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La respuesta rozaba la insolencia. Dantiscus dudó un instante acerca de si debía encolerizarse y exigir que el ama de llaves en cuestión saliera de inmediato fuera de la cocina y de la cama del canónigo. Pero aquel diplomático sutil temía el ridículo más que cualquier otra cosa. De modo que prefirió declararse momentáneamente vencido delante de aquel viejo luchador, cuya capacidad de resistencia había menospreciado. Volviendo al alemán, respondió con su sonrisa más afable:

– Tiene razón, querido amigo. Si he utilizado el feo recurso de la convocatoria oficial, ha sido para dejarle sin excusas para rehusar mis invitaciones. Había acabado por creer que me guardaba rencor por el hecho de que su majestad me haya preferido a mí para regir los asuntos de Warmie.

– Muy al contrario, monseñor. No siento hacia vos el menor resentimiento por eso. Mi amigo el obispo de Kulm, Tiedemann Giese, creyó actuar en mi favor al proponer mi candidatura, pero el cargo habría resultado demasiado pesado para mis viejas espaldas.

Subrayó con fuerza aquel «por eso», cargándolo de sobreentendidos.

El obispo palideció un poco, seguro ahora ya de que Copérnico conocía, de una manera u otra, su implicación en la muerte brutal de Lucas Watzenrode, veinticinco años antes.

– Vamos a cenar -dijo, poniéndose en pie. Y añadió en tono de broma-: Ahora que le tengo aquí, no pienso dejarlo escapar. Quiero que me hable de sus Revoluciones de los cuerpos celestes, de la que en toda Polonia me cuentan maravillas. Y le ordeno, me oye bien, señor canónigo, ¡le ordeno que me envíe una copia de esa obra!

Copérnico salió feliz de aquella cena, convencido de que el obispo no volvería a entrometerse en su vida privada. Cantaba victoria demasiado pronto. En efecto, cometió la imprudencia de adjuntar al envío de sus Revoluciones la petición de una pequeña pensión para Soltysi, refugiado en una minúscula vivienda fuera de las murallas de la ciudad, así como la puesta en libertad de la compañera del canónigo depuesto. La respuesta de Dantiscus fue lacónica y conminatoria: no iba a cambiar de opinión, y exigía que, en lugar de ocuparse de las ovejas descarriadas, el astrónomo barriera delante de su propia puerta y despidiera a aquella ama de llaves que arrojaba el descrédito sobre un hombre que por lo demás se había labrado una reputación universal como sabio y como filósofo. Si no tomaba las disposiciones pertinentes, el canónigo de Frauenburg correría la misma suerte que su escandaloso ex colega.

Nicolás Copérnico se había hecho viejo. Cierto que su aguda inteligencia y su apetito de conocimientos seguían intactos. Había conservado buena parte de su vigor físico y todavía se dedicaba con placer a la caza y a la esgrima. Pero había llegado a la edad en la que se aspira sobre todo a una vida regular, rutinaria incluso, en la que cada instante de la jornada tiene su empleo definido y sus ritos. Si al levantarse, en el comedor la sopa estaba demasiado caliente o más tibia de lo acostumbrado, o si faltaba la cuchara, se evaporaban de golpe las ideas que había empezado a hacer funcionar su mente al disiparse las brumas del sueño. Si al entrar en su biblioteca, se daba cuenta de que el criado había movido un par de centímetros el tintero y la escribanía para quitar el polvo de la mesa, sentía una irritación infantil que explotaba más tarde con el menor pretexto. Aquellas manías, aquellas jornadas reglamentadas con la exactitud de un reloj, le resultaban indispensables para el trabajo de reelaboración y corrección permanente de sus tablas astronómicas, a las que añadía el fruto de sus raras observaciones desde la terraza de la torre, o de las aportaciones hechas por sus corresponsales.

Por esa razón, el mensaje hiriente del obispo Dantiscus lo llenó de desesperación. El, que antes tardaba apenas un segundo en tomar la mejor decisión, ahora no sabía qué hacer. Por orgullo, no quiso consultar a Giese, ni alertar al cardenal Schönberg, en Roma, del encarnizamiento con que lo trataba el obispo de Ermland. Al final, Copérnico decidió no decidir nada. Para él estaba descartada la opción de despedir a Ana, no sólo porque llevaba la casa a la perfección, cuidando de que ningún obstáculo lo distrajera de sus trabajos, sino también y sobre todo porque ella era la última parcela de ternura y de alegría que le quedaba en medio de su reclusión. Sin ella se secaría, como un árbol que ya no da fruto. De modo que tendría que tergiversar, prometer todo sin importarle qué, y esperar a que un día Dantiscus se cansara de hostigarlo. Ya que su obispo se enfrascaba en unas disputas tan sórdidas, él se colocaría a su mismo nivel.

Su respuesta fue una verdadera parodia del estilo de un viejo canónigo timorato ante su superior: chato, redundante, obsequioso, tembloroso por el temor de perder sus prebendas y privilegios. Voluntariamente, acumuló detalles domésticos, y afirmó haber encontrado una colocación para su ama de llaves junto a su hermana, superiora de un convento de Danzig; pero pedía un plazo hasta la Navidad para despedirla definitivamente, porque, «ya sabe, ¡es tan difícil, en nuestros días, encontrar personal competente…!». Al humillarse así, rebajaba a su interlocutor. No pudo reprimir, sin embargo, una pirueta final, al datar su carta no en Frauenburg, sino en la traducción al griego del nombre alemán: Gynopolis, la ciudad de las mujeres. Tanto peor si Dantiscus no entendía la lengua de Homero.

Luego esperó. Cada semana, salía de la ciudad para visitar la miserable casucha de Soltysi. Uno de los hijos del canónigo expulsado estaba enfermo, y el antiguo médico de Lucas ponía todo su celo en intentar curarlo. No sólo se negaba a recibir ningún pago, sino que además se las arreglaba para «olvidar» a menudo su bolsa encima de la mesa. Consideraba esa ayuda y sus visitas regulares como un deber respecto del hermano de su amigo difunto.

Un mes antes de Navidad, recibió una nueva carta impaciente y más claramente amenazadora de Dantiscus. El obispo le pedía también que no visitara al expulsado Soltysi, porque eso perjudicaba la reputación de toda la diócesis. De nuevo Copérnico prometió, juró que todo se cumpliría en el plazo previsto. Pero supo también que Dantiscus lo espiaba, sin duda por medio de uno de los canónigos que le eran adictos. ¿Hasta qué punto se envilecería el prelado con la intención de aplastarle? Apenas acababa de enviar su respuesta, cuando Radom le anunció la visita de monseñor Giese, obispo de Kulm.

Tiedemann, al entrar, apretó las manos de Nicolás con una solicitud inquieta.

– Amigo mío, amigo mío, estás metido en un mal asunto. Me encontré con Dantiscus hace unos días. Ese hombre, tan cortés de ordinario, está loco de rabia contra ti. Me dijo que te niegas a aceptar su autoridad, que te muestras insolente, hostil a la jerarquía, y que das a Frauenburg un nombre de burdel. ¿Qué sucede? ¿Aún le guardas rencor por haberte quitado el cargo? Un obispado, querido, no es un patrimonio hereditario.

Copérnico se encogió de hombros, pidió a Radom que les sirviera algo de comer, y luego le contó el viejo conflicto existente entre Dantiscus y él, a partir del asesinato de monseñor Lucas. Cuando hubo terminado, Giese permaneció largo rato pensativo y silencioso. Su amigo acaba de introducirlo en un mundo que siempre le había sido desconocido. Finalmente, apartó las manos de su boca y dijo, como hablándose a sí mismo:

– No, no es por esas viejas historias por lo que Dantiscus os persigue, a ti y a nuestra querida Ana. Si te teme, no es por esa razón. Es el astrónomo amigo del Papa quien le da miedo, no el sobrino de Lucas. Tu prestigio le hace sombra, Nicolás. Y sobre todo… Imagina por un instante que, en mi obispado de Kulm, uno de mis subordinados se llamara Miguel Ángel, Erasmo o… Copérnico. Yo me sentiría en el mayor de los embarazos. Sobre todo, si yo mismo sintiera afición por la filosofía, el arte o la poesía, y tuviera alguna reputación en cualquiera de esos terrenos. La única solución que se me ocurriría para imponerle mi autoridad sería exigirle que trazara una frontera lo más nítida posible entre el canónigo y el genio. Si te comportas como el más humilde de los canónigos y le obedeces en todo, créeme, él dejará que tu genio brille aún más. En ese terreno, no se atreverá a enfrentarse a ti.