– Estoy a punto de acabar mis comentarios a La Esfera, atribuida a Proclo. Pero antes de entregarlos al impresor, quizá me sería útil disponer de informaciones complementarias. ¿Ha oído usted hablar, reverendo, de un canónigo polaco que ha dicho cosas interesantes sobre el tema?
– ¿Copérnico de Thorn? ¿Quién le ha hablado de él?
– No me acuerdo muy bien. Tal vez el doctor Paracelso, durante nuestro encuentro en Zurich… Pero usted conoce mejor que yo las extravagancias de ese buen hombre y…, ni siquiera sé si fue ése u otro, el nombre que mencionó. Y además, los polacos tienen patronímicos muy difíciles de recordar…
El reformador, tan desconfiado casi siempre, no detectó la menor malicia. Había compuesto en secreto la carta zodiacal de su antiguo alumno y se había convencido así, tanto del genio de Rheticus, cosa que estaba muy lejos de ser falsa, como también de su candidez. En ese punto, la «jeta de ángel» de Joachim lo había engañado. Le dijo entonces, intentando hacer vibrar su cuerda sensible:
– Hijo mío…, permita que lo llame así, porque después de todo he sido un poco el progenitor del excelente profesor que ha llegado a ser. Hijo mío, deje esas nuevas teorías muy poco canónicas para Erasmus Reinhold. Él se deleita con ellas. Usted conténtese con remontarse a las fuentes, a los antiguos y a su sabiduría. Tal vez esa práctica temple un poco…, yo soy un optimista incurable…, su entusiasmo y sus ardores un tanto desordenados.
Rheticus conocía demasiado bien a su antiguo profesor de griego para saber lo que disimulaba detrás de aquella perpetua ironía cáustica. Se retiró muy contento: se había enterado del nombre del autor del misterioso manuscrito, y, con toda evidencia, aquellas Revoluciones no habían sido compuestas por un chalado. Por el contrario, se había dado cuenta de que bajo aquellas tapas de cartón se escondía algo mucho más importante de lo que habían dado a entender Melanchthon y Reinhold. Ahora era necesario dejar que pensaran que el incidente había quedado zanjado y olvidado, para después llevar a cabo su propia investigación, a solas y con la mayor discreción.
Esperó pacientemente hasta la clausura anual de la universidad, pero el nombre de Copérnico lo perseguía. Para intentar saber algo más, escribió a Montpellier a Aquiles Gasser, y a Paracelso, a quien envió una carta al azar, a Estrasburgo, Zurich, Nuremberg y Basilea, ciudades en las que el extraño médico errante le había dejado algunas direcciones. En respuesta, Aquiles le confesó su ignorancia; por parte de Paracelso, no hubo más que silencio. Mientras, no perdió el tiempo y publicó una tras otra varias obras de vulgarización: los Rudimentos astronómicos de Alfraganus, La Esfera de Proclo, un Cómputo y los tratados algo simplistas de Sacrobosco, que comentó firmando con su nuevo alias.
Por su parte, Reinhold hizo imprimir obras mucho más arduas, en particular tablas de cálculo extremadamente complejas y fastidiosas; era una guerra leal, y después de todo cada cual estaba en su papel. Matemáticas elementales en un caso, y superiores en el otro. Wittenberg se había convertido en la capital europea de las cifras, los números y las estrellas. Y Melanchthon se sentía en el séptimo cielo. En la medida en que podía sentirlo un hombre como él.
Aquel fin de curso del año universitario de 1536-1537, el caballero y maestro en artes Joachim Georg Iserin von Lauchen, alias Rheticus, solicitó del gran consejo de la facultad de Wittenberg un permiso ilimitado, que le fue concedido sin ningún obstáculo. Se proponía viajar de universidad reformada en universidad reformada, con el fin de espigar cualquier conocimiento astronómico útil, igual que un ebanista afiliado a su gremio iba de maestro en maestro y de ciudad en ciudad para aprender su arte antes de regresar a su país con el patrimonio de todos los conocimientos acumulados, para crear allí su obra maestra.
La idea le pareció a Melanchthon tan bella como provechosa, y pidió a su joven colega que redactara para él un informe detallado sobre las facultades visitadas y sus profesores. Como un enviado de tanto rango no podía viajar solo, dio a Rheticus un ayudante, un estudiante alsaciano de gran talento, Heinrich Zell, de dieciocho años. Melanchthon, aquel teórico extraordinariamente sutil de la Reforma, era un hombre de una gran inocencia en ámbitos distintos de la teología. No se dio cuenta de que Rheticus tenía, para aceptar gustoso como secretario a aquel guapo bachiller, razones diferentes de sus reales aptitudes para las matemáticas…
Partieron a finales de la primavera de 1537. En los campos y en los prados, las pastoras y las campesinas que veían pasar a aquellos dos caballeros jóvenes y bien parecidos, les dirigían piropos alegres y desvergonzados. En las ciudades, detrás de sus celosías cerradas, más de una joven soñó largo tiempo con un rapto al galope en sus fogosas monturas, lejos del viejo pretendiente al que había sido prometida.
En Ingolstadt, su primera etapa, Rheticus visitó al profesor de matemáticas Petrus Apianus, célebre autor de un Cosmographicus liber traducido en toda Europa, y hábil constructor de instrumentos astronómicos. Apianus recibió a su joven colega con afabilidad, y le mostró, no sin cierta fatuidad, las planchas preparatorias de la gran obra que escribía en homenaje a su protector Carlos V y a su hermano el archiduque Fernando, titulada de modo un tanto servil Astronomía de los césares. Al principio, Rheticus quedó muy impresionado: en cada plancha, Apianus utilizaba con mucha astucia unos discos móviles giratorios, «volvelas», que permitían calcular con una precisión asombrosa la posición y el movimiento de los cuerpos celestes. Esa especie de astrolabios de papel, utilizados para la determinación de las longitudes, eran extraordinariamente ingeniosos; una manipulación de escasos minutos permitía determinar, por ejemplo, la longitud de un planeta con un margen de error inferior a un grado. Pero, desde luego, Apianus se mantenía en el marco estricto del sistema tolemaico. Así, se necesitaban cinco volvelas giratorias para representar los movimientos centrales, excéntricos y epicíclicos de Marte, y tres hilos de seda, cada uno de ellos provisto de una pequeña perla corredera, fijados en diversos lugares, que servían de pauta para la lectura de las cifras que figuraban en los cuadrantes circulares. En la página opuesta, Apianus proyectaba imprimir las tablas que daban las posiciones básicas de los planetas en cada siglo transcurrido desde siete mil años antes de Cristo hasta siete mil después. «La fecha más antigua, precisó, es la calculada por Alfonso X el Sabio para la existencia de Adán y el inicio del mundo.»
Fue entonces cuando Rheticus le preguntó por Copérnico. El rostro de su interlocutor, hasta ese momento jovial y marcado por esa luz que irradian con frecuencia los sabios o los artistas convencidos de haber concluido una obra inmortal, se oscureció de golpe. Luego se lanzó a una diatriba en la que trató al canónigo polaco de loco peligroso, ateo y blasfemo, condenado por lo demás tanto por Lutero como por Melanchthon…, tal fue, de hecho, su principal argumento de autoridad. Rheticus, muy decepcionado, se despidió con la idea de que su confianza ciega en Tolomeo había llevado a su anfitrión a malgastar muchas horas en construir lo que no era, en definitiva, más que un laberinto de hilos enmarañados, con gran número de nudos y de espirales. En suma, a pesar de su aparente belleza, un trabajo tan triste como para echarse a llorar…
En Tubinga, que sin embargo contaba con la escuela de astronomía más famosa, en la que había seguido sus estudios Melanchthon, cuando Rheticus preguntó de nuevo por Copérnico al eminente y sapientísimo Joachim Camerarius, la respuesta fue la misma: vano era intentar conocer la obra blasfema o tener acceso al menor escrito de aquel canónigo papista secuaz de Satán.