Durante mucho tiempo Copérnico no volvió a subir al observatorio. Aquel lugar le espantaba. Retrasaba sin cesar el momento en que debía ponerse a redactar su gran obra. Su principal pretexto era la necesidad de un ayudante al que confiar los cálculos más engorrosos. ¿Pero dónde encontrarlo, en aquel rincón del fin del mundo? No hizo nada para buscarlo, y rehusaba una vez tras otra las invitaciones de otros canónigos para reuniones que se pretendían sabias, pero cuyos debates le parecían sin sustancia y estúpidos cuando los comparaba con las vigorosas discusiones de las academias italianas.
Decidió entonces tomarse su misión de canónigo muy en serio. Para quien se interesara en ella, una canonjía en Ermland podía convertirse en una tarea apasionante y que requería una actividad incesante. El capítulo estaba presidido por un abad o preboste, un hombre muy anciano que únicamente se ocupaba de oficiar la misa. Aun de haberlo querido, Copérnico no podía tener esperanzas de sucederle, porque nunca había sido ordenado sacerdote. El otro personaje importante era el administrador, designado para un término de un año, renovable. El responsable actual de aquel puesto clave no era otro que Alejandro Soltysi, el hermano de Bernard Sculteti. Pero, además de ser muy perezoso, tenía tendencia a confundir sus propios intereses con los del capítulo. Desde la muerte de Andreas, que oficialmente se atribuyó a su enfermedad, Soltysi, como los demás canónigos y el obispo, se mostraba lleno de solicitud y de compasión con Copérnico, como un hombre que «ha sufrido una desgracia».
Así pues, Alejandro aceptó de buen grado la ayuda que le ofreció Nicolás, pensando que eso le «distraería». De tanto mejor grado por cuanto así se veía descargado de trabajos que consideraba inadecuados para el hermano del capellán del Papa: andar siempre a campo traviesa por montes y valles para inspeccionar las numerosas propiedades y granjas del capítulo, hablar con los campesinos, los mercaderes o los marinos, que con frecuencia mienten sobre sus ingresos para eludir los impuestos; cosas, todas ellas, indignas de un hombre que se imaginaba ya cardenal.
Por el contrario, Copérnico extrajo de ellas un nuevo vigor. Ahora cabalgaba con más frecuencia, la espada al cinto golpeando la grupa de su caballo, Radom a su lado y la escolta siguiendo a ambos. A la vista de aquel grupo armado, los teutónicos que buscaran alguna granja que saquear se retirarían a toda prisa. Pero en general se mantenían tranquilos, bajo el mando enérgico de Alberto de Brandenburgo. Ni la menor nubecilla de polvo levantada por sus tropas empañaba las inmensas llanuras en las que crecían el centeno y el trigo, los bosques de abedules y pinos, o las marismas.
Lucas, en su época, había abolido la servidumbre en todo el territorio de su jurisdicción. También había incentivado a sus campesinos para que se agruparan en comunidades, en burgos fortificados. A cambio, había exigido de ellos una contribución mayor al esfuerzo común. Naturalmente refunfuñaban, maldecían, hacían trampas incluso; pero, a fin de cuentas, pagaban. Para atraerse a la pequeña nobleza local, y a petición del rey Segismundo, el nuevo obispo, Fabian von Lussainen, procuraba restituir poco a poco sus privilegios.
Lussainen ocultaba como si fuera una mancha su auténtico nombre polaco de Luzjanski, mientras que Nicolás exhibía con orgullo el suyo, Koppernigk, y su nombre de pila de Mikolái. De modo que los campesinos, cuando veían llegar el cortejo del canónigo, le recibían con agasajos. Se parecía cada vez más a su tío: la misma barba negra, la misma mirada severa bajo el ceño invariable que dibujaba profundos surcos en su frente, e incluso la misma nariz abultada: un puñetazo se la había roto en una pelea de estudiantes, tiempo atrás, en Cracovia, una noche en la que una banda rival le exigía el pago de una deuda de juego contraída por su hermano Andreas. Para ellos era la reencarnación de Lucas, temido, pero también justo y generoso. Por cálculo, sin duda, pero también porque aquello le gustaba, él no dudó en poner al servicio de los pobres su competencia como médico.
– Veamos, señora Shimanowitz, ¿cómo va el esguince de su hijo? -preguntó después de apearse del caballo en el patio de la granja y hundir sus botas en un barrizal.
– Corre como un conejo, monseñor, desde que le hizo ese «cric-crac» en la pierna. Pero la que me preocupa ahora es mi pequeña Rosalía. Desde hace una semana, no para de toser. Seguro que ha atrapado el mal de las marismas.
– Vamos a ver eso -dijo, y entró en la sala común, en la que cloqueaban las gallinas e incluso roncaba una marrana que daba de mamar a cuatro lechoncillos.
Un perro atado a una estaca ladraba enseñando todos sus dientes, para amenazar al intruso. Se calló después de la patada que le envió el granjero. El rostro de la pequeña Rosalía, de unos catorce años de edad, era de una belleza sublime. Un óvalo perfecto, una inocencia…, sus grandes ojos estaban rodeados por círculos violáceos. Ojos verdes. Copérnico sintió una inmensa piedad al tocar con el dedo la boca desgarrada por la fiebre, al oír latir el corazón detrás de unas tetitas pugnaces bajo la camisa abierta, en aquel cuerpo febril que nunca conocería el amor. En tres días, estaría muerta. No había nada que hacer. Preparó una cocción de esponja de Armenia, cinabrio, madera de cedro, díctamo, sándalo, virutas de marfil y azafrán, que le hizo inhalar, y repartió a la familia todo lo que llevaba en su bolsa, diciéndoles que en adelante todo sería más fácil. ¡La madre, besándole los pies! ¡El padre, con su jeta de buey húmeda de lágrimas, suplicándole que impidiera que la muerte se la llevara! Rechazó el conejo de campo que le ofrecieron en pago y se fue a hurtadillas como un ladrón.
Lo que más le gustaba era inspeccionar las defensas de las villas y los burgos de Ermland. Se convertía entonces en arquitecto y dibujaba, con tres trazos de carboncillo, delante de unos oficiales boquiabiertos, el plano de un reducto, una caponera o una barbacana; ordenaba su construcción y luego pasaba revista a las milicias burguesas, que, también ellas, veían en él la reencarnación de monseñor Lucas.
La pequeña villa de Frauenburg estaba situada sobre una colina privada de agua. Sus habitantes se veían obligados a caminar media legua para sacar agua del río Banda. Copérnico dibujó primero, e hizo construir después, un aparato mecánico para subir el agua del río hasta lo alto de la ciudad. En primer lugar, una esclusa condujo las aguas del río hasta el pie de la colina. Allí colocó un mecanismo ingenioso que, movido por la fuerza de la corriente, hizo subir el agua hasta la torre de la iglesia. A partir de entonces, los habitantes de Frauenburg ya no tuvieron que ir a buscar agua al río. En reconocimiento por aquel servicio, hicieron colocar al pie de la máquina una piedra en la que se grabó el nombre de su benefactor.
Viajaba con frecuencia a Braunberg, no tanto porque era el puesto más avanzado frente al feudo de los teutónicos, como porque el burgomaestre de la ciudad era nada menos que su primo Philip Teschner. Después de dirigir las maniobras de la tropa, los dos hombres pasaban la noche en una charla interminable, mientras vaciaban botellas y acababan por tener la impresión de que Lucas y Andreas bebían con ellos.
Con la misma frecuencia visitaba también la aduana del puerto, para inspeccionar los cargamentos. Al principio intentó entablar relación con los capitanes, para que alguno de ellos se encargara de hacer por él observaciones astronómicas en las riberas de Dinamarca o de Suecia. Recordaba que en Italia se leían, en las reuniones de la academia de Linceo, cartas del famoso navegante florentino Américo Vespucio, que dio su nombre al Nuevo Mundo. Eran muy pintorescas, pero carecían de cualquier dato numérico susceptible de interesar a un astrónomo, a pesar de que una de ellas mencionaba cuatro estrellas brillantes en forma de cruz, muy próximas al polo sur celeste. Copérnico tuvo una decepción aún mayor con los marinos del Báltico. En aquellas aguas peligrosas navegaban a la estima, y no conocían el uso de la brújula ni de la ballestilla. Pilotaban sus naves como los campesinos llevan sus carretas a la ciudad.