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Desde el momento en que vio al joven Joachim, Aquiles quedó prendado de la belleza angelical del adolescente, de su larga cabellera rubia y rizada, los ojos azul celeste y el rostro pálido de labios muy rojos, con rasgos indecisos aún entre lo viril y lo femenino. Lo sondeó con delicadeza y se dio cuenta con estupor de que Joachim estaba dotado hasta un punto prodigioso para las matemáticas. Aquel guapo Antínoo le explicó con modestia que había sido su padre quien lo familiarizó con el arte de los números casi desde la cuna, pero Aquiles constató que las capacidades de aquella mente virgen iban mucho más allá de las lecciones aprendidas. Y además, le gustaba tanto oír salir de aquellos labios jugosos las cifras y los teoremas enunciados por una voz que todavía no había cambiado… Empezó a llamarlo «Patroclo» o «Alcibíades», apodos que a Joachim le parecían bellos y que enternecían a la señora viuda de Iserin, pero que el doctor Gasser escuchaba con el entrecejo fruncido.

En el corazón del muchacho, el joven fue reemplazando poco a poco al hermano mayor que no había tenido y al padre que había visto morir en la hoguera. La noche antes de su marcha, Aquiles fue a despedirse de su Patroclo en la habitación de éste. Por fin pudo acariciar aquellos bucles dorados y aquellas mejillas de doncella, antes de besar su boca con gusto de cereza.

Gracias a las reformas preconizadas por Melanchthon en las universidades luteranas, Joachim pudo entrar muy pronto en la facultad de Zurich, mientras su tutor, el doctor Gasser, le enseñaba el arte de leer los secretos de la historia de los hombres en los astros. Su camino estaba trazado: sería médico, como su padre. Iría a reunirse con Aquiles en Montpellier. Mientras tanto, iba aprobando exámenes con una facilidad portentosa, como sin querer.

Un día apareció, como un torbellino, un profesor de medicina que había enseñado un poco por todas partes de Europa y, se decía, incluso en la India. Los estudiantes de Zurich se abalanzaron en masa para asistir a las dos o tres conferencias que daba, aprovechando la ausencia de Zwinglio, que había partido al frente de sus tropas para guerrear contra los cinco cantones de la Confederación suiza hostiles a la Reforma. Philippus Aurelium Theophrastus Bombastus von Hohenheim, llamado Paracelso, no les decepcionó: dio su lección en alemán, y después salió al claustro y quemó delante de todos los libros de Galeno y Avicena, de los que llevaba una buena provisión. Luego gritó con voz de trueno:

– Os lo digo, el tolano que crece en mi cogote es más sabio que todos vuestros autores, los cordones de mis zapatos saben más que vuestro Galeno y vuestro Avicena juntos, y mi barba tiene más experiencia que todas vuestras escuelas. No quiero perderme el momento, futuros charlatanes, en que las marranas os arrastrarán por el barro. Ninguno de vosotros podrá esconderse en un rincón tan oscuro que no lleguen hasta él los perros para mearle encima.

El gesto y la diatriba maravillaron a Joachim. Tenía que hablar con aquel hombre a solas.

Nada ni nadie podía resistirse a su encanto, a la resplandeciente belleza de sus diecisiete años, a la pasión con que ardían sus ojos azules y vibraba su voz melodiosa de contralto, casi de castrato, merecedora de cantar bajo la bóveda de San Pedro de Roma. El vehemente y extravagante Paracelso cedió también, después de algunas reticencias: aficionado a la fisiognomía, desconfiaba de los tipos a los que llamaba «jetas de ángel». Él mismo no tenía un aspecto demasiado atractivo: bajo, grueso, rojo como un diablo, nadie se habría girado por él en la calle de no haber sido por la mirada ardiente bajo los párpados pesados, los labios gruesos con su eterna mueca de desdén hacia sus semejantes; y sobre todo de no llevar a rastras, rebotando contra los adoquines, la gigantesca espada que le había regalado un verdugo y cuyo pomo guardaba, según se decía, la piedra filosofal.

Sin embargo, Paracelso no pudo disimular su asombro cuando aquel hermoso joven le recitó pasajes enteros de su obra. Aquella idolatría no disimulada triunfó fácilmente sobre sus reticencias, y dedicó al efebo los seis últimos días y las seis últimas noches de su estancia en Zurich. En el momento de la despedida, aquel irascible curandero le dio algunos consejos:

– Olvídate de la medicina, guapo, déjasela a los charlatanes que la enseñan y la practican tan mal. Ve a la conquista de los secretos de la naturaleza, al corazón de las piedras, al tallo de las plantas, a las vísceras de los animales y de los muertos, y allá arriba, a las estrellas. Porque la piedra filosofal está en todas partes, en el fuego, en el aire, en el agua, en la tierra, y sobre todo aquí…, y aquí.

Su dedo índice gordezuelo y provisto de dos marañas de pelo rojizo señaló el pecho musculoso de Joachim, en el lugar del corazón, y luego su amplia frente blanca como la nieve.

– ¡Viaja, hermoso niño, viaja, ve al encuentro de los grandes hombres de esta época! ¡Escúchales como me has escuchado a mí!

Joachim se echó a los pies de Paracelso, le tomó las manos y las inundó de lágrimas mientras decía entre sollozos: «¡Gracias, gracias!» Un tanto avergonzado, el otro se desasió del abrazo y gruñó:

– Ya basta…, vamos… ¿Qué mosca os ha picado a todos, que me tomáis por un nuevo Mesías? Y a propósito, mi bonito efebo de Israel, tal vez deberías cambiar de nombre. Ni Lutero ni Zwinglio aprecian demasiado a los judíos, desde que vuestros rabinos rechazaron sus propuestas.

– Sólo soy judío por mi padre, maestro, y eso quiere decir que para sus adeptos no lo soy. Mi madre es una Von Lauchen de nacimiento, la última de un linaje de nobles provincianos y sin dinero de mi país natal. Por lo demás, ése es el nombre por el que nos conocen en Zurich.

– Sí. Pues bien, créeme, nadie se andará con remilgos en estas pacíficas regiones en las que conviven mil y una cristiandades. Lutero y el Papa son dos putas que se pelean por la misma camisa. Para ellos, si has sido marrano una vez, lo serás siempre. Te conviene cambiar de nombre, muñeca. Elige un buen apodo latino, como todos nosotros; es lo que da prestigio.

– ¿A mi edad? ¡Sería muy pretencioso!

– ¡Al contrario, al contrario! Adoptas un estúpido patronímico teutón, y nadie se fija en ti. En cambio, si termina en «us», todo el mundo te presta atención. ¿Dónde naciste, gacela?

– En Feldkirch, en el Vorarlberg, pero…

– Feldkirchus… No, demasiado complicado. Espera un poco… Feldkirch, iglesia de campo… Agrotemplum…, no, tampoco vale, demasiado largo… Veamos otra cosa…, si mi memoria no me falla, tus montañas fueron conquistadas hace siglos por el emperador Augusto, que dio a esa nueva provincia de Roma el nombre de Rhetia. ¿Eh? ¡Rheticus! Suena bien. ¡A la vez guerrero y sabio! ¡Ya estás bautizado, mi precioso chiquillo! Lo dicho, Rheticus, ahora mismo escribo unas letras para recomendarte a ese alegre camarada de Melanchthon. Lárgate a toda prisa a Wittenberg y te matriculas en la universidad. Matemáticas, astronomía, teología con salsa luterana, eso es lo que conviene para tu libertad y tu seguridad. Y un bonito título de caballero para disfrazarte aún mejor. Tienes que marcharte de Zurich, Zwinglio es un fanático. Gane o pierda contra los cinco cantones católicos, se revolverá contra las personas como tú y como yo.

– Pero no puedo abandonar a mi madre…

– ¡Tonto, llévatela contigo! No hay nada que guste tanto en Wittenberg como las viudas de mártires de los papistas. Le conseguirás fácilmente un viejo mercader tan rico como solitario, agonizando sobre su saco repleto de oro. Bueno, tengo que marcharme ya. Delicioso momento, en el que no quedan atrás más que enemigos vencidos y corazones destrozados. Tal vez un día volveremos a encontrarnos, si el divino azar así lo quiere. ¡Adiós, Rheticus!