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Y extendió la pierna bajo la mesa hasta colocar la suela de su bota en la entrepierna del secretario de Rheticus, Heinrich Zell, que los escuchaba con los ojos desorbitados y la boca abierta, deslumbrado de admiración. Paracelso continuó:

– Pero… tengo una idea. Conozco bien a Dantiscus, el obispo de Ermland, su patrón, poeta menos que mediocre pero diplomático de gran inteligencia y erudición. Lo conocí en España… No, en Salzburgo… Compartíamos la misma querida, y…

– Por compasión, Teofrasto, al grano, por compasión… -suplicó Rheticus.

– Si no puedo decir nada será mejor que me calle, querido, y te apañas tú solo. -Y hurgó con más insistencia aún con su bota en la bragueta hinchada de Zell. Luego prosiguió-: Sí, Dantiscus, ésa es la solución. Desde luego las relaciones entre él y el canónigo distan de ser inmejorables. Hay de por medio una historia de faldas, según me ha parecido entender. ¡Ah, todavía en celo esos dos clérigos, a pesar de su edad! ¡Malditos sean los votos de castidad! Pero, a pesar de eso, Dantiscus no ahorra elogios a Copérnico y a su teoría. Bien es verdad que el astrónomo reverdece notablemente las glorias de su triste obispado. Además, y a pesar de que son opuestos en todo tanto en el plano religioso como en el político, ese diablo de católico, estoy hablando de Dantiscus, ha mantenido una buena amistad con el canalla luterano de Melanchthon. Los dos hombres se estiman. Hermosa filosofía, a fin de cuentas, la de la tolerancia, amigo mío, ¡la divina tolerancia! Es como una esquinita de cielo azul, un claro en medio de esta estúpida tempestad que no hace más que tronar, en este mundo de brutos que se destripan unos a otros discutiendo la doncellez de la madre de Cristo.

¿Fue José quien desgarró el himen de María, o el arcángel San Miguel? ¿Le dieron por el culo o por la oreja? ¡Cuestión insondable! Y cuando digo insondable…

– ¡No digas más barbaridades, te lo ruego!

– Voy a escribirte ahora mismo una carta de recomendación para Dantiscus. Eh, tabernero de mis cojones, trae acá tinta, pluma y papel, si es que existen tales objetos en este antro de analfabetos. ¡Y tres cervezas más, para mí y mis pequeños! ¿O es que quieres que me deshidrate, asesino, enemigo de la sapiencia y de la razón?

Y su pie se hizo aún más insistente, debajo de la mesa. Mientras veía la pluma de Paracelso trazar volutas sobre el papel, Rheticus sintió ascender en su interior una sensación extraña y voluptuosa. Era como si, después de recorrer caminos tortuosos, de resbalar en charcos enlodados y de torcerse los tobillos en las zanjas, llegara finalmente a una amplia avenida rectilínea, bordeada de sauces, al final de la cual se abría para acogerlo un palacio de techumbre de oro, extendiendo sus alas de ventanas inmensas en lo más alto de una escalinata de peldaños de mármol.

Mientras se secaba la tinta, Paracelso tomó su pesado y extraño bastón de madera de olivo, que colgaba del respaldo de su silla. Desenroscó el puño de marfil de figura de esfinge. El interior estaba hueco. Extrajo de él un largo y estrecho cilindro de seda roja, que abrió para sacar un rollo de pergaminos amarillentos. Cuidadosamente, envolvió su carta alrededor de ese rollo y lo colocó todo en la funda de seda, que luego introdujo en el bastón. Entonces volvió a enroscar el puño.

– Me harás el inmenso favor de explicarme… -preguntó Rheticus, tan intrigado como molesto por los aires de misterio que había adoptado su amigo.

– Este bastón que estás viendo es mi respuesta al envío que me hizo Copérnico de sus Revoluciones de los cuerpos celestes. Este objeto es sobremanera precioso. No lo pierdas, sobre todo, y entrégaselo la primera vez que os veáis. Te conozco lo bastante para saber que leerás su contenido tan pronto como yo haya vuelto la espalda. Comprenderás entonces por qué sólo un Copérnico puede recibir este regalo de Paracelso. Yo lo recibí de un viejo astrólogo persa agonizante que había instalado su observatorio en lo alto de una torre de las ruinas de Babilonia. Él decía que lo había heredado de un antepasado lejano, el famoso al-Farghani, alias Alfraganus, que a su vez… No, ese dato no puedo decirlo. Pero al parecer este bastón fue tallado a partir del palo con el que Euclides dibujaba sus figuras en la arena de las playas de Alejandría. Ah, ya me imagino la cara que pondrá el viejo canónigo cuando, al leer el manuscrito guardado en el bastón, se dé cuenta de que no es el primero. ¡Que nunca se es el primero!

Y Paracelso soltó una de sus enormes risotadas. Tendió el «bastón de Euclides» a Rheticus y luego, como despedida, cruzó los brazos sobre la mesa, posó la frente sobre ellos y se durmió de golpe, con unos ronquidos que hacían vibrar las paredes de la taberna.

X

– Palabra, joven, que incluso en el caso de que consiga entrar en la madriguera de ese viejo oso, sus dificultades no habrán acabado aún. Ni siquiera yo, su obispo, he conseguido entrar nunca allí. Y siempre ha rehusado, sistemáticamente, todas mis invitaciones a venir a verme aquí, en Heilsberg. Por otra parte, no entiendo por qué un reformado como usted, un discípulo de mi amigo Melanchthon, un profesor de matemáticas, se interesa por las elucubraciones de un oscuro canónigo medio loco.

Al oír esta declaración de monseñor el obispo de Warmie, Rheticus no pudo disimular una sonrisa. Si Paracelso había dicho la verdad, el conflicto entre Copérnico y Dantiscus se limitaba a una historia de faldas. Era curioso, sin embargo, pensó, tanto encarnizamiento en un prelado tan sutil y erudito.

– Poca cosa puedo hacer por usted, muchacho -prosiguió el obispo-, salvo darle un pasaporte que le permita circular a sus anchas por toda Polonia. Lo hago en nombre de mi antigua amistad con Melanchthon. Evite, se lo ruego, dejar demasiado patentes sus convicciones religiosas. Por esta región pululan los monjes fanáticos que muy bien pueden conseguir que el populacho lo despelleje vivo.

– En cuanto a eso, monseñor -respondió Rheticus con su exquisita frivolidad-, no tiene nada que temer. ¡Soy tan poco piadoso…!

Le tocó entonces a Dantiscus el turno de sonreír. Aquel joven vivaracho, vestido a la última moda de París, con su voluminosa gorguera, sus cintas y su sombrero emplumado, no le parecía ni mucho menos un luterano hosco y austero.

– Perfecto -respondió entonces-. Sin embargo, y esto tal vez va a sorprenderle al venir de mí, le sugiero que antes vaya a Königsberg a rendir homenaje a su alteza el gran duque Alberto de Prusia, uno de sus correligionarios. Encontraría chocante que un discípulo de Melanchthon no pasara a saludarlo. Como puede usted suponer, las relaciones entre el reino católico de Polonia y ese gran ducado que se pretende reformado no son muy brillantes, pero tenemos un enemigo común tan amenazador para el uno como para el otro: el gran príncipe de Moscovia. De modo que me atrevo a pedirle un pequeño servicio. Lleve este pliego al gran duque y vuelva a verme con su respuesta. Usted me parece un hombre excepcional, señor Rheticus. Pruebe usted un poco de diplomacia. Es un delicado placer de gourmet.

– Pero monseñor, usted apenas me conoce. Puedo haberme inventado de cabo a rabo este viaje y sus objetivos, y no ser sino un espía a sueldo de no sé quién, del emperador por ejemplo…