– Incluso en el caso de que Rheticus estuviera a sueldo de tus enemigos; incluso si hubiera sido enviado aquí para manchar tu reputación, el remedio sería peor que la enfermedad. Si no lo recibes te acusarán de cobardía, de superchería. Se voceará a los cuatro vientos tu miedo de que un oscuro maestrillo en artes pueda reducir a la nada tus Revoluciones.
¿Estallaría de nuevo Copérnico? No. Su rostro se oscureció un momento, y pasado ese instante dijo, con mucha calma: -¿Cuándo vas a presentarme a tu joven prodigio? -Está esperando en la taberna del puerto a que lo llame. -¡Bonita emboscada, Tiedemann! Retiro lo dicho, no eres tan ingenuo como pensaba. ¡Bien jugado! Envía a alguien a buscarlo. Ese antro no es digno de que lo visite un discípulo de Melanchthon. ¡Ah, una última cosa! ¡Que su secretario se quede donde está! No quiero más quebraderos de cabeza con otro pipiolo. ¿Tenía yo un secretario cuando visité por primera vez a mi maestro Novara?
Con la edad, Radom había engordado mucho, como si hubiera ido amontonando carne sobre sí mismo. De modo que, mientras lo seguía por la escalera que llevaba al último piso de la torre, Rheticus no se sintió en absoluto impresionado por aquel sirviente obeso que resoplaba en cada escalón y se aferraba a la cuerda fijada al muro que servía de pasamanos. En aquel final del mes de mayo de 1539 llegaba al último tramo de su búsqueda, y sentía miedo. Miedo de sentirse decepcionado por el hombre que había situado el Sol en el centro del mundo. Se lo figuraba como un viejecito encogido, dando vueltas continuamente a su única hipótesis, a su único timbre de gloria. Al joven viajero le costaría seguramente tan poco gustarle como a monseñor Giese, al que había entusiasmado más de lo razonable.
El hombre que apareció ante él, sentado negligentemente en un rincón de una larga mesa en el centro de una amplia biblioteca, con las piernas cruzadas, no se parecía en nada al que había imaginado apenas hacía unos instantes. De gran estatura, con una nariz grande y abultada, barba y cabellos entrecanos, ojos hundidos bajo unas cejas enmarañadas y profundas arrugas marcadas en su amplia frente, Nicolás Copérnico tenía más el aspecto de un viejo soldado de vuelta de mil y una batallas que de un sabio tímido, más o menos hombre de Iglesia, encerrado de por vida en la penumbra de su gabinete.
Rheticus sabía muy bien, y se valía de ello con habilidad, que su gracia y su aparente espontaneidad trastornaban más de una cabeza e iluminaban con más de una sonrisa el rostro de aquellos ante quienes se presentaba por primera vez. Ya desde que entró, Tiedemann Giese, hundido en una cómoda poltrona, empezó a babear. En cambio, no se movió ni un rasgo del rostro áspero de Copérnico. Su mirada dura y penetrante examinó de arriba abajo a su visitante, como el chalán calibra de un solo vistazo las cualidades de una caballería. Y Rheticus se estremeció. Aquel hombre era su padre, o por lo menos la reencarnación del médico judío quemado vivo en la gran plaza de Feldkirch en presencia del pequeño Joachim, hacía ya once años. Se le parecía de una manera turbadora. Incluso su voz grave y ligeramente velada por una extraña ironía le recordó al desaparecido:
– Aquí tenemos, pues, al protegido de Melanchthon que desea mi muerte, de Dantiscus que no cesa de atormentarme, y de ese energúmeno de Paracelso, que sin embargo no parece darse la menor prisa en reanudar su correspondencia conmigo. Sólo por consideración a este último, joven, he cedido a la insistencia de monseñor Giese y he consentido en recibirle, a pesar de que el tiempo no me sobra. Pero en primer lugar, le ruego que me aclare qué es lo que oculta detrás de ese apodo de Rheticus. Y hable fuerte, se lo ruego, soy un poco duro de oído.
– El reverendo Copérnico sólo es sordo para lo que no quiere oír -bromeó Giese, que se sentía de un humor juguetón.
Y mientras el canónigo lanzaba una mirada furiosa al obispo de Kulm, Rheticus contó su infancia errante entre Italia, Baviera y Austria, la instalación en Fcldkirch, el martirio de su padre…
– Yo conocí, en Padua, a un estudiante de medicina llamado Georg Iserin -le interrumpió Copérnico, probando así que su sordera era muy relativa-. Una persona muy brillante, pero que, a mi entender, se dedicaba con excesiva imprudencia, en la academia que ambos frecuentábamos, a especulaciones peligrosas para su seguridad. Mis maestros y yo mismo le recomendábamos con frecuencia que fuera más reservado. Pero prosiga su relato, joven.
El joven en cuestión sintió que las piernas ya no lo sostenían. ¡Copérnico había conocido a Georg Iserin! Se prometió trazar algún día la carta astral del canónigo y compararla con la de su padre. El resultado, con toda seguridad, sería asombroso. Tragó saliva y reanudó su relato, aunque con algo menos de facundia que al principio: sus estudios en Zurich y luego en Wittenberg, sus diplomas, su acceso a la nobleza con el título de caballero, y sus visitas a todos los matemáticos y astrónomos notables de Alemania, aunque calló las cosas que ellos habían dicho de su interlocutor…
A cada nombre que pronunciaba, Copérnico inclinaba ligeramente la cabeza para indicar que conocía a todos aquellos eminentes profesores, pero Rheticus no podía saber si la mueca oculta a medias detrás de su espeso bigote era de aprobación o de desdén. Rheticus explicó después que el objeto de su búsqueda era encontrar, junto a todos aquellos sabios ilustres, un sistema del mundo más satisfactorio para la mente que el propuesto hacía tantos siglos. El visitante acabó con la mención de las audiencias que le habían concedido Dantiscus y Alberto de Prusia, sin ocultar lo que habían exigido de él, pero insistiendo en que se había visto obligado a obedecer a pesar suyo, porque era el único camino posible para llegar a Frauenburg.
– ¡Pues claro! -dijo entonces un Copérnico sarcástico y furioso-. ¡El gran duque y su famoso mapa! Después de todo ¿qué me importan a mí Prusia, Polonia, Roma y la Reforma, y todas esas fieras que se despedazan entre ellas? Yo había preparado un esbozo, para darle alguna garantía a cambio de mi tranquilidad.
Debe de estar por algún lado…, mi secretario me lo buscará. Así me librará usted de esas cosas inútiles que vamos acumulando a medida que pasa el tiempo por no querer echarlas al fuego. Por otra parte, no estoy seguro de que ese bárbaro de Alberto sea capaz de descifrar una latitud.
Giese intervino entonces, no como amigo sino como obispo de Kulm:
– Nicolás, te prohíbo comunicar el menor dato topográfico sobre nuestros obispados a la persona que, te lo recuerdo, es el jefe de los reformados prusianos.
– ¿Por quién me tomas, monseñor? No se trata más que de algunas mediciones tomadas en sus tierras. Algunas de ellas son intencionadamente falsas, por otra parte -añadió el astrónomo, con un guiño malicioso-. Pero yo creía que tenías una confianza absoluta en la rectitud del caballero Rheticus. ¿Es que ahora piensas que este muchacho es un espía de su alteza?
Mientras Giese farfullaba una protesta confusa, el joven visitante pensó que tendría que encontrar alguna brecha en la fortaleza de desconfianza que venía a ser el canónigo de Frauenburg. El bastón, por supuesto, que hacía girar maquinalmente entre sus manos. Y sobre todo su contenido. ¡La emoción que sentía le había hecho olvidarlo! Cuando los dos eclesiásticos acabaron de intercambiarse reproches agridulces, Rheticus intervino: