Y Paracelso montó en su caballo, casi tan pelirrojo como él mismo. «¡Querido viejo diablo!», murmuró Joachim al verle alejarse entre torbellinos de nieve en polvo, a lo largo de la avenida rectilínea, con su silueta redondeada a lomos de una montura esquelética.
Un diablo, sí, y quién sabe si, como en el cuento de Fausto, Rheticus no acababa de venderle su alma.
Aquel mismo día, el 11 de octubre de 1531, el profeta suizo de la Reforma, Ulrich Zwinglio, fue muerto por las tropas católicas en el curso de la batalla de Kappel. Mucho más al norte, en Frauenburg, Nicolás Copérnico confió al servicio de correos una veintena de copias de sus Revoluciones de los cuerpos celestes, que iban a diseminarse por las cuatro esquinas del mundo científico y filosófico, en las bibliotecas de los herederos de Hermes Trismegisto y Pitágoras.
Joachim Rheticus tenía dieciocho años cuando se instaló en Wittenberg para seguir los cursos de la prestigiosa universidad. Ahora que la Reforma estaba sólidamente asentada en Sajonia, el verdadero amo de la universidad, Philip Melanchthon, consideró que era hora de volver a su inclinación natural, que le empujaba más hacia el lado de Erasmo que al de Lutero. Así pues, permitió que la enseñanza, ya considerablemente aliviada de lastres medievales, libre de la retórica, de la escolástica y de otros estorbos, se abriese a todas las nuevas ideas. Salvo en las cuestiones religiosas, por supuesto, en las que después de algunos intentos fallidos de acuerdo con Roma, se dedicó ahora a edificar el nuevo dogma como una fortaleza.
Entre las ideas nuevas, estaban las de Copérnico. Fue así como Melanchthon hizo saber al gran duque Alberto de Prusia que su llamamiento a la condena a muerte del astrónomo polaco no era más que una figura retórica que no debía ser tomada al pie de la letra. Seguía fiel, sin embargo, a sus posiciones tolomeístas, y deseaba apagar la mecha encendida de ese barril de pólvora que era el heliocentrismo, al asegurar que la teoría del canónigo de Frauenburg no era otra cosa que un nuevo método de predicción de las posiciones angulares de los planetas. Pese a ello, autorizó a su antiguo alumno Erasmus Reinhold, al que acababa de nombrar profesor de matemáticas elementales, a enseñar la teoría copernicana, a condición de que fuera sometida a controversia.
El espíritu de tolerancia que reinaba por entonces en las universidades ganadas para la Reforma y reorganizadas gracias a sus cuidados, Wittenberg, Nuremberg y Tubinga, no estaba exento de segundas intenciones. En efecto, por la misma época sus competidoras italianas se anquilosaban en la vieja escolástica y los estudiantes extranjeros, empezando por los de la nación alemana, les volvían la espalda.
Cuando Rheticus se presentó ante él, Melanchthon no necesitó consultar las cartas de recomendación de Paracelso y de su antiguo alumno Aquiles Gasser para comprender que se encontraba frente a una perla rara, un muchacho de aptitudes extraordinarias que sólo hacía falta encauzar y desarrollar. ¿Le conquistó asimismo la belleza resplandeciente de aquel arcángel rubio? Es difícil saberlo. Si a su corpulento amigo Lutero le era imposible ocultar sus sentimientos y sus pensamientos, como un tigre siempre a punto de saltar, por el contrario Philip Melanchthon, detrás de su frágil apariencia, siempre sabía controlarse, con la vigilancia en reposo de un gato adormilado.
Después de tan sólo cuatro años de estudios, Rheticus se convirtió en maestro en artes y fue nombrado, a sus veintidós años, catedrático de matemáticas elementales de la Universidad de Wittenberg, mientras que su predecesor, Erasmus Reinhold, tres años mayor que él, pasaba a la de matemáticas superiores. Para alcanzar su maestría, había respondido con brillantez a la pregunta que le había planteado Melanchthon, sobre el fundamento de las predicciones astrológicas.
Su docencia le dejaba ocios suficientes para profundizar sus conocimientos en materia de astronomía. Melanchthon le había desaconsejado proseguir sus investigaciones alquímicas, con más virulencia aún que la utilizada por Paracelso para decirle que se olvidara de la medicina. Pero de una manera mucho menos histriónica y mucho más sibilina, y por consiguiente más amenazadora.
Así pues, Rheticus se resignó a no seguir, al menos de momento, el camino trazado por su padre, y aplazar por tanto el juramento que se había hecho al pie de la hoguera de Feldkirch: vengar al mártir sobrepasándolo.
Entre los dos jóvenes profesores de matemáticas de la Universidad de Wittenberg, las relaciones distaban mucho de ser fraternales. Y Melanchthon no hacía nada por arreglar las cosas: en efecto, su deseo era que Rheticus le sucediera en la defensa de la astronomía de Tolomeo, puesto que Erasmus Reinhold, que ya en el nombre que había adoptado no dejaba la menor duda acerca de sus convicciones religiosas y filosóficas, daba con mucha discreción a algunos estudiantes cuidadosamente seleccionados clases sobre las nuevas ideas de Copérnico. Los dos maestros en artes, cuya hostilidad mutua era casi palpable, aunque muda, se evitaban en la medida de lo posible. Únicamente se reunían para ponerse de acuerdo sobre sus respectivos programas de enseñanza en el inicio de cada nuevo curso universitario, y durante el resto del año para dilucidar algunos otros problemas estrictamente pedagógicos. Reinhold, que era ya padre de familia y un esclavo de su trabajo, encontraba a Rheticus superficial y demasiado afeminado; por su parte, Rheticus había clasificado al profesor de matemáticas superiores entre los trabajadores a destajo y de escasas luces. Sobre todo, le reprochaba el ser totalmente indiferente a la seducción y a la fantasía.
Un día en que Rheticus visitó a su colega para ponderarle los méritos de uno de sus estudiantes del año anterior, advirtió sobre la mesa de Reinhold un volumen con tapas de cartón grueso, anudado con un simple cordel. Mientras exponía su caso, con el rabillo del ojo leyó del revés el título latino, sin nombre de autor, escrito con un pincel grueso en una etiqueta que ya amarilleaba.
– De revolutionibus orbium caelestium… ¿Está usted preparando un nuevo tratado de astronomía, querido amigo? -preguntó cortésmente.
Reinhold cometió la torpeza de apoderarse precipitadamente del grueso volumen encuadernado en tapas de cartón y colocarlo en una pequeña tarima, detrás de su sillón.
– Un manuscrito sin interés que me ha enviado un viejo canónigo papista medio loco, recluido en el último rincón de su Polonia natal, y con pujos de astrónomo. El tipo de pedantón que pretende redescubrir el mundo y sólo inventa la sopa de ajo. Seguro que usted también recibe elucubraciones parecidas, a montones, ¿no es así? Esas personas nos hacen perder un tiempo precioso, pero hay que leerles por fuerza… A veces se encuentra alguna perla en ese montón de basura.
Exageraba tan visiblemente su indiferencia y su fastidio, que el resultado fue que picó la curiosidad de Rheticus. Con el aire más desenfadado que pudo, respondió:
– ¡Préstemelo, entonces! Esas estupideces me divierten. Y quién sabe si un día no reuniré un florilegio para ofrecérselo a mis estudiantes. Estoy profundamente convencido de que la risa puede ser una excelente forma de enseñanza.
– Por desgracia, me es imposible. Esta obra me fue confiada por el reverendo Melanchthon, y no existe más que un solo ejemplar en el mundo.
– ¡Ah, vamos! Me había parecido entender hace un momento que ese canónigo polaco le había enviado la obra a usted -insistió Rheticus con desenvoltura.
Reinhold palideció: había sido cazado en una mentira flagrante. Acortó la entrevista todo lo que pudo sin faltar a la cortesía. Rheticus fue a continuación a casa de Melanchthon y, disimulando su ardiente impaciencia, le preguntó: