Le habría gustado que alguno de sus corresponsales le discutiera, o que sugiriera algo que lo incitara a ir más lejos, a corregirse incluso. Pero su aldabonazo había sido demasiado fuerte. Sobre las revoluciones aparecía ahora, ante la élite de la astronomía, como una fortaleza sin grietas, y su autor como el más sabio de los astrónomos de todos los tiempos. Así pues lo consultaban, pero no sobre los temas que él habría deseado. Él quería mantenerse en el terreno de la matemática pura, y sus corresponsales se entregaban a todo tipo de especulaciones astrológicas. Ahora bien, esa habilidad de la astrología para penetrar el velo oscuro que oculta los destinos humanos era totalmente extraña al pensamiento de Copérnico, y él se negaba a estudiar nada que no estuviera basado en el cálculo. Así respondía a quienes le pedían su opinión sobre tal o cual relación entre un fenómeno astral ocurrido en un pasado lejano y la caída de un imperio o el nacimiento de otro. Esperaba que acabaran por cansarse de escribirle sobre esos temas, pero fue en vano. Su pesimismo acerca de la naturaleza humana no hizo sino fortalecerse.
En el año 1537, murió el obispo Ferber. Contrariamente a la costumbre, en esta ocasión fue el rey quien envió una lista de nombres al capítulo para su sucesión. Entre ellos figuraban su antiguo secretario Dantiscus, nuevo obispo de Kulm, un canónigo de Frauenburg agobiado por las deudas, y un disoluto notorio. Giese se responsabilizó entonces de viajar a Cracovia acompañado por otro canónigo, Dietrich von Rheden, para suplicar al rey que retirara a ese último candidato y lo sustituyera por Copérnico, que había dado recientemente una conferencia ante el Papa. Segismundo I aceptó gustoso la sugerencia: de todos modos estaba firmemente decidido a nombrar a Dantiscus, su favorito, y Copérnico le servía de pantalla. Fue así como el antiguo cómplice de la muerte de Lucas entró a gobernar el obispado de Ermland. Y el rey no se privó de cometer una pequeña perfidia suplementaria: hizo que, en Kulm, a Dantiscus lo reemplazara Tiedemann Giese. La audiencia que había concedido a este último podía aparecer, así, como una transacción en la que Copérnico resultaba el único perdedor. De modo que el nuevo obispo de Kulm corrió a casa de su amigo para explicarle que él no había tenido nada que ver en la decisión.
Por toda respuesta, Copérnico lo felicitó calurosamente, y le dijo que aquello no era más que la justa recompensa por su hermosa epístola a Reich. Giese no percibió ninguna malicia en la frase: había olvidado que fue Nicolás quien escribió prácticamente la totalidad del texto que él se limitó a firmar.
– El juego ha concluido, querido Tiedemann, mi carrera eclesiástica se estancó hace ya veinte años a las puertas del capítulo de Frauenburg. En eso coinciden mis enemigos y mis amigos. Los primeros tiemblan aún, después de dos decenios, cuando se acuerdan de la inmensa sombra de Lucas Watzenrode. Los segundos, como tú o Von Rheden, deseáis que yo no sea otra cosa que un astrónomo con la nariz metida en las estrellas, un espíritu puro encerrado en su torre, repasando una y otra vez sus cálculos abstrusos y esotéricos, un icono cuya gloria se derramaría sobre todos los que me rodean. ¡No, no, no protestes! Lee la carta que acaba de enviarme, desde Roma, nuestro querido Schönberg…, ¡perdón!, su eminencia el cardenal de Capua.
Giese leyó en voz alta la carta de su antiguo condiscípulo de Ferrara, entre exclamaciones de alegría. Estaba fechada el 1 de noviembre de 1536: «Me he enterado de que no sólo conoces admirablemente los descubrimientos de los matemáticos de la Antigüedad, sino que incluso has construido una nueva doctrina del mundo según la cual la Tierra se mueve, mientras que el Sol ocupa el lugar más bajo y, en consecuencia, central del Universo; que el octavo cielo permanece fijo y eternamente inmóvil; que sobre todo ese sistema astronómico has escrito unos Comentarios, y que, después de calcular los movimientos de los astros errantes, has compuesto unas tablas para gran admiración de todos. Por esa razón, hombre sapientísimo, te ruego con el mayor apremio que comuniques a los sabios ese descubrimiento tuyo, y que me envíes tan rápidamente como te sea posible los frutos de tus meditaciones nocturnas sobre la esfera del mundo, con las tablas y todo cuanto te parezca oportuno acerca del tema. Y he encargado a Von Rheden que haga copiar todo eso y haga que me lo envíen, a mi costa. Y si quieres hacer tal como yo te lo pido, comprobarás que tratas con una persona que tiene tu nombre en la mayor estima y que está llena de deseos de hacer justicia a tu genio. Hasta pronto.»
Tiedemann levantó la vista y dijo:
– ¿Es que no le enviaste tus Revoluciones?
– Lo olvidé. O más bien, minusvaloré sus conocimientos de astronomía, al pensar que no entendería nada. Al parecer, no es el caso. ¿Ha sido Von Rheden, al que cita en la carta, o tú, quien ha cometido la indiscreción de hablarle de mi obra?
– Los dos, querido, los dos. Nos hemos conjurado para proteger tu renombre tanto, si no más, como Alberto de Prusia, Dantiscus y Melanchthon se conjuran para difamarte. ¿Quién iba a hacerlo, si no? ¡Tú no, viejo oso, tú no! Presumes de haber sido un diplomático hábil en la época de tu juventud. Pues parece que tus dotes se han gastado con la edad. ¿Has entendido por lo menos lo que significa la última frase de Schönberg: «Comprobarás que tratas con una persona que tiene tu nombre en la mayor estima y que está llena de deseos de hacer justicia a tu genio»?
– ¡Claro que sí! -exclamó Copérnico-. Está agitando la púrpura cardenalicia delante de mis narices, como se pone la zanahoria delante del asno para conseguir que camine. ¿Cardenal, yo? Hace diez años, soñaba con serlo. Hoy, imitaría a Erasmo y rechazaría el cargo. Por las mismas razones que éclass="underline" nadie me forzará a elegir mi bando entre católicos y reformados. Igual que el que se llama a sí mismo «el más sabio de los hombres», yo me encuentro en otro lugar: en el bando de la libertad.
– De todas formas -protestó Giese-, ese mensaje de Schönberg se parece muchísimo a un imprimatur pontifical. O por lo menos, a la promesa de obtenerlo. Hay que imprimir, Nicolás, hay que imprimir las Revoluciones.
– Imprimir…, dar a los zánganos y a los calumniadores otra ocasión para picarme… Sabes de sobra que no existe remedio contra su picadura. ¿Recuerdas la carta de Lisias a Hiparco, que yo traduje hace años?
– Me la sé de memoria -se enorgulleció Giese-: «No conviene divulgar a todo el mundo lo que hemos adquirido con tanto esfuerzo, del mismo modo que no se permite admitir a las gentes ordinarias a los misterios sagrados de las diosas de Eleusis.» Pero los tiempos han cambiado, Nicolás. El mundo no es más que un gran barullo, y Pitágoras no puede guardar silencio.
Copérnico dejó escapar un irónico silbido admirativo:
– ¡Bravo, monseñor Giese! ¡Cómo cambia a un hombre una mitra de obispo! Pero la cita en que yo pensaba era otra. No poseo tu prodigiosa memoria, pero venía a decir, más o menos, que revelar la verdad desconsideradamente y sin que importe a quién, era como si…, eso es, ahora lo recuerdo…, «como verter agua pura en un vaso lleno de inmundicias: sólo se consigue remover la basura y estropear el agua». No, Tiedemann, deseo «reformar» la astronomía ¡pero no seré su Lutero! No colgaré mis tesis en el tablón de mi observatorio. ¿Puede alguien saber si gritar a voz en cuello que la Tierra gira alrededor del Sol y de su propio eje no provocará tantos odios y hará verter tanta sangre como una traducción de la Biblia a la lengua vulgar?