– ¡Nunca me separaré de Ana!
– En ese caso, por lo menos salva las apariencias, haz algunas concesiones. Me ha parecido que Dantiscus está bien predispuesto para llegar a un acuerdo. Ese antiguo embajador ante los más grandes príncipes del mundo no me ha parecido que se sintiera demasiado orgulloso por haberse enredado en una disputa tan mezquina. Quiere que cedas, canónigo Copérnico. Cede, pues, para crecer más, Nicolás, nuevo Tolomeo. Escucha lo que te propongo…
Al día siguiente, parte de los enseres de Ana fueron enviados al convento de Danzig, y el canónigo espía de Dantiscus tomó buena nota de ello. Pero el ama de llaves se había marchado discretamente, la noche anterior, a la casa de campo en lo alto de cuya torre se había colgado Andreas años atrás, y que Nicolás había recomprado al capítulo, tanto en recuerdo de su hermano como para contar con un lugar propio al que retirarse si le quitaban sus prebendas o su cargo. Ella fue allí acompañada por Soltysi y sus hijos. La mansión, situada en la cercanía de unos terrenos y de un burgo fortificado que quedaban bajo la responsabilidad del canónigo Copérnico, se encontraba a tan sólo media jornada a caballo desde Frauenburg.
¿Desconocía Dantiscus aquel subterfugio, o cerró los ojos, satisfecho por haber obligado a ceder a su molesto subordinado? En cualquier caso, el burgo de Mehisack nunca tuvo, en el recuerdo de sus habitantes, a un canónigo mejor dispuesto a arbitrar sus pleitos de lindes.
IX
Aquella mañana del 6 de febrero de 1528, el aire era tan helado que parecía a punto de solidificarse en algunos rincones. Sin embargo, la plaza mayor de Feldkirch estaba repleta de gente. Todos los parroquianos de aquella ciudad austríaca, contenidos por una fila de soldados, se apretujaban alrededor de la pira levantada la víspera delante del atrio de la catedral.
De pronto se produjo un clamor:
– ¡Vete a arder al infierno, brujo, demonio, sucio judío!
La carreta que llevaba al condenado se abrió paso entre la multitud. De ella bajó un hombre, empujado sin contemplaciones por los guardias. Tendría unos cuarenta años. Iba descalzo, vestido únicamente con una larga blusa escarlata y un sombrero cónico amarillo encasquetado en la cabeza; y su rostro, a pesar de aparecer desfigurado por morados y hematomas, conservaba una inmensa dignidad. Delante de él un monje, con la cabeza oculta bajo un capuchón y enarbolando un gran crucifijo, subió vacilante la precaria escalera que llevaba al poste plantado encima de la pira, junto al que esperaba el verdugo.
– ¡Papá!
Al oír ese grito, el condenado, que acababa de poner el pie en el primer peldaño que ascendía hacia su suplicio, giró rápidamente la cabeza. Debajo de él, delante de la fila de soldados, un muchacho de catorce años, muy erguido y con una expresión llena de orgullo, estrechaba con fuerza contra su pecho a su madre arrasada en lágrimas. La triste pareja estaba flanqueada por dos monjes dominicos. El condenado gritó entonces con voz firme al chico:
– Joachim, hijo mío, no olvides nunca lo que te he enseñado.
No pudo decir nada más; el ayudante del verdugo lo empujó sin contemplaciones, y él tropezó y siguió su ascensión hasta el poste, al que fue atado. Cuando el monje le tendió el crucifijo, volvió la cara para no besarlo. La muchedumbre redobló sus insultos, y luego retrocedió: unos hombres que empuñaban antorchas rodeaban ahora la pira. Un viajero, seguramente un mercader rico, que había asistido a la breve despedida entre padre e hijo, preguntó entonces a su vecino, un herrador de caballos vestido con su delantal de cuero:
– ¿Qué ha hecho ese pobre infeliz para merecer este castigo?
– Es el doctor Georg Iserin. Un médico estupendo, puede creerme, forastero. Mi chico lo sabe muy bien. Como pago por su curación, Iserin me pidió que le forjara un instrumento diabólico de lo más extraño, puede creerme. Porque ese impío, ese relapso como lo han llamado los jueces, intenta fabricar oro con hierro. Además, parece ser que adivina en las estrellas el porvenir que nos reserva el buen Dios. Por fuerza tiene que ser judío. Eso no le impide conchabarse con el hereje Zwinglio y sus cómplices de Zurich, al otro lado de la frontera, puede usted creerme.
– Le creo, buen hombre, ¡pero me parece demasiado para un solo hombre! -contestó el mercader, medio en serio medio en broma-. Y a su mujer y su hijo ¿qué destino les aguarda?
– ¡Les expulsan! Que se vayan al diablo, o con ese Zwinglio, que es lo mismo, puede creerme.
– ¡Buena idea! Estoy seguro de que Lutero y sus amigos encontrarán en ese muchacho un adversario temible.
Lo dijo de una manera tan irónica que el herrero dirigió una mirada suspicaz a su interlocutor. El abate Nicolás Schönberg prefirió eclipsarse. No era cuestión de comprometer con una broma la delicada misión que le había confiado el Papa ante el archiduque Fernando de Austria y la Liga católica de Feldkirch. Las llamas se elevaron, formando en el aire una espesa columna de humo negro. Pero Georg Iserinno lanzó un solo grito, para gran decepción de sus antiguos pacientes.
Después de ser obligados a presenciar el suplicio, el joven Joachim Iserin y su madre fueron expulsados de la muy católica Vorarlberg y acompañados por una nutrida escolta hasta la frontera con el cantón de Zurich, favorable a los reformados y dirigido con energía por el que era ya conocido como el profeta de Suiza: Ulrich Zwingli o Zwinglio. Con gran caridad cristiana, el tribunal eclesiástico de Feldkirch había autorizado a la viuda y el huérfano a conservar a su lado a un viejo criado, así como un asno y algunas ropas, de modo que los pastores que veían pasar a los proscritos recordaban de inmediato las vidrieras que narraban la huida a Egipto de María, José y Jesús. Todos los bienes del médico habían sido confiscados, y su considerable biblioteca arrojada a las llamas…, a excepción de los libros que se había quedado para sí el obispo encargado de dirigir el proceso por brujería.
El viaje fue largo y penoso. Apiadados de la madre y el niño, los campesinos les ofrecían pan, sopa y, al llegar la noche, el heno de sus granjas, en el que se desplomaban vencidos por la fatiga, de modo que apenas conseguían estorbar su sueño las vacas que dormían debajo de ellos. Por fin llegaron a la bella e industriosa ciudad de Zurich, cuyos altos edificios blancos y grises bordeaban un lago sereno. Joachim quedó maravillado. ¡Qué contraste con la helada Feldkirch, acurrucada en el fondo de su valle alrededor de la fortaleza y la catedral!
No les costó apenas esfuerzo encontrar la vivienda del doctor Gasser, astrólogo y alquimista, antiguo condiscípulo y amigo de Georg Iserin. Aquel hombre, uno de los notables de la ciudad, había sido informado de su condena por el difunto, que le había suplicado que acogiera en su casa a su esposa y su hijo. Petición innecesaria, porque la viuda y el huérfano fueron recibidos por aquella austera familia reformada como si formaran parte de ella desde siempre. Además, por precaución, el hombre quemado en Feldkirch había confiado desde mucho tiempo atrás al médico de Zurich algún dinero, que éste había hecho fructificar de forma juiciosa, de modo que Joachim pasó su adolescencia en un ambiente tan piadoso como impregnado de estudio y de cariño.
El mayor de los hijos del doctor descubrió muy pronto las cualidades del muchacho. Aquel pisaverde de veintitrés años, llamado Aquiles Pirmin, había concluido recientemente un curso en Wittenberg, en el que había tenido como profesor principal a Philip Melanchthon. Tenía que marcharse de nuevo unos meses más tarde para seguir sus estudios de medicina en la prestigiosa universidad francesa de Montpellier, porque tanto en Padua como en las demás facultades italianas, todo el que tuviera la más mínima relación con el luteranismo era persona non grata.