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Giese no se atrevió a responder que una disputa entre sabios y filósofos casi nunca había causado la muerte de un hombre. Pensó en Sócrates, en Abelardo o en el hermano de Domenico Novara, Giorgio, quemado en la hoguera en Bolonia en 1500, o en el médico Georg Iserin, un antiguo condiscípulo de Padua, que había sufrido la misma suerte en Austria, hacía ahora ocho años… Pero no se abstuvo de remedar en tono cómico su futuro papel como obispo de Kulm, tronando como lo haría desde el púlpito contra los pecadores:

– ¡No creas que vas a librarte a tan poco precio, Nicolás! ¡Te aseguro que algún día te arrancaré de las manos tus Revoluciones y yo mismo haré funcionar la prensa en la que nacerá tu gran obra!

Y se sirvió otra copa de frascati, el vino blanco del Lacio, suave y ligero al paladar, que su eminencia Nicolás Schönberg, cardenal de Capua, había enviado, acompañando su carta, a sus antiguos camaradas de la nación alemana.

En cuanto se tocó con la mitra de obispo de Ermland, el amable y espiritual diplomático Dantiscus, cuyas innumerables amantes andaban dispersas por todos los rincones de la Cristiandad, se metamorfoseó en un prelado rígido y austero. ¿Era sincera aquella conversión, o seguía las órdenes de su amo Segismundo I? ¿Quién habría podido decirlo, de no ser su confesor? En todo caso, mientras en el resto de Polonia las dos religiones vivían, si no en armonía, al menos ignorándose mutuamente, en Ermland, y únicamente en Ermland, que los documentos oficiales llamaban ahora con su nombre polaco de Warmie, los libros y los panfletos venidos de los países reformados empezaron a arder bajo la antorcha de los prebostes.

Pero antes incluso de arremeter contra lo que llamaba «los lugares envenenados por la herejía», el antiguo amigo de Melanchthon decidió limpiar su propia casa, es decir, la catedral de Frauenburg. Sus canónigos administraban muy bien el obispado, unidos bajo la dirección de Copérnico, y no desviaban el menor zloty de los impuestos que percibían. La marcha de Giese a la vecina Kulm no les había debilitado, antes al contrario: se había convertido en su principal apoyo. Aliados con la Liga burguesa de Prusia, combativamente apegada a sus libertades, muy bien podían formar un frente común contra su nuevo obispo, como habían sabido hacer tiempo atrás contra los caballeros teutónicos. Aunque buen número de ellos eran nuevos, las costumbres adquiridas bajo el puño enérgico de monseñor Lucas se habían convertido para ellos en una segunda naturaleza.

Sin embargo, el capítulo tenía un eslabón débiclass="underline" Alejandro Soltysi, alias Sculteti, hermano del capellán del Papa. Pero después de encabezar la oposición a Nicolás, se había unido a él en el momento de la última guerra teutónica. Y se había hecho más prudente. El, que antes llevaba una vida de gentilhombre disoluto, ahora convivía con una mujer de la que se decía que había sido moza de posada o algo peor, pero que después se había transformado, como sucede con frecuencia, en una madre de familia irreprochable. El caso es que el canónigo aparecía demasiado en público con ella y sus hijos, como cualquier hidalgüelo de provincias. Giese y Copérnico le recomendaban más discreción, pero él no hacía caso, convencido, no sin razón, de que su hermano, el capellán del Papa, lo protegería de cualquier crítica.

Pero ocurrió que Bernard Sculteti murió, tal vez de decepción: para romper con la era Médicis, Paulo III iba desembarazándose poco a poco de la corte de sus predecesores León X y Clemente VII. Le tocó el turno a Sculteti. No lo soportó, y su corazón se paró. Copérnico sintió un dolor inmenso: su antiguo preceptor, convertido en el mejor de sus amigos, pero sobre todo en su sostén más ferviente, iba a faltarle cruelmente y a dejarlo solo frente al obispo de Ermland, Dantiscus. Y se reprochó además no haberse interesado lo suficiente en los asuntos vaticanos. Tal vez habría podido solicitar para Sculteti la benevolencia del Papa, su antiguo protector Alejandro Farnesio.

Dantiscus conocía perfectamente los lazos que unían al nuevo pontífice y al canónigo. De modo que intentó congraciarse con el astrónomo, y llegó incluso a ofrecerle globos terrestres, instrumentos de medición a la última moda, mapas, entre ellos el del Nuevo Mundo que le había enviado el conquistador Cortés, y sobre todo dos magníficos planisferios celestes que Alberto Durero, asesorado por los astrónomos Stabius y Heinfogel, había grabado en 1515 en la corte del emperador Maximiliano.

Copérnico le había expresado su agradecimiento, pero de un manera rigurosamente protocolaria. Luego el obispo lo invitó varias veces a comer en Heilsberg, y en todas ellas recibió como respuesta una negativa acompañada por toda clase de testimonios de devoción acendrada y por excusas centradas en lo pesado de las obligaciones de un canónigo, cosa que le habría hecho sonreír si no hubiese significado, en lenguaje llano: «Déjame en paz en mi torre.»

Dantiscus era un diplomático experto pero demasiado convencido de que cada acto y cada palabra encerraban una intención secreta, y por esa razón no podía imaginar que el astrónomo era sincero y que había abandonado toda ambición salvo la de sus investigaciones astronómicas. Y el caso es que Tiedemann Giese, el nuevo obispo de Kulm, no dejaba de repetírselo a su homólogo de Ermland en cada ocasión en que se encontraban los dos prelados, lo que ocurría con bastante frecuencia. El principal partidario del astrónomo lo repetía incluso demasiado a menudo, lo que no hacía sino aumentar las sospechas de Dantiscus: Copérnico estaba preparando algo contra él, y ese «algo» no podía ser otra cosa que alcanzar la púrpura cardenalicia para luego desprestigiarlo a los ojos del Papa. Habría sido fáciclass="underline" a pesar de todo lo que les separaba, Melanchthon y él seguían siendo amigos. Y la mano derecha de Lutero, quizá por cálculo, no dejaba de alabar en todos los tonos las grandes cualidades del obispo de Ermland, lo que tenía molesto al rey Segismundo I y era motivo de regocijo para el gran duque Alberto de Prusia, su vecino.

Entonces Dantiscus, hombre habituado a las soluciones drásticas, decidió asestar a Copérnico un golpe bajo. Fue el Papa quien le proporcionó la ocasión. Paulo III seguía, sin embargo, llevando una vida de príncipe y de amante de las fiestas, la caza y las artes. ¿No acababa de dar a Miguel Ángel Buonarroti carta blanca para acabar su gran fresco del Juicio Final, en el muro situado detrás del altar de la Capilla Sixtina? Pero el hecho de haber prebendado a sus tres bastardos y casado a su bastarda con el mejor postor, no le impidió tomar la decisión de exigir a su clero una vida más virtuosa, para no seguir con ese flanco descubierto a las pullas de Lutero y Melanchthon. Se limitó a una declaración de principios, pero Dantiscus encontró divertido tomarla al pie de la letra. La emprendió en primer lugar con Alejandro Soltysi, al que exigió devolver de inmediato a Danzig a su seudo ama y a los cuatro hijos que había tenido con ella, y después contratar para su casa a un servicio más adecuado a su edad y a su función.

Después de la muerte de su hermano el capellán, la audacia y la capacidad para la intriga de Alejandro se habían hecho mayores. Se negó con altanería, y afirmó que, si el obispo persistía, no dudaría un instante en convertirse en el discípulo más fervoroso de Lutero, que, por lo menos, había sabido aliar sin hipocresía el amor a su esposa y el amor de Dios.

Copérnico comprendió muy pronto que aquel golpe no iba dirigido contra Alejandro, sino contra él mismo. Y por consiguiente, contra Ana. Alertó a Giese pero no se atrevió, por miedo al ridículo, a recurrir a su antiguo protector Paulo III. Fue a ver a Alejandro Soltysi y le pidió sencillamente que fuese a esconder a su familia numerosa a una de sus casas de campo, además de aconsejarle que tergiversara, mintiera y disimulara antes que recoger el guante, como pensaba hacer él mismo en el caso de que Dantiscus la tomara con Ana y él. Porque era eso precisamente lo que quería el obispo: obligar a bascular a Copérnico hacia el campo de la Reforma por razones tan mediocres como el celibato de los clérigos, y así desacreditarlo por completo ante Roma. Además, al salpicar de esa forma a dos de sus miembros, y no de los menos importantes, se prometía domar por fin a aquel capítulo rebelde que siempre había hecho gala de una gran independencia respecto del rey de Polonia. Ya había aprovechado las vacantes dejadas por el difunto Bernard Sculteti, por Giese y por él mismo, para incorporar a hombres leales, muy próximos a la corona.