– El doctor Paracelso me ha encargado que os entregue esto en testimonio de su amistad y de su admiración por el gran filósofo que es usted.
– ¿Paracelso, amistad y admiración por alguien que no sea él mismo? ¡Bah, nos lo han cambiado! Enséñeme eso. ¡Bonito bastón, a fe!
Entonces el viajero contó cómo había conseguido el médico vagabundo el grueso bastón de madera de olivo con puño de marfil, y su secreto.
– ¡El bastón de Euclides! -ironizó entonces un Copérnico burlón-. ¿Y por qué no el orinal de Arquímedes, ya puestos?
Examinó la pequeña talla de marfil que representaba una esfinge, extrajo el estuche de seda roja y sacó de él un gran rollo de papiros que dispuso y alisó sobre la larga mesa de roble, ya abarrotada de papeles manuscritos, libros abiertos con puntos para señalar algunas páginas, una escribanía y una pequeña esfera armilar muy antigua y probablemente obsoleta. Con el corazón disparado, Rheticus observó el menor gesto, la menor expresión de su anfitrión. Copérnico dejó escapar un suspiro de cansancio y se puso unas gafas gruesas que agigantaron sus ojos de un negro profundo y lo envejecieron de golpe. Sus labios empezaron a moverse, pero de ellos no salió ningún sonido. Rheticus sabía que pronunciaba, en griego, el título y el autor del manuscrito: «Hipótesis, Aristarco de Samos.» La lectura prosiguió durante mucho tiempo, puntuada tan sólo por algunos gruñidos, tal vez de satisfacción o tal vez de duda o de asombro. Giese, cada vez más hundido en su sillón, ahogó algunos bostezos. Pestañeaba y, en ocasiones, su cabeza se vencía, para de inmediato volver a alzarse con un sobresalto. La digestión del almuerzo, que había tomado allí mientras Rheticus esperaba en la taberna del puerto, le resultaba ardua. Por fin Copérnico, con una especie de pudor, se quitó las gafas antes de levantar la cabeza, con el rostro siempre impasible:
– Bah. Si la memoria no me falla, he leído algo sobre este Aristarco…, en Plutarco tal vez, o en una compilación dudosa del inencontrable Arenario de Arquímedes. Es usted muy joven para saberlo, señor caballero, pero en Italia, en mi época, era imposible llevar la cuenta de los pretendidos escritos inéditos de autores antiguos encontrados milagrosamente en los escondites más inverosímiles, y que no eran más que falsificaciones groseras, torpes apócrifos, nuevas cartas del Preste Juan… Alejandro Farnesio, que hoy es Su Santidad Paulo III, me enseñó un día un seudo diálogo de Platón, en el que Sócrates conversaba, en un latín aproximado, con Pablo de Tarso. ¡Cuánto nos divertimos, aquel día!
Y el canónigo soltó una enorme carcajada que hizo vibrar las paredes de su torre. Luego recuperó su expresión sombría y siguió diciendo:
– Así pues, tengo motivos para mirar con escepticismo este Aristarco que pretende haber descubierto Paracelso. No sería la primera superchería del buen doctor. Toma, Giese, lee esto y dime qué te parece, si aún guardas en la memoria alguna noción de la lengua de Homero. En cuanto a usted, joven, supongo que su visita no tenía como único objetivo el traerme este regalo dudoso.
Desconcertado e intimidado por aquel hombre extraordinario, Rheticus había perdido toda su ufanía y su soberbia. Balbuceó entonces que le habría gustado consultar las Revoluciones de los cuerpos celestes, porque la única persona que poseía una copia, Erasmus Reinhold, que la había recibido de Melanchthon, se había negado a prestársela.
– ¡Ah, caramba! -replicó Copérnico, cada vez más cáustico-. Será que Johann Schöner de Nuremberg, Petrus Apianus de Ingolstadt y todos los eminentes doctores a los que ha visitado han perdido el ejemplar que les envié. Se dice que los astrónomos somos distraídos, pero hasta ese punto… Bien. Voy a prestarle…, antes, sin embargo, y sin que lo tome a ofensa el profesor de matemáticas que dice usted ser, me gustaría calibrar un poco su competencia y sus aptitudes en ese terreno. Comprenda, caballero, que no deseo que, una vez más, mi obra sea desfigurada por los sicofantes.
De haber venido de cualquier otra persona, la afrenta habría sido lavada con sangre de inmediato; pero viniendo de un hombre como aquél, ni siquiera fue tenida en cuenta. Rheticus, ya rendido, se prestó con entusiasmo a lo que tenía todas las características de un examen. Mientras Giese descifraba el manuscrito de Aristarco, el canónigo se convirtió en inquisidor. Álgebra, geometría, astronomía, filosofía, Platón, Tolomeo, Euclides, Pitágoras… Todo salió a relucir. Progresivamente, las preguntas se fueron haciendo más difíciles, y las respuestas menos y menos rápidas. Hasta el momento en que Rheticus se confesó vencido y dijo con una voz temblorosa:
– No lo sé.
Copérnico se arrellanó entonces en su sillón y pareció finalmente mirar a su interlocutor con cierta benevolencia.
– ¡Mi enhorabuena, caballero! Las demás respuestas han sido exactas y muy bien presentadas, salvo algún detalle menor. Esta última ha sido la mejor. Si me hubiese dicho algo así como: «Lo he olvidado», le habría plantado en la calle de inmediato. Confesar la ignorancia es revelar la sabiduría. Está decidido, le voy a confiar mis Revoluciones, pero…
– ¡Por fin, Nicolás, no eres el único!
Giese había saltado de su asiento y agitaba los papiros cubiertos de caracteres griegos con una tinta que el tiempo había hecho palidecer.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues que Aristarco de Samos, ese astrónomo de la gran escuela antigua de Alejandría, dice lo mismo que tú… ¡Y que va a ser para ti lo que fue Platón para Ficino! ¿Qué podrán decir tus detractores, si en adelante puedes apoyarte en la sabiduría de un antiguo, más antiguo incluso que Tolomeo, del mismo modo que Aristarco se apoyó tal vez en el bastón de Euclides?
– Salvo que sea una falsificación, destinada a perjudicarme y cubrirme de ridículo. De Paracelso se puede esperar todo. Y además, Aristarco parece un santo patrón de mal augurio. Fue discípulo de Estratón de Lámpsaco, el autor de la excelente Sobre las dimensiones del Sol y de la Luna, y fue duramente criticado por Arquímedes y acusado de impiedad por Cleanto el Estoico. El famoso cabalista Zeitún de Olisipo contó, en su poema El canto de Linceo, que todos sus escritos habían desaparecido en el gran incendio de la biblioteca de Alejandría. Pero yo no lo creo. Más bien me parece que se convirtieron en humo bajo la antorcha de los jueces.
«Para ser una persona que hace un instante pretendía no saber apenas nada de Aristarco de Samos…», se dijo Rheticus. La estatua marmórea de Copérnico que había empezado a erigir se agrietó un poco. El canónigo se puso en pie para indicar que la entrevista había terminado; sacó de un estante de la biblioteca un pesado volumen encuadernado y cerrado con una lengüeta de cobre, y lo tendió a Rheticus.
– Se lo confío. Léalo, redacte sus comentarios y devuélvamelo dentro de tres semanas. ¿Dónde va a alojarse?
A decir verdad, el viajero no lo sabía. Había esperado vagamente que el astrónomo le propusiera alguna de las numerosas habitaciones de aquella amplia torre, para tenerlo a su lado. Giese se dio cuenta de su desconcierto mudo, y dijo:
– Acompáñeme a mi residencia de verano de Loebau, querido amigo; es un viejo castillo siniestro, pero ideal para el estudio. Además, allí me rodeo de gente de una conversación tan amena como erudita.
Rheticus se sobresaltó y se volvió a Copérnico. Como en sueños, había creído oír estallar de nuevo aquella risa estentórea. Pero no era así. El canónigo, que había permanecido impasible, se contentó con añadir:
– Las viejas piedras de Loebau tienen otra ventaja: es una fortaleza con centinelas muy vigilantes. Le costará mucho salir de allí. De modo que seré yo quien pase a visitarlo, dentro de tres semanas. La región es muy rica en especies animales, y una partida de caza servirá para desentumecerme las piernas.