– Ya está -dijo en tono plácido-. Es hora de marcharnos. Sin pretender daros órdenes, mis amos.
VII
Hacía mucho tiempo que el capítulo de los dieciséis canónigos de Frauenburg no se reunía en pleno en la catedral. Con ocasión de la misa fúnebre en memoria del obispo Lucas Watzenrode, fue convocado incluso Andreas Copérnico, después de cuatro años más pasados en Roma para, según decía, hacerse cuidar. Más de uno había esperado que no volviese nunca. Pero Nicolás se había sentido obligado a comunicarle la muerte de su tío, en una larga carta enviada a la dirección del amigo alemán con el que vivía en Italia su hermano mayor.
Al llegar a Frauenburg dos meses después de su hermano, Andreas no se tomó la molestia de hacerle una visita y se instaló en la casa de campo a la que su cargo le daba derecho. Pero en esta ocasión, ya no pudo rehuirlo por más tiempo: el capítulo tenía que reunirse para redactar la lista de tres nombres que sería propuesta al rey de Polonia para que él eligiera el sucesor del obispo de Ermland. Y, sin embargo, Andreas se retrasaba, su sillón seguía vacío…
Los debates no se alargaron. Todo estaba arreglado desde hacía mucho tiempo. El nombre de Nicolás Copérnico ocupó el primer lugar, seguido por el de un antiguo caballero teutónico que había causado un gran revuelo al abandonar la orden y vivía pacíficamente, retirado en sus posesiones. Se sabía de cierto que el rey lo rechazaría. El tercer nombre era el de Tiedemann Giese, el benjamín de los canónigos de Frauenburg. Nicolás lo había conocido en Ferrara. Fue él quien lo recibió allí con tanto entusiasmo. Y cuando, una vez terminados sus estudios, había regresado a su ciudad natal de Danzig, Nicolás había conseguido que Lucas lo nombrara canónigo.
El capítulo se disponía a aprobar esa lista y enviar a Bernard Sculteti, cuyo talento como negociador estaba más que demostrado, a Cracovia, ante el rey. En ese momento la puerta se abrió con violencia, y en el umbral apareció un hombre doblado en dos que se apoyaba en un bastón, con la parte inferior del rostro tapada, que se puso a gritar con voz temblorosa:
– ¿No os ha bastado el tío? ¿Ahora queréis enviar a la muerte al sobrino?
Sólo entonces, Nicolás reconoció a Andreas. Iba a ponerse en pie para abrazarlo, pero Sculteti, que estaba a su lado, le retuvo cogiéndole de la manga.
– No te muevas, sobre todo. No es a ti a quien toca intervenir, sino al abad. Y haz exactamente lo que yo te diga.
El abad canónigo, el único que tenía derecho a celebrar la misa, se levantó y, señalando al intruso con un largo dedo huesudo, rugió con una voz de trueno:
– Te hemos advertido muchas veces, Andreas Copérnico, que si volvías a empezar con tus escándalos y tu mala conducta, nos veríamos obligados a deshacernos de ti. Ha sido únicamente en consideración a monseñor por lo que autorizamos ese último viaje a Italia para que pudieras recibir tratamiento.
– Y ahora que ha muerto -se burló Andreas-, tenéis las manos libres, queridos señores, para deshaceros de su familia, ¿verdad?
Todo el capítulo empezó a gritar: -¡Fuera, leproso! ¡Al lazareto!
Nicolás se levantó como un resorte, dispuesto a lavar con sangre la injuria hecha a su familia. Sculteti le hizo sentarse de nuevo, y le dijo al oído:
– Te lo contaré todo más tarde. El mal de Venus ha consumido su razón. Y monseñor Lucas tuvo que recurrir a toda su autoridad para que tu hermano no fuera expulsado ignominiosamente. Pero Andreas tiene razón en una cosa, y es que, ahora que vuestro tío ha muerto, van a desquitarse.
– Cuando desaparece el pastor, las ovejas ya no obedecen a los perros -dijo Copérnico con una risa amarga.
– Exactamente. Así pues, si quieres el obispado, vas a tener que sacrificar a tu hermano.
Se puso en pie otro canónigo, un petimetre pretencioso, para reclamar que tuviera lugar de inmediato el proceso de Andreas, y así acabar de una vez con la relajación de la etapa anterior.
– ¿Quién es ese fatuo? -preguntó Copérnico a Sculteti.
– Alejandro Soltysi. No eres el único que tiene un hermano, por desgracia. El tuyo es un depravado, el mío un imbécil.
De pronto, Andreas se derrumbó y quedó tendido en el suelo boca abajo, con los brazos en cruz. Se hizo el silencio. Sculteti susurró rápidamente al oído de Copérnico:
– Sácalo de aquí, y escóndelo en algún lugar. Los demás no comprenderían que no hagas nada.
Nicolás se acercó a su hermano, se inclinó sobre él y murmuró un «Vamos, ven, es hora de volver a casa» como en la época de su infancia, en Thorn, cuando él era ya el prudente, y su hermano mayor el loco. Andreas se puso de rodillas con esfuerzo. Nicolás le tomó de la mano espantosamente flaca, lo ayudó a ponerse en pie y se lo llevó fuera de la catedral, estrechándolo en sus brazos. Ya fuera, ordenó al cochero de su carroza que corriera hasta su casa para confiar el enfermo a la señora Ana Schillings, su ama de llaves. Luego volvió a la amplia y oscura sala del capítulo, en la que los restantes catorce canónigos mantenían una discusión muy animada que dejó paso a un silencio avergonzado cuando reapareció él. A pesar de las miradas implorantes de Sculteti, decidió romper ese silencio:
– Gracias a vuestra benevolencia, he tardado demasiado tiempo en ocupar mi lugar entre vosotros. Pero, durante todo el tiempo que he pasado junto a monseñor el obispo de Ermland, nunca he dejado de defender en la corte de Polonia los intereses del capítulo de Frauenburg, del mismo modo que nuestro colega Sculteti los defendía en Roma. Sin embargo, en mi interior siento en estos momentos una voz terrible que me dice: «Caín, ¿qué has hecho con tu hermano?»-Amén -dijeron a coro los catorce canónigos restantes.
– Comparto vuestro dolor y vuestro malestar. Lo asumo enteramente. Os prometo que nuestro desventurado Andreas no volverá a aparecer en el capítulo, ni en la ciudad.
– Eso sería demasiado fácil -intervino uno de los canónigos, que tenía el cargo de tesorero-. ¿Seguirá percibiendo Andreas Copérnico sus beneficios, muebles e inmuebles, sin rendir nunca cuentas? Es más, antes de su marcha a Roma le habíamos confiado mil doscientos florines de oro. ¿Qué ha hecho con ellos?
– Me los entregó, y ya he explicado al capítulo el uso al que los he destinado -respondió Sculteti.
Nicolás reprimió con esfuerzo una sonrisa. El papa Julio II agonizaba, y el protector de Sculteti, el cardenal Giovanni de Médicis, necesitaba muchos aliados en la curia para poder sucederle. Mil doscientos florines de oro nunca sobraban.
– El hecho -intervino el hermano de Sculteti- es que el leproso seguirá cobrando sus prebendas y beneficios.
– Os recuerdo que suspender su cobro es competencia exclusiva de la sede apostólica -intervino Tiedemann Giese, cuyo doctorado en derecho era mucho más reciente que el de sus colegas.
– Muy cierto, y nuestro próximo obispo formará parte de ella.
La alusión era clara: el próximo obispo en cuestión podía muy bien ser el «hermano del leproso». Era preciso jugar fuerte.
– Muy bien, pues que se retire mi nombre de la lista -dijo Copérnico, en tono quejumbroso y lleno de devoción-. El reverendo Alejandro Soltysi sabrá sin duda defender mejor que yo mismo a Ermland contra las huestes teutónicas.
Había dado en el clavo. Algunas risas burlonas mostraron que el hermano del representante del capítulo en Roma no era tenido en gran estima. El abad cortó la discusión: Andreas no podría disponer de su beneficio ni de la casa en la ciudad, ni de su servidumbre, ni de una de las dos casas de campo. Sin embargo, se le dejaría la otra casa con la servidumbre estipulada por el capítulo: dos criados y tres caballos. Para mantenerlos, se le pasaría una pensión equivalente a la décima parte de lo que cobraba hasta ahora, lo que era ya muy generoso. Su suerte definitiva la decidiría la sede apostólica, una vez que formara parte de la misma el nuevo obispo de Ermland.