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«Ese pícaro…» Incluso en la agonía, Lucas no podía dejar de ver a su sobrino, que pronto iba a cumplir los cuarenta, como un niño. Nicolás no supo si debía enternecerse o bien irritarse por última vez. Y de pronto, un relámpago iluminó su mente: ¡la voz! La tercera voz, además de la de Alberto y su viejo consejero, era la del secretario de Segismundo I, aquel Johann Flachsbinder que se hacía llamar Dantiscus; ahora estaba seguro. ¡El rey y la nueva reina de Polonia eran cómplices del asesinato!

– Nicolás, se lo ruego, obedezca las últimas voluntades de su tío. Vámonos, ahora. La señorita Ana se reunirá con nosotros en Frauenburg, donde le espera el alojamiento que le corresponde como canónigo. El bravo Radom espera en la puerta. A pesar de toda la veneración que siente por usted, es capaz de dejarle sin sentido de un golpe y llevarlo a la grupa de su caballo.

– Dudo que pudiera hacerlo -respondió Nicolás, jactancioso-. Pero obedeceré. Dadme tres horas. Tengo una cita importante a la que no quiero faltar.

– ¿Qué cita?

Copérnico fue hasta la ventana, la abrió y llamó:

– Entra, viejo Radom, tenemos que hablar.

El gigante, que le había servido en otro tiempo de guardaespaldas, entró bajando maquinalmente la cabeza, aunque el dintel de la puerta estaba a una altura suficiente para que no se golpeara al entrar la punta del cráneo brillante como un espejo.

– Radom, por una vez vas a servirme de algo. Quieres vengar a monseñor, ¿no es así?

– Sí, amo. Si encuentro al infame Glimski, lo aplastaré, así.

Y Radom hizo chocar una contra otra las palmas de sus enormes manazas. Era la primera vez que Copérnico le oía pronunciar tantas palabras seguidas detrás de su bigote caído.

– Pues bien, Radom, figúrate que sé dónde se esconde esa basura. Me han dicho que duerme en un albergue que mi hermano y yo visitamos en cierta ocasión, hace tiempo.

– Iré solo. No debe usted correr ningún riesgo, mi amo. Es lo que ha ordenado monseñor.

– Monseñor ha muerto, ahora soy yo quien manda.

Radom indicó, con un gesto de su cabezón, que aceptaba.

– Pues bien, yo también voy -exclamó Sculteti-. ¿No pensará que voy a quedarme a esperarle aquí, haciendo ganchillo?

Por toda respuesta, Copérnico dirigió una mirada dubitativa a la oronda panza del secretario de Giovanni de Médicis. Éste enrojeció de furia y clamó, dándose una palmada en el vientre:

– ¡Cómo! ¡Esto no está vacío, es puro músculo! Y créame que a mis cincuenta años sé todavía manejar esta daga mejor que nadie. La heredé de mi padre.

¡Cincuenta años! Nicolás hizo un rápido cálculo: entonces, Sculteti no tenía más que veinte años cuando su tío lo tomó como preceptor de sus sobrinos. ¡Y pensar que Andreas y él, los dos «picaros» de quince años, le habían tomado por un viejo! Andreas… ¿Dónde estaba? En Roma, sin duda, adonde había obtenido la autorización de viajar para buscar remedio a su enfermedad. «Ahora soy huérfano de verdad -se le ocurrió de pronto-. Pero a mi edad, esa palabra resulta ridícula.»

Los tres jinetes bajaron en dirección al río. Arriba, en aquella noche cálida, un cielo brillante hacía juegos malabares con las estrellas errantes. En las garitas del puente del Vístula, los centinelas no les cerraron el paso: en aquellos días de fiesta, era frecuente que los señores del castillo salieran también a correrla, ¿no era natural? Y además, la bolsa que les lanzó Copérnico les pareció bastante pesada. Cuando estuvieron en la ciudad baja, Radom le tendió un frasco:

– Beba esto, amo. En esta clase de negocios, vale más que todas sus medicinas.

«Este chico se está convirtiendo decididamente en un charlatán -pensó Copérnico mientras echaba un trago de un aguardiente áspero que hizo que las lágrimas asomaran a sus ojos-. Habrá que llamarle al orden, en Frauenburg.»Lo que en otro tiempo fuera el burdel El Ramo de Violetas había cambiado nombre. Ahora se llamaba La Paloma de Milán, en honor a la nueva reina de Polonia. Pero encima de la puerta oscilaba el mismo farol rojo. Las mejillas de Nicolás ardían cuando se apeó de un salto de su montura. Su diagnóstico fue que el aguardiente no era la única causa de su excitación. Con sus dos compañeros pisándole los talones, llamó repetidamente a la aldaba. La mirilla se abrió y dejó ver una cara amarillenta.

– Está completo -gritó el hombre de la puerta.

Y la mirilla se cerró de golpe. Radom apartó con suavidad a su amo, y sus puños formidables empezaron a golpear la puerta claveteada. La mirilla volvió a abrirse, pero antes de que el hombre pudiera pronunciar una palabra, con un gesto veloz Radom le cogió la nariz entre el pulgar y el índice. «¡Caramba! Es zurdo», pensó Copérnico.

– ¡Ábrenos, carroña, o te arranco la napia!

Chirriaron los cerrojos. Con el hombro, Radom empujó la puerta, que arrastró al patrón y lo aplastó contra la pared. Los tres hombres entraron. En la sala común no había más que cuatro clientes que toqueteaban a unas muchachas, cuyos falsos gorjeos se convirtieron de pronto en gritos estridentes, ante la irrupción. Y en el fondo, en un rincón, el barón Glimski se levantó de su sillón con un empujón brutal al mancebo que lo abrazaba. Las mujeres y el bardaje se refugiaron debajo de las mesas, entre chillidos. Los aceros salieron de sus vainas, salvo el de Radom, que avanzó imperturbable hacia los dos soldados que les cerraban el paso, cogió las hojas de sus espadas en las manos y se las quitó como arranca una cocinera las plumas de una gallina. Luego agarró sus cabezas e hizo chocar tres veces sus cráneos, el uno contra el otro. Los dos hombres se derrumbaron. Sculteti, entre tanto, olvidó la famosa daga que tanto había elogiado, y como una gran bala de piedra proyectada desde la boca de una bombarda que tuviera por nombre Adamastor, se lanzó sobre su adversario, una especie de rata de alcantarilla, seco y nervioso, que enarbolaba un sable y un gran cuchillo. Los dos hombres chocaron. Sculteti aplastó con su masa a su enemigo hasta ahogarlo, y luego se levantó con la gracia de un elefante y le hundió la daga en el corazón.

Mientras, Copérnico luchaba contra el cuarto guardia de Glimski, una especie de espantapájaros flaco y peludo que le recordaba a su maestro de armas, uno de los más famosos de Bolonia. El otro se defendía como podía contra aquel asalto poco ortodoxo pero impetuoso. Parada, finta, tercia, cuarta, las espadas se enredaron y la del espantapájaros salió volando y fue a clavarse en las tablas grasientas y mal ensambladas del suelo. El sicario cayó de rodillas y pidió gracia. Tal como lo exigen las reglas, su vencedor le puso la punta de la espada al pecho. Incluso lo habría saludado si Radom no se hubiera interpuesto y no hubiese rebanado el pescuezo del desventurado con un simple gesto, el de un campesino que corta el tallo de una alcachofa en su huerta. La sangre brotó como de una fuente y salpicó las botas del astrónomo.

Sólo quedaba Glimski. Estaba en pie, con los brazos cruzados, al fondo de la sala. Su rostro extraño recordaba a Nicolás de forma irresistible el del gran Kan, tal como lo había imaginado cuando leyó de niño El libro de las maravillas, de Marco Polo.

– Estoy esperando, señores. Acaben su trabajo -dijo, con una voz que no temblaba.

Copérnico y Sculteti se miraron, indecisos. ¿Qué había que hacer? Entonces se alzó, como un gruñido terrible, la voz de Radom:

– Salid los dos, salid, amos. Es trabajo mío, no vuestro.

Con un estremecimiento de pánico, Nicolás y Bernard huyeron del burdel, casi a la carrera. Cerraron la puerta detrás de ellos y esperaron. De súbito, oyeron un grito espantoso, luego otro, luego un tercero aún peor. Un silencio eterno. En lo alto, una estrella fugaz desgarró el cielo. Por fin apareció Radom y cerró con cuidado, con cierta compunción solemne, la puerta a su espalda, tal como sólo sabe hacerlo el más devoto de los criados.