A pesar de todas esas actividades, Nicolás seguía sumido en una profunda melancolía, de la que sólo Ana conseguía sacarlo en ocasiones, con su cariño y su devoción. Un año después de la elección del papa León X, Sculteti le escribió para anunciarle que por fin iba a convocarse un nuevo concilio. Su Santidad deseaba que un astrónomo y matemático de tanta reputación como Copérnico participara en él, junto a los más grandes sabios de la época, con el objetivo de emprender una reforma total del calendario. ¡Volver a ver Italia! La oferta era tentadora. Sin embargo, dudaba, a pesar de las alegres súplicas de Ana, que quería viajar a su lado. Pero la idea de volver a estar a las órdenes de su antiguo preceptor hería su orgullo. Además, la perspectiva de una expedición tan larga le parecía demasiado pesada, se sentía viejo. Entonces, Sculteti cometió la torpeza de pedir a Tiedemann Giese que lo convenciera para viajar y salir del marasmo en el que se había sumido desde hacía ya tres años. Copérnico creyó ver en la insistencia de su antiguo condiscípulo de Ferrara una especie de conjura y se negó de plano, con el argumento, por lo demás exacto, de que mientras no se calculara con mayor precisión la duración del año solar, no sería posible ninguna reforma válida del calendario.
– ¿Y si la calculas, durante este año? Yo te ayudaré, aunque no soy más que un matemático mediocre.
A pesar de todo el tiempo transcurrido, Tiedemann Giese no había perdido un ápice de su admiración por Nicolás. Y cuando éste fue a tomar posesión de su canonjía en Frauenburg, se regocijó por adelantado de lo que significaría la apertura de aquella academia de Ermland con la que habían soñado en otra época. Pero, después de la muerte de su hermano, Copérnico se emparedó en su torre y después se lanzó con un frenesí inquietante a sus actividades canónicas, negándose a que ni Giese ni cualquier otro canónigo le acompañara.
En esta ocasión, sin embargo, aceptó la propuesta. Después de todo, si estaba retrasando tanto la redacción de su obra ¿no era con el pretexto del que necesitaba un ayudante? Giese serviría.
Desde entonces, siempre que no estaban en campaña, recorriendo las cuatro esquinas de Ermland, Nicolás y Tiedemann se reunían en la torre situada sobre las murallas. En primer lugar tuvieron que abrir y volver a clasificar los cientos de grandes carpetas con papeles cubiertos de cifras, figuras y diagramas dibujados y medidos por Copérnico hacía veinte años, en Bolonia. Giese tenía una mente despierta y sólidos conocimientos de muchas materias, pero la extraordinaria rapidez de cálculo de su amigo lo dejaba siempre muy retrasado. Y el otro se impacientaba, obligado a frenar el curso de sus ideas, a «ponerse al pairo» como un navío más veloz que el mercante al que da conserva. Copérnico habría sido sin duda un pésimo profesor, en tanto que Giese, por el contrario, se reveló como un discípulo aplicado y concienzudo. Le habría gustado manejar más a menudo el astrolabio para observar el cielo nocturno, pero Nicolás le respondía en tono seco que aquello no era un juego, que la observación era por lo general inútil, y que nada podía reemplazar las tablas astronómicas acumuladas desde la noche de los tiempos.
Poco a poco, sin embargo, el oso se fue domesticando, rodeado por la ternura y el afecto con que lo trataban Ana y Tiedemann, como se trata a un convaleciente. Mientras, la construcción esbozada en el Resumen se ampliaba, tomaba cuerpo. Giese se daba cuenta de que estorbaba, más que otra cosa, el avance de los trabajos de su amigo, y prefirió ser el propagador de sus ideas, o más bien reanimar su recuerdo en aquellos que habían recibido, nueve años atrás, el primer esbozo. Propuso a Copérnico aumentar el número de sus lectores y sugirió hacer imprimir el fascículo en la recién instalada imprenta de Danzig. Nicolás se negó sin dar explicaciones. En cambio, aceptó que fueran distribuidas nuevas copias manuscritas del Resumen, con la condición, desde luego, de saber a quién se iban a enviar. Giese redactó entonces una nueva lista.
Mientras que los corresponsales de Copérnico habían sido sobre todo eclesiásticos ilustrados, italianos en particular, y personajes políticos importantes, o nombres famosos como los de Paracelso, Erasmo, Da Vinci o Maquiavelo, los de Tiedemann eran en su mayoría hombres que enseñaban matemáticas o lenguas antiguas en las universidades de Heidelberg, Tubinga, Wittenberg o Cracovia, muchos de ellos antiguos condiscípulos de la nación alemana en Ferrara o en Padua. De aquella lista, Copérnico sólo tachó a los que profesaban en el modesto colegio de Königsberg, en el feudo del gran maestre Alberto de Brandenburgo, que tenía al parecer la ambición de transformar su ciudadela teutónica en un centro de artes y ciencias, e intentaba atraer allí a los enseñantes descontentos con su cátedra.
Gracias a la abundante correspondencia de Giese, la fama de Copérnico renació con fuerza. Los antiguos estaban impacientes por conocer la gran obra prometida, y los nuevos le consultaron sobre este o aquel punto de matemáticas, o sobre alguna obra nueva que se habían procurado. Fue así como un canónigo de Cracovia, al que había tratado en otra época, le mostró un tratado astronómico del viejo e inagotable Johann Werner, discípulo póstumo de Regiomontano, y que seguía predicando en su Movimiento de la octava esfera sobre los descubrimientos de su maestro, falsificándolos según su conveniencia. Su lectura provocó en Nicolás una de sus frecuentes cóleras. En síntesis, Werner ponía en duda la validez de las observaciones de los antiguos, Tolomeo e Hiparco en particular, y proponía, para corregirlas, hacerlas coincidir con las grandes fechas de la historia antigua o de la Biblia: la caída de un imperio, el Diluvio, las siete plagas de Egipto o la destrucción de Sodoma y Gomorra.
– ¡Vaya un pedante! -fulminó Copérnico, recorriendo a grandes pasos su biblioteca y gesticulando-. Todo el mundo sabe, por supuesto, que el riesgo de un error es grande, porque las copias del Almagesto se han multiplicado a lo largo de los siglos, en griego, en latín, en árabe…, pero es todo lo que tenemos. ¿Quién es esa rata de Werner para atreverse a afirmar que Tolomeo, ese gigante, el más eminente de los matemáticos, o que Hiparco, de sagacidad admirable, falsearon voluntariamente sus cálculos para hacer cuadrar su demostración? ¿Comprendes mejor ahora, Tiedemann, por qué me niego a imprimir nada hasta estar seguro de mis cálculos? A la menor inexactitud, esos zánganos vendrán a destruir mi colmena.
Giese hizo signos de aprobación con la cabeza. Se sentía feliz al ver a su amigo enfadarse así por buenas razones, y no por un poco de polvo en la chimenea que el criado no había limpiado, o por un papel mal ordenado en su mesa de trabajo. Pero no se engañó: en cierto modo, la ira de Copérnico estaba también dirigida contra sí mismo. Cuanto más avanzaba su trabajo, más se complicaba la armoniosa sencillez del sistema que había descubierto. Cierto, ahora los planetas, entre ellos la Tierra, giraban alrededor del Sol, que estaba exactamente en el centro; así, había desaparecido todo ecuante que flotara en algún lugar en el vacío, pero, para hacer coincidir la gigantesca hipótesis con las apariencias, es decir, con los datos suministrados por los antiguos, se había visto obligado a recurrir a todos los procedimientos, las «recetas de cocina» como los llamaba a veces, utilizados por Hiparco y Tolomeo. Tuvo que admitir deferentes y epiciclos, multiplicarlos incluso para algunos planetas, hasta el punto de que muy pronto su número iba a sobrepasar a los de Tolomeo. Para colmo de compromiso en quien deseaba hacer del Universo el más bello de los palacios, con el Sol en el centro, tuvo que admitir que el centro de la órbita terrestre, centro común a todos los deferentes, no coincidía exactamente con la posición del Sol… Tal era el precio que era necesario pagar para «salvar» las malditas apariencias. Pero se consolaba a veces pensando que, para levantar un edificio nuevo, es forzoso utilizar los viejos materiales de los monumentos del pasado…