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Ahora, mientras sentía el cuerpo empapado de sudor bajo su abrigo de piel de zorro, Nicolás estuvo tentado de dar media vuelta y marcharse de aquel establecimiento sórdido. Pero no, no podía abandonar a su hermano. De modo que, por aburrimiento, pidió a la gruesa Isabel que subiera con él. Aquella mujer sin edad, vestida más o menos a la española para justificar el nombre tomado a préstamo de la reina de Castilla, lo había instruido con mucha habilidad el año anterior.

El dormitorio era un cuartucho sucio, inmediatamente debajo del tejado. Por toda cama, había un jergón de paja en el suelo. Isabel se desabrochó el cinturón. De pronto, a través del delgado tabique, se oyó un grito estridente de mujer. Luego la voz de Andreas:

– ¡Guarra, marrana, perra judía! Mira que te había avisado… ¡Te había avisado!

Nicolás salió de un salto, en camisa y con los pantalones desabrochados e irrumpió en el cuarto contiguo. Su hermano se vestía, desaliñado, con la daga ensangrentada en la mano. La muchacha yacía a sus pies, desnuda, con la mancha roja de una herida abierta en el seno.

– ¿Qué has hecho, Andreas? ¿Te has vuelto loco?

– ¡Ha sido ella, ha sido ella! Está podrida de sífilis. Mírala… Le he pedido que me devolviera el dinero, y se ha negado. Incluso ha empezado apegarme. Y entonces…

Los demás estudiantes se habían amontonado ante la puerta. El patrón iba a presentarse, sin duda.

– ¡Vámonos todos! -gritó Nicolás-. Andreas, deja ese dinero aquí. ¡Larguémonos, os digo!

Después de recuperar sus vestidos, la banda bajó a la carrera los peldaños de la escalera, de cuatro en cuatro. El patrón estaba plantado delante de la puerta. De un puñetazo, Philip lo envió rodando sobre los almohadones, mientras Nicolás le arrojaba una bolsa llena de dinero.

En la calle cubierta de nieve, corrieron para salir cuanto antes del barrio húngaro y se dispersaron. Nicolás, Philip y Andreas, agarrado a una botella medio vacía de aguardiente de centeno, se encontraron muy pronto en la judería. Allí, un cortejo de máscaras desfilaba aullando insultos y golpeando las puertas y ventanas cerradas. Algunos blandían antorchas, lo que hacía suponer que las cosas irían a peor.

– ¡Por fin, gente que sabe divertirse! -dijo Andreas, cada vez más excitado-. Vamos con ellos.

Nicolás lo agarró del brazo.

– ¡Te lo ruego, volvamos a casa!

Su hermano mayor se apartó con un violento empujón.

– ¡Déjame en paz, cenizo! Hoy es carnaval. Todo está permitido.

El tranquilo Philip se puso delante de él, y con el mayor sosiego le soltó un par de bofetadas magistrales. Aturdido, Andreas vaciló. Su hermano y su primo lo sostuvieron pasando los brazos sobre sus hombros, y lo arrastraron literalmente a través de los arrabales, dando un rodeo para evitar la judería, donde ya empezaban a elevarse columnas de humo. Cruzaron el puente del Vístula bajo la mirada burlona y cansina de los soldados que lo guardaban; cruzaron la plaza mayor en fiestas, y finalmente entraron en la hermosa residencia del obispo de Ermland.

Andreas pasó tres días postrado en su habitación. Cuando Nicolás o Philip entraban a interesarse por él, se arrojaba de rodillas a sus pies para pedirles perdón. La mañana del cuarto día, un lacayo con la librea real llamó a la puerta. Traía una convocatoria del monarca en la que se ordenaba a Nicolás y Andreas Copérnico que acudieran de inmediato al castillo Wawel, donde serían recibidos en audiencia. A toda prisa, Nicolás subió a buscar a su hermano, pero la habitación estaba vacía. El criado dijo que acababa de ver a Andreas salir por la puerta de servicio. El callejón trasero estaba desierto. Muy contrariado, Nicolás explicó aquella desaparición al lacayo y cometió la tontería de proponer que Philip reemplazara al que desde todos los puntos de vista cabía considerar un fugitivo. El otro se encogió de hombros, y Nicolás comprendió: el bastardo del obispo no era considerado oficialmente más que un pariente pobre acogido por caridad.

Así pues, Nicolás subió solo la avenida que conducía al castillo Wawel, detrás del lacayo. El miedo le pesaba en la boca del estómago. Sabía muy bien el motivo de aquella convocatoria. Y al parecer, Andreas lo había comprendido también.

Casimiro IV había hecho trasladar su lecho a la salita de las audiencias privadas. Desde hacía algún tiempo el viejo rey estaba muy enfermo, y sus médicos no le vaticinaban más que unos pocos meses de vida. Mientras Nicolás se arrodillaba, el lacayo se inclinó hacia el rostro considerablemente enflaquecido del monarca cuya tez, antes rubicunda, había adquirido un tono amarillento. Después de que el mensajero le explicara entre susurros la ausencia de Andreas, Casimiro sonrió de una manera extraña y exclamó, con una voz que quería ser tonante pero que sonó apagada:

– Nicolás, Nicolás ¿qué has hecho con tu hermano?

Como no sabía si el augusto enfermo quería bromear, el estudiante tartamudeó:

– Majestad, majestad…

El rey se volvió entonces hacia un personaje que estaba de pie a su lado, el peor enemigo de todos los bachilleres de Cracovia: el teniente general del mariscalato, barón Glimski. Este último inclinó ligeramente la cabeza y dijo en tono monocorde:

– Señor Copérnico, su hermano y usted nos han metido en un considerable aprieto con la calaverada del otro día. Por fortuna, la muchacha no ha muerto. Pero el propietario del… establecimiento en cuestión ha venido a protestar a los servicios que dirijo. Ahora bien, ese individuo es uno de mis mejores agentes. Usted lo ignora sin duda, señor Copérnico, pero en el barrio que llaman de los húngaros pululan los espías del Gran Turco. Y Arpad, tal es el nombre del infeliz proxeneta que probó la fuerza de los puños de su… primo, los conoce a todos y me informa de sus movimientos. No quiero perder a un hombre tan precioso por culpa de las juergas de estúpidos estudiantes empapados de alcohol.

– Sobre todo cuando los borrachos en cuestión -puntualizó el rey- pertenecen a la familia de un hombre al que amo como a un hijo, y que sabe proteger mi reino contra las incursiones del gran maestre de los caballeros teutónicos. Ah, ya oigo las carcajadas de Hohenzollern cuando se entere de que los sobrinos del obispo de Ermland no tienen más distracciones que la de asesinar putas. ¡Pero continúe, teniente general, continúe!

Mientras Nicolás, siempre de rodillas, temblaba, el barón Glimski siguió diciendo, con su voz seca y suspicaz:

– Hemos pagado mucho dinero para que Arpad olvide lo sucedido. Con los judíos ha sido diferente. Algunas de sus casas fueron saqueadas e incendiadas. Dos niñas de doce años, violadas. Un viejo rabino, golpeado y afeitado de los pies a la cabeza, lo que para ellos es la peor de las humillaciones. Y me ha costado mucho convencer al jefe de su secta de que los sobrinos de monseñor el obispo de Ermland no habían tenido nada que ver, tal como me lo han asegurado mis agentes, en ese otro asunto. ¿Y sabe quién es ese jefe, señor Copérnico? El doctor Johann Faust, el único médico en toda Polonia capaz de aliviar los dolores de su majestad. El doctor Faust, que curó una grave herida de su tío durante la guerra contra los teutónicos. ¿Qué pretende, señor Copérnico? ¿Perder el reino?