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Por lo que se refiere al enviado de Segismundo I ante los reformados, Dantiscus, se declaró encantado con Melanchthon, un hombre prudente y sabio según su expresión, que le pareció en desacuerdo en muchos puntos con Lutero. Este último, por el contrario, le pareció demasiado rígido y colérico para poder resistir mucho tiempo frente a Roma. Ocurre a veces que los diplomáticos más sutiles cometen errores de juicio… ¡Por exceso de sutileza!

No sin regocijo, Dantiscus contó también a sus numerosos corresponsales que, con ocasión de aquel encuentro, habían mencionado la teoría de cierto canónigo polaco, según el cual la Tierra gira alrededor del Sol. Lutero había exclamado que ese hombre tenía que ser un loco o un idiota por oponerse de ese modo a las Sagradas Escrituras. En cuanto a Melanchthon, que sin embargo era profesor de matemáticas en la Universidad de Wittenberg, se había abstenido de todo comentario.

Al regreso de su embajador, Segismundo I decidió condenar la Reforma. En efecto, sus alianzas acababan de cambiar: se había aproximado a Carlos V después de saber que Francisco I estaba en tratos con Solimán el Magnífico, cada vez más amenazador en los confines de su reino, en Bohemia y Hungría. Para compensar, no protestó cuando su peligroso vasallo Alberto de Prusia proclamó que se unía a Lutero. Encendía de ese modo una vela a Dios y otra al Diablo, con el alivio añadido de ver desaparecer a los caballeros teutónicos.

¿Qué valor podía tener Ermland desde aquel momento, rodeada como estaba por el gran ducado? No gran cosa…, una posesión secularizada por Segismundo I, que amplió aún más sus posesiones al heredar, como un Carlos V del Vístula, el gran ducado de Mazovia, sin herederos directos, y su poderosa ciudad de Varsovia. Se había acabado la época del obispo soldado y gran señor Lucas Watzenrode. Su sucesor Mauritius Ferber, tan fanáticamente hostil a los luteranos, lo era sin duda por orden del rey de Polonia, del cual no era más que un ministro.

En cuanto al canónigo de Frauenburg, Nicolás Copérnico, no tuvo la menor participación en todos aquellos grandes cambios. Sin embargo, recibió un día una carta de su antiguo enemigo vencido, convertido en el gran duque Alberto de Prusia, que le pedía una traducción al alemán de su Ensayo sobre la acuñación de moneda y un mapa de los ríos, las ciudades y las costas de las regiones prusianas. El ex gran maestre afirmaba que sería su deseo, cuando por fin pudiera abrir una universidad en Königsberg, tener a su lado al mayor filósofo del país. Se excusaba por su indiscreción, porque había pasado una copia del Resumen al profesor de griego y matemáticas de la Universidad de Wittenberg, Philip Melanchthon.

La edad y los desengaños habían hecho desconfiado a Copérnico; dio vagas promesas de empezar a levantar un mapa completo de la geografía prusiana-, pero afirmó que se trataba de un trabajo de largo alcance y que sus múltiples actividades de canónigo le dejaban poco tiempo. Sospechaba que Alberto quisiera comprometerlo, al pedirle que le entregara informaciones estratégicas importantes.

En cuanto a aquel Melanchthon, Copérnico sabía muy bien que era el amigo más íntimo de Lutero. Si se convertía en un partidario público de su teoría, el canónigo perdería el apoyo y las muestras de ánimo que recibía de Roma. En cambio, envió gustoso la traducción de su ensayo sobre la moneda. Estaba orgulloso de ese escrito, tal vez más que de sus trabajos astronómicos, porque le daba la sensación de ser útil para la mejora de la suerte de los hombres.

La Reforma tenía sus más firmes partidarios polacos entre los comerciantes de Danzig, que se había convertido en el más próspero de los puertos del país. El rey Segismundo les dejaba hacer: los necesitaba demasiado. Y además, aquella ciudad siempre rebelde se mostraba celosa de sus libertades, arrancadas a los teutónicos y confirmadas después por Cracovia. Pero la situación se hizo más delicada cuando el prelado de la diócesis pidió al clero que tenía bajo su mando que rezara y bautizara en lengua vulgar. El monarca decidió no intervenir en persona, sino valerse del papista exaltado de Ferber. El obispo de Ermland empezó por utilizar la fuerza, al enviar allí a su tropa, es decir, a monjes fanáticos, que arrastraron con ellos a la hez de los suburbios y de los campos. Hubo varios días de terror, en los que las principales víctimas fueron mujeres, niños y ancianos. Aquella horda fue rechazada por fin, y las milicias burguesas los persiguieron y mataron en masa. Toda Prusia y Polonia corrían el peligro de quedar sumergidas en un baño de sangre. Prudentemente, Segismundo I llamó al orden a Ferber, le ordenó que no saliera de su palacio episcopal de Heilsberg y luego pidió al capítulo de Frauenburg que hiciera olvidar las violencias cometidas por su obispo.

Con el argumento de su anterior experiencia de la diplomacia junto a su tío, Copérnico propuso entablar negociaciones. Al abad le pareció excelente que uno de sus canónigos, cuyo gran renombre como sabio repercutía sobre todo el conjunto de la diócesis, ocupara una posición destacada. Fue entonces cuando, en contra de todo lo que cabía esperar, Bernard Sculteti, que había viajado desde Roma con motivo de aquella cuestión, intervino:

– No estamos hablando de tratos entre embajadores. De lo que se trata es de devolver al obispo de Danzig al seno de la Iglesia. Por consiguiente no necesitamos a un diplomático, a pesar de la habilidad que pueda tener el reverendo Nicolás, sino a uno o varios teólogos. Y por lo menos en esas materias, uno de nuestros excelentes amigos no nos supera…

Hubo algunas sonrisas. Fue Tiedemann Giese el elegido, y Nicolás se sintió traicionado por sus dos mejores amigos, con la sensación de que querían arrojarlo en marcha a la cuneta de la historia, de que querían arrinconarlo entre sus cálculos y su astrolabio. «¡Que se divierta haciendo juegos malabares con los planetas, y deje de entrometerse de una vez en las cosas serias como son las creencias, las guerras y la vida de los hombres!»

Bernard Sculteti, después de la muerte de León X y con el intervalo de los veinte meses que duró el efímero Papa de Carlos V, el holandés Adriano VI, había recuperado sus funciones de capellán junto a su sucesor; cambió de amo pero no de familia, porque Clemente VII era también un Médicis.

– Compréndelo, Nicolás -explicó a un Copérnico despechado-, no debes exponerte en este momento. Sé muy bien que Giese y tú coincidís con las personas que, como Erasmo, piensan que es posible aún lograr un compromiso entre Lutero y Roma. Pero es demasiado tarde, querido. La ruptura se ha consumado. El monje de Wittenberg ha sido expulsado de la Cristiandad. Erasmo, dicho sea de paso, lo ha entendido perfectamente y parece que se inclina más hacia la Iglesia. Se ha acabado. Vivimos un cisma, sufrimos la mayor herejía de todos los tiempos. Si después de Sajonia y Brandenburgo, Polonia cae a su vez, nadie puede saber qué ocurrirá. Pero tú, Nicolás, ten cuidado. Tu viejo enemigo Alberto de Prusia ha intentado atraerte hacia los luteranos a través de los distintos trabajos que te encargó. Tu respuesta evasiva no ha hecho sino aumentar su resentimiento hacia ti. Si no te mantienes al margen de este asunto, tu vida no valdrá mucho.

Sculteti había aceptado con entusiasmo la invitación a instalarse en casa de Copérnico durante su estancia en Frauenburg. Después de la reunión del capítulo relativa al obispo de Danzig, él, Nicolás y Tiedemann Giese habían vuelto a reunirse en la biblioteca de la torre de las murallas, donde Ana les había servido una colación. Copérnico se había tranquilizado al escuchar las explicaciones de su antiguo cómplice en las «campañas italianas», como decían bromeando. Sin embargo, seguía pareciéndole desagradable el verse marginado, él a quien nada le gustaba tanto como la acción.

– En resumen -refunfuñó-, en mi lugar tú habrías rechazado categóricamente las propuestas del gran duque. Incluida esa maldita traducción de mi ensayo sobre la moneda.