A lo largo del trayecto, mientras el obispo de Kulm charlaba volublemente con Heinrich Zell, Rheticus, profundamente conmocionado por aquella extraña entrevista, empezaba a comprender el miedo sagrado que parecía invadir a todos los enemigos de Copérnico. Aquel hombre era un monstruo que irradiaba en ocasiones una deslumbrante luz solar, para luego sumirse en una opacidad mayor que la de una noche sin luna ni estrellas.
Rheticus se sumergió en las Revoluciones de los cuerpos celestes, y para él ya no contó nada más, a excepción de su Tolomeo, abierto a un lado y que consultaba de vez en cuando. Si aquella flamante edición impresa, en griego, del Almagesto se hubiese evaporado de pronto ante su vista por un efecto de magia, él no se habría extrañado lo más mínimo. En efecto, lo que hacía Copérnico era modificar de arriba abajo el orden del mundo tal como estaba establecido desde hacía catorce siglos. Para Tolomeo, en el centro del Universo estaba la Tierra, inmóvil; luego venía la Luna, que daba la vuelta a la Tierra en un mes; después, Mercurio, Venus y el Sol, que completaban sus revoluciones sobre el deferente en un año; luego Marte en dos años, Júpiter en doce años y Saturno en treinta años; y finalmente las estrellas fijas, que completaban sus revoluciones en un día. Copérnico, a partir del principio de que los orbes aumentan en tamaño cuanto más largas son las revoluciones, redefinía el orden de los planetas empezando desde arriba: «La más lejana de todas las esferas, la que contiene a todas las demás, es la de las estrellas fijas. Con ella se relacionan los movimientos y las posiciones de los demás astros, los planetas. Los antiguos astrónomos le atribuían un movimiento de rotación alrededor de la Tierra, pero yo demostraré que ese movimiento no es sino aparente, y que el movimiento de rotación pertenece a la propia Tierra. Por debajo está la esfera de Saturno, cuya revolución dura 30 años. Debajo de ella, la de Júpiter, que da la vuelta al cielo en 12 años; Marte, que da la suya en dos años, y después la Tierra, que completa su órbita en un año; Venus, que da la vuelta en nueve meses, y finalmente Mercurio, cuya revolución es de tan sólo 88 días. En el centro se sitúa el Sol, inmóvil, para poder iluminarlo todo.»
La Tierra quedaba relegada al rango de simple planeta, y sólo la Luna giraba alrededor de ella. «Encontramos en ese orden admirable una armonía del mundo, así como una relación cierta entre el movimiento y el tamaño de los orbes, tal como es imposible encontrarlos de ninguna otra manera», proseguía Copérnico, e ilustraba el nuevo sistema del mundo con un esquema general, dibujado con pluma hábil y que, desde la primera mirada, no dejaba la menor duda acerca de la perfecta circularidad de las órbitas de los cuerpos celestes alrededor del Sol.
Rheticus copiaba con una pluma frenética pasajes enteros, y caía en éxtasis ante algunos de ellos: «En el centro reposa el Sol. En efecto, en ese templo espléndido, ¿quién colocaría una lámpara en otro lugar que no fuera aquel desde donde puede iluminarlo todo a la vez? En verdad, no ha sido impropia la expresión de quienes lo han llamado pupila del mundo, mientras otros lo han calificado de Espíritu del mundo, o Rector del mismo. Trismegisto lo llama Dios visible, y la Electra de Sófocles, "el que todo lo ve". Y así es en efecto como el Sol, cual si reposara en un trono real, gobierna la familia de astros que lo rodea.» Repasaba esta o aquella figura, este o aquel cálculo, sobre la base de las tablas astronómicas que había traído de Wittenberg y las recogidas, de escuela en universidad, a lo largo de su viaje.
Su trabajo de descubrimiento de aquella obra genial duró tan sólo una semana. Se hacía servir las comidas en sus habitaciones, y no salía de ellas sino en raras ocasiones, por cortesía hacia su anfitrión. Por lo demás, Giese no se sentía ofendido, antes al contrario: exultaba de gozo. Por fin una mirada nueva y entusiasta recorría sin prejuicios la obra de su incómodo amigo, al que desde Ferrara, y de aquello hacía ya casi treinta y cinco años, no había dejado de venerar y de proteger contra los ataques mezquinos del mundo exterior. Gracias a aquel joven matemático, se prometió a sí mismo, la gran Verdad revelada por el canónigo emergería por fin a la plena luz del día, y su gloria universal tal vez alcanzaría en una pequeña parte al obispo de Kulm. Por su parte, Rheticus estaba encantado de que lo dejaran en paz y no le obligaran casi nunca a participar en las insípidas conversaciones de los invitados del prelado, cuya intención era crear en aquella región siniestra una especie de academia.
Una vez concluido el desbrozado de las Revoluciones según el método que le era habitual, Rheticus emprendió una segunda lectura, más reposada, como si descubriera la obra por primera vez. Se dio cuenta entonces de su principal defecto: a excepción de unos pocos pasajes dispersos aquí y allá, como a disgusto, entre las demostraciones matemáticas, la obra sólo podía ser comprendida por unos pocos iniciados, por lectores que poseyeran tantos conocimientos como su autor. Copérnico no parecía tener la menor vocación pedagógica, y el profesor de Wittenberg pensó que incluso el mejor de sus alumnos, si le daba a leer aquello, no entendería una sola palabra.
Tuvo entonces una iluminación: él, Rheticus, era el elegido, el Galaad al que acababa de ser ofrecido el Santo Grial de la astronomía por el pecador que era el canónigo de Frauenburg. Si no, ¿por qué habría interpuesto el cielo tantos obstáculos en su camino, con el fin de disuadirle de su búsqueda? Sí, él enseñaría las Revoluciones, él las revelaría al mundo, tal era su misión y ahora estaba seguro de ello, tal era su destino, hacia allí le había guiado su estrella desde que su padre pereciera entre las llamas para reencarnarse en el cuerpo y el espíritu de Copérnico.
Luego, el pensamiento racional del universitario volvió a imponerse sobre la iluminación mística del apóstol.
– ¡Método, Joachim, y sólo método! -murmuró, repitiendo así, sin tener conciencia de ello, los consejos de su padre, cuando éste le daba las primeras lecciones de cálculo.
Y apenas había otro método posible que el que practicaba en Wittenberg: el curso ex cathedra. Copérnico, el maestro, sólo se dirigía a sus pares, a los demás maestros; Rheticus, el discípulo, se dirigiría a los estudiantes, futuros discípulos del heliocentrismo. Siguió tomando notas, y acabó por componer con ellas catorce lecciones lo bastante claras para situarse al alcance de un bachiller estudioso. Para terminar, escribió una carta elocuente a Schöner, con la intuición de que el astrónomo de Nuremberg podría ser algún día útil para su misión: «Deseo, sapientísimo doctor Schöner, que te plantees como punto de partida que el hombre ilustre cuyas obras estoy estudiando ahora no es inferior a Regiomontano en saber ni en talento, no ya en la astronomía sino en ningún género de doctrina. Yo lo compararía más bien con Tolomeo. El célebre astrónomo griego tiene en común con mi maestro el haber podido, con la ayuda de la Providencia, acabar de desarrollar su teoría, en tanto que, por un cruel decreto del destino, Regiomontano vio concluir sus días antes de haber sentado las bases sobre las que debía elevarse su edificio. Cuando en tu casa, sapientísimo doctor Schöner, hace un año estudiaba yo los trabajos de Regiomontano sobre la teoría de los movimientos celestes, los de su maestro Peurbach, los tuyos y los de otros matemáticos ilustres, empecé a comprender cuán enormes habían de ser las investigaciones necesarias para reconducir a la astronomía, esa reina de las matemáticas, a su verdadera morada celeste, y para restablecer con dignidad la forma de su imperio. Pero Dios ha querido hacerme testigo de la realización de esos inmensos trabajos, muy superiores a la idea que de ellos me hacía yo de antemano, y cuyo peso sostiene mi maestro, superando con creces sus dificultades. Siento que ni siquiera en mis sueños había llegado a entrever la sombra de esta grandiosa tarea.»