En Nuremberg encontró las mismas evasivas y salidas por la tangente, a pesar de que Johann Schöner, el director de la escuela, tenía también una reputación demoníaca e inconformista de alquimista y astrólogo, terrenos en los que Rheticus y él se entendieron bien. El joven profesor de Wittenberg se dio rápidamente cuenta de que aquel viudo ya en la sesentena, austero y virtuoso, no era insensible a sus encantos. Desde luego le costó un poco hacerle ceder. Ya en la cama, para fastidio de un Zell que lo esperaba solitario en su cuarto, intentó arrancar a Schöner el secreto del misterioso Copérnico, pero en vano.
Al día siguiente, mientras Joachim y Heinrich visitaban la espléndida ciudad, alguien les llamó frente a la casa del famoso pintor Durero, prematuramente desaparecido.
– ¡Eh, Rheticus! ¡Von Lauchen! ¡Iserin! ¡O como quiera que te llames, César de las matemáticas, puesto que, como él, eres el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos!
Era Paracelso. El pequeño médico pelirrojo parecía rodar como una pelota por la calle en cuesta, y su inmensa espada rebotaba al chocar con cada adoquín. En la mano hacía girar un grueso bastón de madera de olivo, con un puño de marfil que representaba una esfinge. Los dos hombres se abrazaron efusivamente.
– ¡Peste! Vaya un ayudante guapo te has buscado -exclamó Paracelso cuando Rheticus le presentó a Heinrich Zell-. No debe de ser de los más aburridos, tu viaje.
Rheticus había ganado en aplomo desde su primer y único encuentro, de modo que contestó:
– Zell tiene otros talentos, viejo sátiro; no conozco a nadie que sepa trazar un mapa geográfico tan bien como él.
Al oírse llamar «viejo sátiro», el orgulloso Paracelso dio un respingo que Rheticus no llegó a advertir. El médico errante pensó incluso, durante un breve instante, en azotar al insolente con su bastón. Sin embargo, se contuvo y dijo:
– Tengo la garganta seca. Vamos a esa taberna, sirven la mejor cerveza del país. Y además es un excelente diurético: bebes un litro y meas dos. Confía en el príncipe de las dos medicinas, la del cuerpo y la del alma.
«Con la edad se está haciendo cada vez más vanidoso y pagado de sí mismo -pensó Rheticus-. No le ofendamos. ¿Quién sabe? Este extravagante conoce a todo el mundo, y tal vez pueda darme alguna información acerca de lo que busco…»En la taberna en cuestión, se enzarzaron hasta bien entrada la noche en lo que Paracelso llamó «un torneo alcohólico». Hablaba y bebía, hablaba y bebía… ¡Pero sólo hablaba de sí mismo! De creerle, había viajado hasta la India, visitado Persia y Grecia, y en Egipto había subido hasta la punta de la gran Pirámide. Finalmente, condescendió en interesarse por su interlocutor:
– Y tú, sucio hijo de Israel, ¿qué has venido a hacer a Nuremberg? Te creía el devoto vasallo de ese meavinagres de Melanchthon, maestro en artes en la Wittenberg del clérigo gordo, ¡ese Lutero de mis partes blandas!
El recordatorio de su origen judío disgustó especialmente a Rheticus, que miró de reojo a Heinrich Zell. Pero su ayudante parecía no haberse percatado de la alusión, obsesionado como estaba por grabar en su memoria hasta el menor detalle de aquel encuentro histórico. Después de explicar su misión de inspección de las diferentes universidades reformadas, Joachim mencionó por fin la búsqueda que lo obsesionaba desde su partida:
– Tú que pretendes conocer a todo el mundo en la seudo Cristiandad, a lo mejor has oído hablar de cierto canónigo polaco que presume de astrónomo y…
– ¿Copérnico? ¿Estás hablando de Nicolás Copérnico? ¡Es mi mejor amigo! En fin, uno de los mejores…, incluso me ha hecho el honor de enviarme su sublime obra: Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes. -¿De qué trata?
– Nada menos, preciosa, que de colocar el Sol en el centro del Universo, y relegar la Tierra a la condición de un vulgar planeta, como los demás, que da vueltas a su alrededor. Lo que Paracelso es en la medicina, lo es Copérnico en la astronomía. Lo que Paracelso es respecto de Galeno, lo es Copérnico de Tolomeo: ¡su juez, su verdugo! ¡Copérnico y Paracelso han cambiado la faz del mundo!
Entonces, Rheticus se desmayó. Cayó de espaldas y su cabeza fue a chocar con las grandes losas grasientas de la taberna, mientras sus piernas quedaban enganchadas entre la banqueta y la mesa. No fue el océano de cerveza que había ingerido lo que le hizo perder de aquel modo el conocimiento. Asustado, Heinrich Zell le arrojó a la cara una jarra de agua. Paracelso lo apartó, diciendo: -¡Paso al príncipe de las dos medicinas, efebo! Y administró al joven desvanecido bastantes más bofetadas de las precisas en su estado. Así se vengó de lo de «viejo sátiro» de poco antes, que aún no había acabado de digerir por venir de aquel pipiolo. Rheticus volvió en sí. Se sentó de nuevo, hundió el rostro entre las manos y murmuró:
– El Sol, el gran tabernáculo, el alma del mundo…, en el centro… La Tierra, nosotros, girando a su alrededor. ¿Por qué nadie había caído en la cuenta, antes que él?
Alzó la cabeza. Las lágrimas corrían por sus mejillas. -Has planteado la gran cuestión, Rheticus -respondió Paracelso-. Y nadie puede responderla. Ni siquiera Copérnico. Ni siquiera yo. ¿Por qué es éste el primero, y no aquel otro? ¿Por qué Copérnico y no Regiomontano, por qué Erasmo y no Ficino, por qué Paracelso y no Fracastor?
– Tengo que encontrar a ese hombre. He de arrancarle su secreto. Tú, que lo conoces bien, recomiéndame a él. Dime cómo puedo… Paracelso ocultó a la perfección su desconcierto ante aquel requerimiento. En efecto, había presumido demasiado al presentarse como uno de los íntimos del canónigo de Frauenburg. Era cierto que formaba parte de los pocos elegidos que habían recibido una copia de las Revoluciones, cuando practicaba su arte en Basilea, y que el genial médico había acusado recibo al astrónomo, y prometido darle más tarde su opinión, cosa que nunca hizo. Durante un tiempo se sintió tentado a ir a visitarlo a la lejana Ermland, pero pospuso el viaje una vez tras otra.
Después de simular una larga reflexión, acabó por decir:
– ¿Encontrarte con él, tú? Difícil, muy difícil… Me han dicho que el buen hombre se encierra en su observatorio y no quiere recibir a nadie. Porque el heliocentrismo, como se llama su teoría, asusta a mucha gente. Incluso lo han amenazado de muerte. Y no un cualquiera: tu antiguo profesor, querido, tu superior en estos momentos, me refiero al estreñido de Melanchthon.
– Ahora lo comprendo todo.
– No me interrumpas, hazme el favor. El caso es que, cuanto más lo pienso, más delicado me parece el asunto. Quizá deberías hablar con el viejo Schöner…
– Salgo de su casa. Me ha asegurado que nunca ha oído hablar de Copérnico.
– ¡Ah, el mentiroso, piojoso, cobarde! No hace ni tres días que me enseñó toda su correspondencia con el hombre de Frauenburg. No, nadie podrá decir que Paracelso se rebajó al nivel de ese rastrero. Bueno…, te lo confieso, he exagerado un poco al decirte hace un momento que era amigo íntimo de ese otro gigante.
– ¿Otro? ¿Qué otro?
– ¡Copérnico y yo, pardiez! ¿Quién quieres que sea? Nos hemos limitado a una cuantiosa correspondencia epistolar. Dos árboles tan gigantescos como Copérnico y Paracelso no pueden crecer el uno a la sombra del otro.
– Si tú lo dices… -contestó Rheticus, escéptico y un poco exasperado por la facundia de su antiguo amante.
– Sí, lo digo yo, yo lo grito a los cuatro vientos -prosiguió el autoproclamado príncipe de las dos medicinas-. ¡Y no me interrumpas a cada momento, te lo ruego! ¿Dónde estaba? -Paracelso vació su jarra de un trago y la tendió al tabernero para reclamar otra-. ¡La misma, pero llena hasta el borde esta vez, bruto infame, rey de los ladrones! ¿Nunca has oído hablar de la ley de la capilaridad? -Una vez servido, sopló con su desdeñoso labio inferior la espuma que coloreaba de blanco su mostacho pelirrojo-. ¿Dónde estaba? -repitió-. Sí, no te resultará sencillo llegar hasta Copérnico. Desconfía de todo el mundo, convencido de que intentan envenenarlo, como a su tío el obispo de Ermland. Entonces, si un reformado o alguien que pretende serlo, un discípulo de Melanchthon, se presenta a su puerta… Y además, por lo que me contó en Roma una dama a la que no nombraré pero que lo conoció muy bien, y por la que Ariosto suspiró largo tiempo, es totalmente insensible a los amores socráticos. ¡Qué lástima! ¡Un gran hombre como él! En fin, nadie es perfecto, ¿no es verdad, preciosidades?