El bando de los moderados, capitaneado por Copérnico y Giese, se sintió muy aislado. Decidieron apelar al propio rey de Polonia, porque Segismundo I era partidario de cierta libertad de culto para los luteranos, si bien con cierto número de limitaciones y restricciones. Así pues, el monarca envió a uno de sus representantes a los dos canónigos. Y Copérnico tuvo la muy desagradable sorpresa de ver llegar a su casa de Frauenburg a quien él llamaba con mucha justicia «el Glimski de Segismundo», del que sospechaba que había proporcionado a Alberto de Prusia el boticario que envenenó a su tío Lucas: el caballero Johann von Flachsbinder, alias Dantiscus.
A los dos hombres les costó un gran esfuerzo dar a su conversación un tono normal. Por fortuna, apareció Giese e hizo con habilidad el papel de bichero o de cojín para que el poderoso navío de Dantiscus no se rozara demasiado con el áspero rompeolas de Copérnico. Este último condujo hasta el observatorio a su visitante, que demostró tener algunos conocimientos de astronomía y le propuso enviarle una esfera armilar y un reloj que le había regalado tiempo atrás el emperador Maximiliano. Por toda respuesta, Copérnico recordó de pronto que su canonjía le obligaba a viajar con urgencia a Elbing, para juzgar un pleito sobre lindes. Tendría que salir al alba del día siguiente, de modo que sería mejor debatir ahora el tema que había traído a Frauenburg al emisario real.
Giese, que no sabía nada del contencioso entre los dos hombres, había estado a punto de decir a su amigo que él mismo podía suplantarle como presidente del tribunal de Elbing, pero al instante comprendió que la manera brutal como Nicolás había cambiado de conversación era un modo de mostrar que no quería tener nada que ver con Dantiscus. Así pues, los tres hombres tomaron la decisión de escribir una carta abierta al canónigo Reich, que sería una llamada general a la tolerancia y a la reconciliación. La epístola en cuestión se imprimiría en Cracovia, y no en Danzig.
– La firmaré yo solo -dijo Giese, acordándose de las palabras de Sculteti-. El genio del reverendo Copérnico ha provocado ya demasiados odios y celos. Sería malo para su seguridad y para sus trabajos el aparecer de ese modo a la luz pública.
– Te agradezco la atención, Tiedemann, pero no tengo ninguna necesidad de que me protejan. Firmaremos los dos.
– Pero Alberto de Prusia…
– Su alteza el gran duque -intervino Dantiscus- aprueba sin reservas este proyecto, que va en el sentido de la paz y la prosperidad. Pero es cierto que el nombre de Copérnico puede avivar en él recuerdos desagradables. Con todo, ese nombre posee tal prestigio de sabiduría tanto en Polonia como más allá de sus fronteras, que dará más fuerza al escrito.
Giese, que conocía demasiado a su amigo y su terquedad, propuso una solución intermedia: firmaría solo, pero señalaría con claridad en el incipit que Nicolás Copérnico había intervenido en la redacción de la carta. Así se hizo. El texto, escrito a cuatro manos por los dos amigos, era un verdadero canto a la tolerancia y la comprensión mutua. Todos los filósofos y hombres de buena voluntad que había en Polonia se lo quitaban de las manos. «Rehúso el combate», afirmaba de entrada. Y el canónigo Félix Reich, al que iba dirigida la epístola, respondió que lo que él deseaba no era la lucha con las armas, sino el debate de las ideas, la confrontación pacífica con las palabras. Ermland pareció entonces apaciguarse, y toda Polonia, con ella, elegir no a Lutero ni a Roma, sino a Erasmo.
El sabio de Rotterdam acababa de publicar Del libre arbitrio, una obra en la que preconizaba, más allá de las tortuosas querellas teológicas, el retorno a la sencilla moral cristiana. Copérnico y Giese habían leído la obra y se habían inspirado en ella, pero no habían tenido conocimiento de la mordaz respuesta de Lutero, Del siervo arbitrio. Debido a que consideraba muy debilitado al papado, y en tanto que su enemigo más temible, Carlos V, estaba absorbido en su conflicto con Francisco I de Francia, el monje de Wittenberg decidió clarificar las cosas con aquellos que, anteriormente, habían aprobado una parte de sus ideas e intentado llegar a un compromiso que permitiera evitar la guerra. Así pues, situó a Erasmo y a quienes compartían su punto de vista en el campo enemigo, y los calificó de escépticos y, en la práctica, de ateos. Entre ellos, incluyó a Nicolás Copérnico.
Con su lenguaje florido y voluntariamente popular, tronó en sus sermones contra un astrólogo polaco que intentaba probar que la Tierra se movía y pivotaba sobre sí misma, en lugar de hacerlo el firmamento, el Sol y la Luna; lo cual iba en contra de todos los escritos sagrados. Y se interrogó en voz alta, con una ironía rústica, si aquel Copérnico era un secuaz de Satán o simplemente un imbécil; por caridad, prefería la segunda alternativa. Luego, como se sabía incompetente en ese género de materias, prefirió lanzar contra el canónigo de Frauenburg a su principal lugarteniente, el profesor de griego y de matemáticas Philip Melanchthon, encargado por él de dialogar con cuantos sabios, profesores, artistas y filósofos había en Europa, al tiempo que emprendía la hermosa y excelente reforma de las universidades partidarias de Lutero, reforma de la que aún nos beneficiamos en nuestros días.
Melanchthon decidió entonces dar personalmente conferencias sobre astronomía en las que defendió, con su gran erudición, las teorías de Tolomeo. Contrariamente a lo que podía esperarse de una persona a la que todos calificaban de amable, prudente y moderada, Melanchthon, al concluir sus clases, exponía rápidamente y en tono de burla las tesis de Copérnico, «como si alguien que viajara en coche o en barco creyera estar inmóvil y en reposo, y fueran la Tierra y los árboles los que se movieran. Tal es la época en que vivimos: quien desea brillar tiene que inventarse algo original y convencerse de que es el mayor descubrimiento de todos los tiempos». Peor aún: dijo repetidamente en público que rezaba todos los días para que apareciera un príncipe lo bastante buen cristiano para hacer ahorcar a ese astrónomo que se atrevía a contradecir las Sagradas Escrituras.
Pese a cuanto se ha dicho y repetido, aquello no fue un efecto de estilo, una broma, un «chiste» a la manera de los que solía hacer Lutero. Era nada menos que una amenaza de muerte, un anatema. Y el príncipe en cuestión, todo el mundo lo entendió así, no podía ser sino el gran duque Alberto de Prusia y de Brandenburgo. A Tiedemann Giese le asustó aquel desafío. Suplicó a su amigo que pusiese fin de inmediato a sus observaciones astrales, que se hiciera invisible, que hiciera todo lo posible para que lo olvidaran. Naturalmente, por llevar la contraria, Nicolás decidió que la mejor defensa era el ataque, según la consigna de su amigo florentino Maquiavelo. No se contentó con reemprender la redacción de su anti-Almagesto, muy olvidado en los últimos tiempos, sino que, en un súbito frenesí de correspondencia, anunció la inminente finalización de su obra a los profesores de matemáticas de todas las universidades de Alemania y de Polonia, reformados o no, teniendo buen cuidado de incluir entre ellos a Melanchthon, como un desafío. Adjuntaba a su mensaje, para aquellos que no lo conocieran, su Resumen, y unas tablas astronómicas más completas. No olvidó a los italianos, en particular a Sculteti, a quien dio autorización para exponer ante quien quisiera su visión del mundo. Sculteti le contestó que se dedicaría a ello tan pronto como lo permitieran las circunstancias: las tropas imperiales ocupaban aún la ciudad.