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Porque era eso a lo que quería dedicar su vida. En realidad, Nicolás Copérnico no sabía muy bien hacia dónde encaminarse. O más bien, deseaba devorarlo todo. Euclides, después la revelación de estudios recientes sobre la perspectiva en la pintura, sin olvidar las obras de renovación en curso en el castillo real, en la universidad y en varias iglesias de la ciudad, le parecían señales que lo convocaban de forma irresistible hacia la arquitectura. ¡Ser en Cracovia lo que había sido Brunelleschi en Florencia! ¡Construir! ¡Unir la belleza a la utilidad! Y todavía más ambiciones y sueños: seguir a Ficino o a Pico y excavar en el mantillo de la historia para desenterrar los textos auténticos de los siglos desaparecidos, textos olvidados o deformados, traicionados, sumergidos bajo la superficie de los palimpsestos o las falsificaciones de los copistas. Hacerlos renacer en su pureza prístina, traducirlos después al latín o bien a la lengua vulgar.

Pero Copérnico apenas alzaba su nariz hacia las estrellas y la danza de los planetas, a pesar de las incitaciones de su maestro, que por su parte sentía una afición apasionada por ese género de cosas. Nicolás no veía el menor interés en buscar en el cielo signos del futuro de los hombres; era algo que le recordaba demasiado la glosa de los exegetas. Condescendía aún con el Almagesto de Tolomeo, porque en aquella teoría planetaria había algunas sutilezas matemáticas; pero sus Tetrabiblia, que Nicolás se había visto obligado a leer en una mala traducción latina de la que un oscuro monje copista había hecho desaparecer los pasajes que le parecían excesivamente paganos para sustituirlos por comentarios confusos, le habían parecido de una pretensión que sobrepasaba todos los límites, y de una vanidad llena de verborrea. Atreverse a fijar el mundo de una vez por todas… «Ese Tolomeo no es más que un pedante», dijo un día a su maestro, que a punto estuvo de morir de un ataque de apoplejía. Nicolás decidió entonces no ocuparse más de lo que consideraba un mundo de inepcias y vaguedades: la astrología.

Una mañana de carnaval, Nicolás Copérnico se apartó de sus estudiosos condiscípulos para unirse a la alegre banda capitaneada por su hermano mayor Andreas, que lo esperaba en la taberna llamada del Colegio, y que los estudiantes habían rebautizado con el nombre de «Aquí mejor que enfrente».

Cuando Nicolás bajó de un salto los seis escalones que conducían a la sala baja en la que una veintena de jóvenes estaban sentados en torno a una gran mesa, fue recibido con un abucheo generaclass="underline"

– ¡La puerta! ¡Vete al diablo! ¡Ahí fuera no hay calefacción! ¿Quieres matarnos de frío?

El recién llegado los contempló con un aire cómicamente desdeñoso:

– Vaya unas señoritas melindrosas. ¿Es que la cerveza y el alcohol de centeno no bastan para calentaros?

Esquivó por poco una jarra que le había lanzado uno de los estudiantes y luego, con una lentitud calculada, subió los escalones de la entrada, abrió la puerta de par en par y, saludando con una profunda reverencia al viento glacial que entraba entre torbellinos de nieve, declamó:

– ¡Bienvenido a nuestro palacio, monseñor Carnaval! Consintió finalmente en cerrar la puerta, entre los aplausos y los gritos de sus camaradas. Cuando el carillón de San Estanislao dejó oír catorce campanadas, la borrachera empezaba ya a hacer vacilar las cabezas y el cerdo que se asaba en el espetón de la chimenea había adelgazado hasta un punto asombroso. Las conversaciones eran menos fluidas. Andreas se puso en pie, golpeó la jarra con su cuchillo y dijo a voces:

– Señores, señores, no iréis a dormiros ahora, cuando la fiesta apenas acaba de empezar. Es cierto que no hay carnaval sin borrachera, pero tampoco hay carnaval sin mujeres, bacanal sin bacantes. Dejad que os lleve al mejor burdel de la ciudad.

Fuera, había dejado de nevar. En el cielo, limpio de nubes, el sol hacía relumbrar el blanco cegador de la calle y los tejados. Bajaron hacia el puente que cruzaba el Vístula helado y entraron sin dificultad en la ciudad nueva. Era un día festivo y las puertas estaban abiertas. Atravesaron el barrio de la judería. Puertas y ventanas estaban cerradas. El pueblo de Abraham sabía demasiado bien que la fiebre del carnaval siempre corría el peligro de desatarse contra sus casas, matar a sus hijos, violar a sus mujeres. Al pasar delante de la sinagoga, uno de los compañeros de Copérnico escupió. Los demás empezaron a gritar y a golpear con sus bastones o sus espadas los muros y las puertas:

– ¡Muerte a los judíos, envenenadores de pozos, profanadores de la hostia, comedores de niños!

Nicolás se mordía los labios, silencioso, maldiciendo su cobardía por no atreverse a ejercer de aguafiestas. Su tío Lucas y su maestro Brudzewo -al que algunos calificaban de converso- le habían enseñado que aquellas gentes, fugitivas de Francia y España, habían sido acogidas en Polonia por el primer Jagellon para que un país todavía bárbaro pudiera aprovechar sus conocimientos sobre medicina, lenguas antiguas, letras de cambio y otros saberes que eran también los de Arabia, Persia, India o Catay. Se sintió aliviado cuando el cortejo salió finalmente de la judería sin haber tropezado con ninguno de sus habitantes, porque a buen seguro lo habrían atacado.

Entraron en el barrio de los húngaros, de una reputación pecaminosa bien establecida. Adosado a la muralla, un gran edificio de color cinabrio se aferraba a las gruesas almenas como una hiedra mineral y maloliente. Un farol rojo, cubierto por un capuchón de nieve, colgaba frente a la puerta claveteada y pintada de un rosa repulsivo. Nicolás conocía aquel albergue, en cuya enseña se leía «El Ramillete de Violetas», por haberlo visitado dos o tres veces antes, en el curso de alguna juerga esporádica. En cambio su hermano Andreas, acompañado siempre por el bravo Philip, que le servía de guardaespaldas, era un habitual. De modo que cuando se abrió la mirilla, no les pusieron ningún obstáculo para entrar, porque el patrón había reconocido a uno de sus clientes más asiduos.

La gran sala en la que entraron pretendía imitar a un harén turco, con paredes revestidas de azulejos con arabescos, y almohadones amontonados por todas partes, sobre los que estaban tendidas una docena de muchachas casi desnudas. En el centro había un pequeño estanque circular, sin agua, repleto de flores secas. Hacía un calor infernal porque en la chimenea y en las dos estufas, que nada tenían de turco, rugía el fuego, alimentado sin cesar por una anciana sirvienta.

No eran más que ocho estudiantes. Los demás, más tímidos o sencillamente prudentes, habían preferido quedarse en la ciudad alta para seguir el desfile del carnaval. Mientras sus compañeros se repartían risas y codazos, Andreas, sintiéndose en su elemento, señaló a una muchacha muy joven, de tez oscura, larga cabellera negra y unos ojos inmensos realzados por una gruesa capa de polvos, que se mantenía un poco apartada.

– ¡Vaya, una nueva! ¿Cómo te llamas, pequeña?

– Cleopatra -respondió la muchacha, con un fuerte acento bohemio.

Su delgada túnica transparente y la diadema de hierro que llevaba podían, con mucha imaginación, recordar el atuendo de la reina de Egipto.

– Pues bien, Cleopatra -replicó alegre Andreas-, ven a dar al césar lo que es del césar.

Y la pareja subió abrazada la escalera que rechinaba, mientras Nicolás empezaba a sentir una incomodidad aguda. Había bebido menos que los demás, y el paseo bajo aquel frío lo había despejado. No era la visita al burdel lo que le incomodaba hasta ese punto; se había provisto de un condón de vejiga de puerco, previendo lo que iba a ocurrir. Pero se sentía inquieto sobre todo por la actitud que su hermano, desde el principio, había tenido en la taberna. Andreas había estado bebiendo con rabia una jarra tras otra, y luego, en la judería, había gritado tales insultos que su hermano pequeño no reconocía ya a su amigo de la infancia, al hermano con el que lo compartía todo, no como el primogénito, sino como un gemelo. Lo cierto era que, desde que se instalaron en Cracovia, Andreas había cambiado. Unas veces adoptaba aires de cabeza de la familia, lo que resultaba muy molesto porque aquel muchacho frágil como el cristal, siempre en tensión y con los nervios a punto de saltar, en realidad tenía necesidad de ser protegido por un Nicolás sensato y reflexivo, o por un Philip sólido y lleno de buen sentido; otras veces desaparecía durante toda una semana y no asistía a las clases, sin que su hermano menor consiguiera averiguar dónde había pasado aquel tiempo.