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La sala de audiencias real estaba cubierta de tapices y de cuadros inmensos que representaban, con mucho realismo, las victorias de la dinastía Jagellon sobre los otomanos, los húngaros, los moscovitas y los caballeros teutónicos, pero también y sobre todo la conversión al cristianismo del primero de ellos, Ladislao II. Se le veía renunciar al paganismo, o tal vez a la herejía de Arrio, arrodillado delante de san Estanislao, que colocaba sobre sus sienes la triple corona de Polonia, Hungría y Lituania.

En cambio su hijo, Casimiro IV, estaba presente en carne y hueso. Era un vejete bonachón sentado con negligencia en el trono, que miraba al obispo de Ermland mientras éste se prosternaba ante él para rendirle pleitesía. Luego, el rey ayudó con familiaridad a incorporarse a Lucas, le tomó del brazo y lo condujo a una sala más pequeña, en la que habían dispuesto una mesa colmada de manjares muy apetitosos para un estómago de dieciocho años que no había recibido nada desde el amanecer. El rey tomó asiento, invitó a Lucas a hacer lo mismo a su lado, y luego, alzando la mirada hacia los tres jóvenes, dijo:

– Sentaos, hijos míos, debéis de tener mucha hambre. Pero dime, obispo, ¿estos mocetones han salido de tu báculo? ¡Tres bastardos! ¡Bonita manera de guardar tus votos! ¿Pretendes hacer sombra a Su Santidad Inocencio VIII, que ha ido sembrando retoños por toda Italia y distribuye generosamente entre ellos la púrpura cardenalicia?

– Dios me guarde de ello -respondió Lucas, entre risas-. De los tres, el único que es hijo mío es Philip, ese grandullón que intenta inútilmente que le crezca una sombra de bigote. Tiene aptitudes de político el muchacho, y algún día podrá ser útil a Polonia.

Los otros dos son mis sobrinos, y me hice cargo de ellos al morir su padre, Nicolás Copérnico. Ese es el mayor, Andreas, y veo que no ha esperado vuestro permiso para empezar a devorar. ¡Andreas! Cuántas veces te he dicho…

– ¡Déjalo, obispo, déjalo! Yo mismo tengo cinco chicos, y puedes creerme que no se andan con filigranas a la hora de zamparse cualquier cosa. ¿Y el otro?

– ¿El otro? ¡Ah, es Nicolás! ¡Nicolás el sabio, Nicolás el artista! Maneja bien los pinceles, majestad, podéis creerme. Y además sabe luchar con los puños o con la espada tan bien como su tío. Un futuro obispo, tal vez…

– Muy bien, Nicolás, dime entonces -preguntó el rey, con una familiaridad brusca y un tanto cuartelera-, ese nombre, Copérnico, me recuerda algo… ¿No es el de una de mis villas, que tiene minas de cobre muy ricas?

Nicolás enrojeció, se mordió los labios para darse ánimo, y decidió en un instante que lo mejor era entrar en el juego y contestar en un tono ligero, como si se dirigiera a un abuelo y no a un monarca:

– Vuestra majestad conoce su inmenso y poderoso reino tan bien como un campesino su pequeña parcela. Por lo que sé, en Copérnico hay enormes yacimientos de cobre, pero el mineral no supone la fortuna para quienes lo arrancan de una tierra ingrata. Y por desgracia, Copérnico no es tampoco una de vuestras ciudades más bellas. No es más que una aldea con cabañas de troncos y habitantes que visten harapos.

– No obstante, un metal tan rico tendría que haberles dado prosperidad -observó el rey con un tono ligeramente cínico.

– Y, sin embargo, majestad -respondió Copérnico sin desconcertarse lo más mínimo-, no ha aprovechado más que a unos pocos. Entre ellos a mi abuelo, que tomó el nombre de su aldea natal, como era costumbre, y que fue a instalarse en Cracovia. Cuando su hijo, es decir, mi padre, alcanzó la mayoría de edad, marchó a su vez a Thorn, a ocuparse en batallar más que en negocios. Junto a mi tío, monseñor Lucas, consiguieron rechazar valerosamente a nuestros enemigos hasta sus lejanas tierras del poniente.

– Yo estuve allí, muchacho, yo estuve allí también -replicó el rey, impaciente por concluir-, y conocí a tu padre. Un bravo. Como sigue siéndolo nuestro querido Lucas. ¿No es cierto, obispo?

¿Pero qué quieres decirme, con esa historia del cobre? Come un poco antes…, bebe un vaso…

– El cobre, majestad, es la fortuna de Polonia, pero tal vez también su desgracia. Al parecer la plata se evapora en la aleación con la que se acuñan los zlotys, y…

– Alto, Nicolás, mi joven amigo -le interrumpió el rey-, te estás aventurando en arenas movedizas. A tu tío, que no tiene precisamente un carácter débil, no le faltan enemigos en su obispado y del otro lado de sus fronteras. Si añades a ellos a los orfebres y a los acuñadores de moneda, no doy gran cosa por su futuro. Ah, obispo, a propósito, tengo que hablar contigo ahora mismo a solas… No os levantéis, chicos, y seguid comiendo.

El viejo monarca se puso en pie, tomó a Lucas del brazo, y se lo llevó a una estancia vecina cuyas paredes conocían, sin duda, muchos secretos de Estado.

En los numerosos claustros de la Universidad Jagellon soplaba un viento de libertad, por más que los estudiantes hubieran de ir vestidos con una austera sotana negra con alzacuello blanco y bonete cuadrado del que colgaban unas cintas cuyo color indicaba el grado. Pero, tan pronto como sonaba la campana del final de las clases, los más ricos de entre ellos, hijos de grandes señores, corrían a la taberna instalada en la otra acera de la calle, donde les esperaban ropajes más atractivos. Salían entonces de las murallas hacia los barrios exteriores y hacía delicias que les habrían valido ser fulminados por sus profesores de teología. Entre los muros del colegio Maius únicamente se hablaba el latín y el alemán de Nuremberg. Fuera de ellos, prevalecía el polaco.

La acogida reservada por el rey Casimiro al obispo de Ermland y a sus tres protegidos se había difundido rápidamente por la capital y el colegio. Pero eran demasiados los estudiantes hijos de linajes más ilustres que el de los Copérnico y el bastardo de un Watzenrode, burgueses que olían aún a los pantanos prusianos de los que procedían. De hecho, los tres jóvenes de Thorn tenían un aspecto bastante rústico: al abrigo de las espesas murallas de su villa natal, su preceptor Bernard Soltysi apenas se había preocupado de inculcarles los modales refinados de la corte real.

Felizmente, como siempre sucede, acabaron por confundirse con aquella masa estudiantil. El resto lo hicieron el encanto y la seducción de Andreas, la fuerza física de Philip y sobre todo la facilidad y la rapidez con las que Nicolás, el más joven del trío, lo comprendía todo sin mostrar la menor arrogancia. No había en él nada del «buen alumno», del empollón pálido aislado en su rincón. Por el contrario, formaba parte de todas las alegres juergas ciudadanas, de todos los banquetes tabernarios. Tenía una gran habilidad dibujando al carboncillo y divertía a sus condiscípulos trazando en una esquina de la mesa su retrato o el de los profesores, convertidos en animales de granja.

La vida estudiantil en el colegio Maius de Cracovia no tenía, por consiguiente, nada que envidiar a la de las demás universidades del mundo. Nicolás disfrutó de ella, pero sobre todo disfrutó de las lecciones de un prestigioso profesor en artes liberales, Albert de Brudzewo, que en el curso de una larga estancia en Italia había conocido a Lorenzo el Magnífico, Marsilio Ficino, Pico della Mirandola y Leonardo da Vinci, había traducido muchas obras del griego, del árabe o del hebreo al latín y después al polaco, y mantenía una abundante correspondencia con los mayores talentos de Europa, dispuestos todos ellos a liberar al viejo mundo de las trabas de las edades oscuras a fin de hacer renacer la armoniosa belleza de la sabiduría de los antiguos.

Brudzewo, autor también de varias obras matemáticas, se dio cuenta muy pronto de las prodigiosas aptitudes de Nicolás en ese terreno, y de su vivo interés por aprender. Decidió darle clases particulares y le recomendó muchos libros que no tenían la menor relación con el derecho canónico. Un derecho canónico que Nicolás descuidaba sobremanera. Había asimilado muy pronto la dialéctica de la filosofía escolástica, que encontraba tan pesada en la forma como pueril en el fondo. Pero era necesario pasar por ella para obtener una sinecura, con la ayuda del tío Lucas, que le permitiría ser el continuador de su maestro Brudzewo en la búsqueda de los saberes antiguos y el descubrimiento de los nuevos.