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Las ideas van más aprisa que un ejército en campaña, porque ningún obstáculo las detiene. Al modo de un vuelo de patos salvajes, forman en el cielo un triángulo isósceles y se dirigen adonde hace falta, como si siguieran el orden de las estaciones. Las ideas que, de súbito, invadieron los cielos europeos se habían incubado durante largo tiempo en sus nidos ocultos en el fondo de un monasterio, de una universidad, en el gabinete de un sabio, esparcidos por todos los rincones de la Cristiandad.

Wittenberg, a vuelo de pájaro, o mejor dicho a vuelo de ideas, está muy cerca de Frauenburg, y en Wittenberg cierto profesor de teología, Martín Lutero, hizo imprimir a finales del año 1517 sus Noventa y cinco tesis sobre la virtud de las indulgencias. Tres meses después, todo el capítulo de Frauenburg las había leído y las discutía. ¿Era o no escandaloso construir la nueva basílica de San Pedro, no mediante la penitencia de los fieles, sino con dinero contante y sonante?

Copérnico se abstuvo de entrar en la discusión: todos sus apoyos estaban en Roma, y lo único que le importaba ahora era que la Iglesia no condenara su anti-Almagesto, cuando éste estuviera acabado. Que lo aprobara incluso, del mismo modo que había aceptado sin problemas a Tolomeo y Aristóteles. En efecto, este último había propuesto la teoría del «Primer Motor», una especie de fuerza mística que, situada detrás de las estrellas fijas, causaba los movimientos circulares; y los teólogos se habían apresurado a interpretarlo como el trabajo de los ángeles, que darían vueltas a una manivela para poner en marcha, desde allá arriba, la rotación de las esferas celestes. Así se sabía dónde estaba el cielo: no demasiado lejos, justo detrás de las estrellas fijas…

Muy pronto, sin embargo, la polémica entre Lutero y Roma se amplificó. Copérnico, siempre con la mirada elevada hacia las estrellas, no veía en aquel asunto más allá de la punta de su nariz. Se mantuvo apartado de los debates que promovía el obispo ante el capítulo. El prelado estimaba que, en los proyectos de reforma de la Iglesia expuestos por Lutero, había muchas cosas buenas que el concilio de Letrán tendría que tener en cuenta. Las opiniones de nuestro canónigo astrónomo tenían un gran peso en el capítulo, y él era consciente de ello. Cuando le preguntaban sobre la cuestión, se contentaba con responder que, frente al poder de Roma, Lutero no aguantaría mucho tiempo, a pesar del apoyo que le daba el elector de Sajonia. Hoy podemos sonreír ante esa profecía, pero eran muchas las personas que en aquella época pensaban igual.

El capítulo de Frauenburg apenas tuvo tiempo de analizar la cuestión, mientras Lutero era convocado en aquel año de 1521 ante la dieta de Worms, para retractarse so pena de excomunión. En efecto, el gran maestre de los caballeros teutónicos, el fogoso Alberto de Brandenburgo, vio llegada la ocasión oportuna para apoderarse de Ermland. Aprovechando la tormenta desencadenada sobre la Cristiandad, decidió cortar sus lazos de vasallaje con Polonia y se alió sin escrúpulos con el príncipe de Moscovia, que guerreaba en sus fronteras contra Segismundo I Jagellon. ¿Por qué se juntaron aquellos guerreros de la Iglesia apostólica y romana con los cismáticos bizantinos, que tendrían que haber sido sus enemigos naturales?

En cualquier caso, los caballeros teutónicos, bien acoplados a sus poderosos caballos franceses que tanto habían atemorizado a los italianos en Marignan, y que con tanto regocijo les había ofrecido el rey Francisco I para fastidiar a su primo Carlos V; envueltos en hierro y acero; vestidos de blanco a excepción de una gran cruz negra en la espalda, irrumpieron en Ermland. Los canónigos de Frauenburg y su abad se desperdigaron como una bandada de gorriones y buscaron refugio en las fortalezas de Thorn y de Danzig. En cuanto al obispo, con el pretexto de que iba a buscar ayuda, se puso bajo la protección del rey de Polonia, en Cracovia. En su puesto quedaron únicamente Giese, Copérnico y Soltysi, cada uno de los cuales se ofreció como voluntario para seguir defendiendo los intereses del capítulo.

Como no contaban con un verdadero jefe militar, los caballeros teutónicos se contentaban con incursiones en campo abierto, y saqueaban e incendiaban las aldeas y las granjas aisladas. Acampaban sobre el terreno, o bien se replegaban a la otra orilla del Pregel, el río que marcaba la frontera entre la Prusia teutónica y Ermland. Pero con ese método acabaron por rodear todo el país.

La ciudad más amenazada era Allenstein, por ser la más meridional de Ermland. Copérnico se nombró a sí mismo su administrador. Cuando vieron llegar al sobrino del temible Lucas, las milicias burguesas lo recibieron como a un salvador y le eligieron comandante militar de la plaza. Luego esperaron, virtualmente asediados, a que los teutónicos se dignaran aparecer. Mientras, en Frauenburg, Giese reunía una flota con la intención de remontar el Pregel, desde la bahía del Vístula hasta los pies de la ciudadela de Königsberg. Por su parte, Soltysi organizó la defensa de la ciudad episcopal de Heilsberg.

Desde Braunberg, la ciudad mandada por el valiente Philip Teschner, se dio la señal para las tres ofensivas simultáneas. Fue el 1 de enero de 1521. La invasión teutónica había tenido lugar exactamente un año antes. El desprecio que sentían por la heterogénea tropa de burgueses y campesinos convirtió en una sorpresa total la ofensiva de la infantería en pleno invierno. Alberto de Brandenburgo había instalado su cuartel general en una mansión abandonada, situada una legua al sur de Allenstein. Copérnico y él se encontraron, pues, cara a cara.

Aquella mañana, muy temprano, con todo el paisaje circundante cubierto de nieve y mientras en los cuarteles todos dormían aún, el gran maestre estaba desayunándose con una sopa de pan y un vaso de vino, al calor de la chimenea y con sus dos lebreles tendidos a sus pies. Su intención era llevar sus tropas a maniobrar delante de las murallas de Allenstein, para recordar su presencia a aquellos patanes temblorosos de miedo en sus madrigueras. La vida militar le gustaba tanto por lo menos como las largas discusiones, en Königsberg, con filósofos, o como la lectura de las cartas de Erasmo. Incluso en ocasiones llegaba a lamentar que Nicolás Copérnico fuera su enemigo mortal, el presunto asesino de su tío Aquiles, al que no había llegado a conocer porque, cuando éste murió pretendidamente ahogado en el Vístula, él era aún sólo un bebé. Sí, le habría gustado hablar con el canónigo astrónomo del manuscrito que había llegado a sus manos y en el que afirmaba que la Tierra, como un planeta más, giraba alrededor del Sol. Estaba dispuesto a creerlo, porque aquella teoría satisfacía su sentido de la belleza y de la armonía. ¿Por qué fatalidad tenían que enfrentarse dos hombres de tan alta calidad como ellos, cuando él habría podido ser, para ese Marsilio Ficino de Prusia, un nuevo Lorenzo el Magnífico? Estaba perdido en esos ensueños cuando entró un guardián y gritó:

– ¡Señor, nos atacan! ¡Están a un cuarto de legua, y los tendremos encima dentro de muy poco!

Alberto de Brandenburgo salió en camisón y subió a la atalaya. Allá abajo, sobre la inmensidad nevada que el sol naciente teñía de tonos rosados, avanzaba rápidamente una tropa multicolor. El gran maestre la estimó en quinientos hombres, en su mayor parte gente de a pie armada con hoces y bastones, pero también con arcos y ballestas. Iban precedidos por una treintena de jinetes, y Alberto no necesitó que se acercaran más para adivinar que a la cabeza, vestido de rojo y negro, cabalgaba la reencarnación de Lucas Watzenrode, el maldito canónigo que se creía Tolomeo y César a la vez: Nicolás Copérnico. Abajo, en el patio de la mansión, los caballeros teutónicos corrían en todas direcciones mientras sus lacayos intentaban, como podían, revestirlos con sus corazas, y los palafreneros sacaban de las cuadras los caballos aún sin ensillar. Fuera del recinto, los mercenarios habían plegado ya sus tiendas y corrían a refugiarse en el bosque vecino. Habían comprendido que la partida estaba perdida. Entonces Alberto de Brandenburgo se sorprendió a sí mismo maldiciendo a aquellos rufianes que no respetaban las antiguas leyes de la guerra. Tiritaba de frío. Si había de morir luchando, no sería en camisón. Bajó, y mientras su escudero le colocaba su armadura, tuvo la certeza profunda de que aquello era el fin de los caballeros teutónicos. Lo sabía desde hacía mucho tiempo, desde que su hermano lo había hecho entronizar como gran maestre de la orden cuando aún no tenía veinte años. Y los mercenarios acababan de recordárselo, con su huida en desbandada. No había nada que salvar, ni siquiera el honor. Nada excepto su familia, su dinastía, los Hohenzollern. Era necesario batirse en retirada.