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– ¡Pues bien! -dijo Copérnico a Sculteti, mientras paseaban del brazo, a la vista de todos, por la calle mayor de Frauenburg-. Para ser mi primera aparición en el capítulo, no puede pedirse más: no he parado de hacer amigos.

– Amigos, desde luego que no. La amistad no es un sentimiento que abunde aquí. En cambio, los has domesticado. La jauría de perros ha conocido a su nuevo amo. En cuanto a mi hermano Alejandro, no te inquietes. Ladra, pero no muerde. Y es que ha cometido, y comete aún, un buen número de estupideces. Sus parroquianos no lo han visto tanto como las prostitutas del puerto. Me voy tranquilizado, querido amigo. No volveremos a vernos en mucho tiempo, porque en cuanto el rey nombre al nuevo obispo, no puedo prometerte nada, no esperes demasiado, me iré a Roma. Cuando Segismundo I dé a conocer su decisión, te enviaré un correo para que lo sepas antes que los demás.

Una de las dos casas de campo estaba situada a media jornada a caballo de Frauenburg, sobre un cerro que dominaba la villa fortificada de Mehisack, cuya jurisdicción correspondía al canónigo Nicolás Copérnico. Cuando cruzó el puente levadizo de su mansión, encontró a sus criados y campesinos agrupados en el patio. Pero le volvían la espalda. Se apeó del caballo y Ana corrió hacia él, llorando, y se echó en sus brazos:

– ¡Nicolás, Nicolás, es horrible!

Se libró sin contemplaciones de aquel abrazo inconveniente, delante de tantas miradas indiscretas.

– ¿Qué ocurre?

Ella señaló la cima del torreón. Allí arriba, sujeto por una cuerda, oscilaba un cuerpo. Andreas acababa de ahorcarse.

Nicolás Copérnico nunca fue obispo de Ermland. El rey Segismundo I decidió otra cosa. Contrariamente a la costumbre, no tuvo en cuenta a ninguno de los tres nombres propuestos por el capítulo y optó por un cuarto nombre, uno de sus leales, miembro de la elite de la nobleza polaca. De ese modo daba a entender que el obispado perdería su estatuto ambiguo en el que se confundían los intereses de la Iglesia y los de la Liga prusiana, alejándose cada vez más de la corona hasta convertirse, de hecho, en una especie de república de la que el obispo Lucas había sido el dux. Por lo que respecta a los caballeros teutónicos, se mantuvieron extrañamente tranquilos. Desde luego, la orden se había empobrecido considerablemente: los campesinos libres, abrumados por unos impuestos demasiado gravosos, emigraban desde sus encomiendas hacia las tierras más ricas que generosamente les ofrecían los cuatro obispados prusianos. Y ya hacía mucho tiempo que los navíos mercantes no atracaban en su único puerto, Königsberg, y preferían los de Danzig o Frauenburg, mucho más acogedores. Así pues, el rey de Polonia esperaba que los teutónicos cayeran como una fruta madura. Y después, incluso podrían serle de utilidad ante la amenaza que constituía el gran príncipe de Moscú, Basilio III. Nicolás Copérnico comprendía perfectamente todo aquello. En Maquiavelo había tenido un excelente profesor de política. Y él mismo, de buen grado, reconoció ante el nuevo obispo de Ermland que, de haber sido él Segismundo I, habría hecho lo mismo.

Así acabó aquel año terrible de 1512. Copérnico se aproximaba a la vejez: iba a cumplir cuarenta años. Después de recuperar sus libros y sus instrumentos, que seguían en el palacio episcopal, se instaló en Frauenburg. Su residencia estaba adosada a las murallas que daban a la bahía del Vístula. Allí arriba, al llegar la primavera, se hizo acondicionar una torre de dos plantas que dominaba la ciudad y desde la que se podía ver, más allá de la laguna, el mar, perdido entre las brumas y el horizonte. Se instaló en aquel observatorio a principios de otoño, con sus instrumentos de medición y su biblioteca.

Se sentía como un oso herido que se refugia en su guarida para una larga hibernación, a la espera de que, con la llegada de la primavera, sus lesiones hayan cicatrizado. Pero no cicatrizaron. Andreas seguía presente en sus recuerdos, en sus sueños, en la escalera que subía a la torre, en la chimenea en la que crepitaba un gran fuego mientras Anna bordaba y canturreaba. Las primeras semanas después del suicidio de su hermano, sólo experimentó un alivio cobarde. Luego, cuando recibió la carta de Sculteti que le anunciaba que no iba a ser obispo de Ermland, el fantasma de Andreas el ahorcado penetró brutalmente en su interior y se convirtió en su zona de sombra. Se hizo más irritable. Cualquier fruslería provocaba en él furias terribles, que lo volvían una persona injusta.

– Ana, ¿vas a acabar de una vez con ese canturreo interminable? Se diría que es un escuadrón de mosquitos. ¿No tienes nada mejor que hacer que bordar almohadones? Ve a ver qué están trajinando en la cocina. No eres una princesa, qué diantre, eres mi ama. ¡Y harías bien si llevaras un poco mejor la casa!

Se volvió suspicaz, y se convenció de que el gran maestre teutónico, Alberto de Brandenburgo, intentaba vengarse de él. La primera petición que hizo al nuevo obispo fue que le cediera a Radom, que el prelado había conservado a su servicio. Fue así como el coloso se convirtió en el probador del canónigo. Nicolás se negaba a beber el menor sorbo de vino, a comer la menor migaja de pan, antes de que su criado probara los alimentos. Hacia el mes de agosto de 1513, recibió una carta triunfal de Bernard Sculteti: su protector Giovanni de Médicis acababa de ascender al trono de san Pedro con el nombre de León X, y le había nombrado su capellán y secretario. Ante aquella noticia, repicaron todas las campanas de Ermland. El antiguo preceptor de los hermanos Copérnico se había convertido en el orgullo del país. Su hermano, el canónigo Alejandro Soltysi, paseaba por la ciudad como si fuera el dueño de todo y latinizó su nombre, a imitación de su hermano mayor: Soltysi, que significa «campesino libre» o «villano» en polaco, se transformó, también para él, en Sculteti.

La novedad dejó indiferente a Copérnico. Envió unas palabras amables de enhorabuena al nuevo capellán pontificio, y no pensó más en ello. Había decidido consagrarse por entero a su cargo de canónigo. Podía haberlo considerado, a imitación de la mayoría de sus colegas, como una sinecura en la que el tiempo se repartía entre la caza, las recepciones, los banquetes y algunos viajes oficiales a Cracovia u otros lugares. Podía, como otros, ver en él la mejor manera de satisfacer sus ambiciones, un obispado, un cargo en la capital junto al rey, incluso el puesto de capellán de Su Santidad. No le faltaba el gusto por los placeres, ni mucho menos; y poseía tanta ambición como cualquier otro. Pero, parecido en esto a su tío, tenía demasiado rígido el espinazo, era demasiado consciente de su genio para rebajarse a la molicie y la indolencia, para hacer reverencias a este o aquel poderoso.

Por un momento, quiso dedicar sus esfuerzos en exclusiva a su futuro almagesto, a la gran obra prometida en el Resumen. Así pues, subió a su torre, que aún olía a mortero y a pintura. Solo con Ana, había clasificado cuidadosamente en cajas etiquetadas todas las tablas astronómicas recopiadas de los antiguos y sus propias observaciones, con gráficos y diagramas elaborados al principio con Novara y después en solitario. ¿Por dónde empezar?

Su perro, que lo seguía a todas partes, le dirigió una mirada implorante, como si se preguntara qué nuevo juego iba a inventar el amo para él. Nicolás abrió los postigos del amplio ventanal que había hecho abrir. Fuera, la lluvia había cesado y el arco iris lucía sobre la bahía del Vístula. Con un gesto maquinal, dio la vuelta a un gran reloj de arena y tomó un compás, que abrió y volvió a cerrar. Se sentó en el banco de piedra excavado en la muralla, y apoyó la cabeza en su puño cerrado. Su mirada se perdió en el horizonte. El perro dejó escapar un suspiro estremecedor, se acostó, se acurrucó sobre sí mismo y se durmió. Copérnico siguió largo tiempo así postrado. Ni siquiera se dio cuenta de que había caído la noche, y tampoco notó el frío. Ana fue a buscarlo para cenar. Le tomó la mano, le puso en pie, y secó con su pañuelo una gruesa lágrima que temblaba en su mejilla barbada.