Fue una cabalgada larga y terrible. Se había levantado el viento, portador de unas nubes negras que descargaron torbellinos de nieve. De los bosques de pinos y abedules surgían a veces hordas de fantasmas andrajosos que desarzonaban a los caballeros que no podían seguir el paso de la formación, los degollaban, les despojaban de su armadura y los abandonaban, desnudos, a los lobos hambrientos. Cuando por fin llegaron a Königsberg, vieron el río medio helado repleto de barcos, hasta debajo mismo de las murallas. Delante de la poterna principal, acampaba un ejército de mendigos. Alberto de Brandenburgo, con un trapo blanco colgado del arzón, se adelantó a lo que quedaba de sus tropas. Del campo enemigo avanzó hacia él otro caballero, al que reconoció enseguida y ante el cual hubo de contenerse para no atravesarlo con su espada: Philip Teschner, el bastardo del obispo Watzenrode. La familia Copérnico había vencido a los Hohenzollern.
Durante un año, el gran maestre se encerró en su fortaleza de Königsberg, mientras sus caballeros se marchaban de Prusia en busca de otras encomiendas, en Hungría o en Baviera.
Mientras, en Ermland, cierto canónigo tenía otros quebraderos de cabeza que la predicación de la Biblia en lengua vulgar. El país había quedado arrasado por la guerra. Era necesario reconstruir, ayudar a los campesinos a volver a instalarse en sus granjas. Y él, Nicolás Copérnico, doctor en artes y en derecho canónico, médico, burgués por su nacimiento, gentilhombre por su cargo, se sentía a gusto en medio de aquellos villanos, y lleno de compasión por su miseria. Al hablar con ellos, se dio cuenta muy pronto de que la guerra no era la única causa de su espantosa indigencia. Ya había pensado en ello cuando era más joven, pero ahora se sintió lo bastante fuerte para preconizar y llevar a la práctica una reforma de la moneda.
Las monedas, hechas con una aleación de plata y cobre, eran acuñadas, tanto en Prusia como en Polonia, en muchos talleres difíciles de controlar. El resultado era que la proporción de plata en la aleación disminuía sin cesar. Quienes tenían como misión controlar las cecas, por ejemplo los canónigos de Ermland, se embolsaban simplemente un generoso porcentaje de aquel fraude. Los orfebres, de Danzig a Cracovia pasando por Frauenburg, no depuraban la aleación: la fundían, simplemente, y la moneda se convertía en joya en sus talleres. Sólo las gentes del pueblo, que no comprendían esa malversación, seguían haciendo sus compras con las monedas antiguas. A medida que ese vellón hacía desaparecer la moneda de ley, los pobres se empobrecían más, los ricos se enriquecían y se anunciaba una crisis monetaria grave. La reforma que propuso Copérnico, en su Ensayo sobre la acuñación de moneda, no era más que simple buen sentido, y se practicaba ya en otros reinos. Se trataba de crear una única fábrica de moneda, bajo el control directo de la Dieta de Prusia, y por tanto del rey de Polonia; de prohibir la circulación de la moneda antigua y de sustituirla por una nueva, de menor valor pero que por lo menos sería estable. Determinó incluso la proporción fija que debería darse entre la plata y el cobre en cada pieza. Finalmente, propuso una paridad exacta entre el marco prusiano y el zloty polaco.
El capítulo le concedió permiso para defender su Ensayo ante la Dieta de Prusia, que se reunía, el 21 de marzo de 1522, en el palacio episcopal de Heilsberg. Alberto de Brandenburgo, recién salido de su enclaustramiento en el castillo de Königsberg, había acudido allí, antes de viajar a Sajonia para encontrarse con Martín Lutero. A su lado, el secretario del rey de Polonia, Johann Flachbinder llamado Dantiscus, que iba a acompañarlo en su viaje a Wittenberg. Era evidente que, debido a su conflicto con Carlos V, el rey Segismundo se aproximaba a Lutero, y todo hacía creer que Polonia se alinearía en el campo de los reformados. Por lo demás, en la Dieta se habló mucho más de las revueltas campesinas que estallaban por todas partes en Alemania, contra el emperador recientemente instalado en Madrid.
Copérnico no se interesó en el debate. Todo lo que veía, era, frente a él, a los dos hombres que habían asesinado a su tío: Alberto de Brandenburgo y Dantiscus. Cuando le llegó al canónigo el turno de palabra, el gran maestre de la orden teutónica se puso a rezar, transportado por la devoción, como si quisiera abstraerse de aquellas sórdidas cuestiones de dinero. En cuanto al embajador extraordinario del rey de Polonia, hacía signos visibles de aprobación y puntuaba la exposición de Copérnico con exclamaciones como «¡muy bien!», «lógico», etcétera. Como Dantiscus se había mostrado tan favorable, la exposición del canónigo de Frauenburg fue aplaudida por todos los presentes puestos en pie.
Naturalmente, su proyecto de reforma quedó en letra muerta. Todos los que lo escuchaban, todos los que lo aplaudieron, su enemigo Alberto de Brandenburgo y sin duda también su amigo Giese, rascaban cada marco, cada zloty que pasaba por sus manos, para extraer la plata y fundirla en lingotes o hacer con ella sus anillos, sus collares, sus coronas o la empuñadura de su espada de aparato.
¿Qué creías, Nicolás Copérnico? ¿Que todos eran tan honrados como tú? ¿Por qué te mezclaste en ese asunto en lugar de proseguir tu obra paciente en lo alto de tu torre, para intentar percibir al menos una vez Mercurio a través de las brumas del Vístula, o para enfrascarte en el examen de las tablas astronómicas, para corregir este o aquel error de un copista de Hiparco? ¿Esperabas atraerte la gratitud del rey y poder colocar por fin sobre tu cabeza la mitra de obispo? Cometiste un burdo error, porque cuando murió el sucesor de Lucas, al año siguiente, no fuiste tú quien lo reemplazó. Y cuando las demás sedes episcopales de Prusia queden vacantes a su vez, serán otros los nombrados, nunca tú. Si seguirás siendo canónigo hasta tu muerte, no será porque hiciste girar la Tierra sobre sí misma y alrededor del Sol, sino porque te atreviste a denunciar delante de los propios falsificadores aquella práctica delictiva que enriquecía a los ricos y empobrecía a los pobres. ¡Qué ingenuo fuiste, Nicolás Copérnico!
VIII
El sucesor de Lucas en el obispado de Ermland, Fabian von Lussainen, murió en 1523. Había sido sensible a las tesis de Martín Lutero, como por lo demás muchas personas en Prusia y en Polonia, en los medios científicos y eclesiásticos, que pensaban como Erasmo que había muchas cosas en las reflexiones del monje de Wittenberg que la Iglesia no debía rechazar. El nuevo obispo de Ermland, Mauritius Ferber, fue mucho menos indulgente. Su primera declaración fue lanzar un anatema sobre cualquier persona que se uniera a la Reforma. Y aquel mismo año, despreciando la amenaza, el gran maestre Alberto de Brandenburgo decretó la secularización de los caballeros teutónicos y convirtió sus feudos de Königsberg al este y de Brandenburgo al oeste en el gran ducado de Prusia, reconociendo al fin, con la firma de la paz de Cracovia, la soberanía del rey de Polonia en el terreno político, pero adoptando en lo religioso la reforma de Lutero.