sonrisa.
– Y como siempre, monseñor se impacientaba. Como siempre, pidió una copa de tokay muy frío mezclado con malvasía. Inmediatamente después de haberlo bebido de un trago, a su manera inimitable…
Sculteti hizo el gesto de un hombre bebiendo a chorro. Luego, el recuerdo le arrancó un sollozo. La imagen de Lucas bebiendo se había fijado en su memoria.
– Siga, por favor -dijo Copérnico en tono paternal.
– Inmediatamente después, se retorció con fuertes dolores de vientre.
– ¿Quién le sirvió la bebida?
– Su nuevo boticario. Interrogamos sin contemplaciones a ese individuo, y no costó nada hacerle confesar que había sido él quien puso el veneno en la copa. Ese canalla es un italiano, del séquito de la reina…
– ¿De la reina de Polonia? ¿De Bona Sforza? ¿Quién lo contrató?
– El administrador, como de costumbre, por recomendación del capellán de monseñor Lucas. Y ahí está la clave del asunto: fue Glimski quien presentó el boticario al capellán.
– ¡Ese imbécil! -gritó Nicolás.
– ¿Quién, Glimski?
– No, el capellán. Y yo no soy más que un burro pretencioso. Soy peor que ese necio. Mi deber de secretario y de médico era evitar que ocurriera una cosa así. ¡Soy un criminal! ¡He matado a mi tío! -Entonces, sin poder contenerse, Nicolás se derrumbó a su vez y gritó, entre sollozos-: ¡Soy un criminal, un imbécil criminal!
Sculteti puso sus manecitas regordetas sobre los anchos hombros de su antiguo discípulo y murmuró:
– Nicolás, amigo mío, eso es falso, usted no tiene ninguna culpa. Quítese esa idea de la cabeza, o le matará. Además, las últimas palabras de monseñor, antes de entregar su alma a Dios como buen cristiano, fueron para usted. Nunca un padre ha hablado con tanta ternura de su hijo. Me dijo: «Sculteti, mi fiel compañero, marcha a Cracovia de inmediato. Revienta tantos caballos como sea necesario. Llévate contigo lo más pronto posible a mi sobrino, por la fuerza si es necesario, a Frauenburg. Sobre todo, prohíbele que pida justicia al rey. Se perdería, porque es posible que la reina esté implicada en mi muerte. Mi desaparición no tiene importancia, pero la suya, Sculteti, la suya sería una calamidad para el mundo, para el porvenir, para la humanidad. ¿Sabes a quién has enseñado el latín y el álgebra, Sculteti? Al mayor genio de su época. Y yo, ah, maldito sea yo, junker obtuso, le he arrastrado a mis sórdidas intrigas, a mis querellas ridículas en lugar de dejar que se abriera la flor más bella de los tiempos modernos, esa flor única de verdad. Sálvalo, Sculteti, y álzalo hasta el panteón del siglo, a plena luz. Márchate ahora, y di a ese pícaro que le he querido más que a nadie en este mundo, y que ha sido mi único orgullo.»