Pasaron así dos semanas más. Había perdido toda noción del tiempo. Por fin, un día vinieron a anunciarle, cuando acababa de terminar la última relectura de sus catorce lecciones, que el canónigo Nicolás Copérnico había llegado al castillo de Loebau. La visita estaba anunciada en esas fechas desde la entrevista en Frauenburg, pero Rheticus lo había olvidado. De modo que vio una nueva señal del destino en aquel segundo encuentro entre el rey pecador y el Galaad de la astronomía, en el momento preciso en el que este último había dado cima a su misión.
Después de guardar sus lecciones en el justillo, bajó de cuatro en cuatro los peldaños irregulares de la escalera y apareció como una exhalación en la gran sala que había servido antaño para las ceremonias de investidura de los caballeros teutónicos. Apoyado en la repisa de la chimenea monumental, con la mano derecha negligentemente posada sobre el puño del bastón de Euclides, Copérnico discurseaba puesto en pie ante un círculo de canónigos y clérigos, en tanto que, vuelto de espaldas al hogar, el obispo de Kulm, con la sotana subida hasta la cintura, exponía sus nalgas desnudas y peludas al calorcillo del fuego. Incluso en aquel hermoso mes de mayo de 1539, una sempiterna humedad impregnaba su residencia de verano. Copérnico, que sobrepasaba en una cabeza la estatura de la mayoría de quienes lo escuchaban, vio por encima del hombro que entraba en la sala un Rheticus sin aliento, y exclamó, dirigiéndose a Giese:
– ¡Eh, monseñor! ¿No será este el diablo luterano al que obligas a hacer gárgaras en tu pila de agua bendita de Loebau?
Y se echó a reír él solo al ver la cara de inquietud con la que todos aquellos piadosos papistas se volvían hacia el recién llegado, que, sin embargo, les había deleitado durante las pasadas tres semanas con su brillante conversación. Rheticus, que no había oído la chanza, se precipitó hacia él, se echó a sus pies, le tomó las manos y exclamó:
– ¡Ah, maestro, maestro! ¡Qué hermoso, qué grande!
Copérnico estaba por lo visto de un humor excelente, porque le preguntó:
– ¿Qué es eso tan hermoso y tan grande, caballero? Seguro que no es el culo chamuscado de monseñor el obispo.
Giese, confuso y furioso, se bajó la sotana mientras gruñía:
– ¡Nicolás, hay veces en que llegas a ser exasperante!
Copérnico hizo levantar a Rheticus y le susurró:
– Hablaremos de todo eso más tarde. Pero no aquí, muchacho, no delante de esta gente. No se echan margaritas a los puercos.
Y añadió, en voz alta:
– Ya ve, caballero, cuando ha llegado no estábamos hablando con estos señores de astronomía ni de teología, sino de cinegética. En efecto, mañana monseñor de Kulm nos invita a una partida de caza del oso que promete ser bastante interesante. Por lo menos para aquellos de nosotros que aún somos capaces de sostenernos sobre una silla de montar. ¿Lo es usted?
Rheticus aceptó la invitación con un entusiasmo forzado. En efecto, no era muy alegre la perspectiva de una expedición en compañía de una caterva de papistas, algunos de los cuales le parecían seniles, mientras él no soñaba más que con una cosa, ascender a las estrellas en compañía de aquel a quien en adelante llamaría siempre, para sí mismo, el maestro de los maestros.
La caza duró dos días. Y al atardecer del tercero, un Rheticus extenuado, dolorido en todos sus huesos, hizo entrega de sus catorce lecciones a un Copérnico que, por el contrario, parecía haber rejuvenecido veinte años, después de las largas cabalgadas por los bosques y las marismas: además de tres osos, había matado un uro y un bisonte.
A una hora ya avanzada de la mañana del día siguiente, el joven profesor de matemáticas, aún con la dolorosa impresión de que el diablo le había estado dando bastonazos mientras dormía, entró en un saloncito en el que el obispo y el canónigo charlaban delante de una botella de vino italiano a la que rendían adecuado honor.
– Y bien -le dijo Copérnico por todo saludo-, ¿se ha caído de la cama nuestro Nemrod de Wittenberg? He leído su escrito.
No está mal, pero tengo algunas cuestiones que plantearle y también ciertas objeciones, que no son de orden científico, puede estar tranquilo al respecto. Pero antes, sírvase un vaso de frascati, regalo del cardenal de Capua. No hay nada mejor para las agujetas, crea al médico que aún soy.
Rheticus se dejó caer en la silla que le ofrecían, y rehusó beber. Entonces, Giese ordenó al lacayo que prepararan para su invitado una sopa de coles con torreznos frotados con ajo y un puré de patatas, excelentes remedios contra toda clase de dolores, precisó el prelado con una solicitud casi maternal que irritó al joven más aún que los sarcasmos lacerantes del maestro.
– Sus catorce lecciones son un excelente trabajo de vulgarización -siguió diciendo Copérnico-. ¿Pero qué piensa hacer con ellas?
Antes de responder, y con la esperanza de encontrar en la copa algún ánimo, Rheticus se resignó a aceptar por fin un vaso de vino blanco del Lacio. Casi deseaba pedir por favor el posponer aquella conversación para más tarde. Finalmente gimió:
– Tenía la intención, maestro, y con vuestra autorización, de enseñar el heliocentrismo en la Universidad de Wittenberg en el próximo año escolar.
Giese exclamó entonces:
– ¡Estás loco, hijo mío! Antes de que Melanchthon te autorice a decir una sola palabra habrás sufrido la misma suerte de tu padre, nuestro pobre y querido Georg Iserin.
¡También él había conocido al médico de Feldkirch! Rheticus se sintió por un instante asaltado por todas sus sombras, todos sus fantasmas. ¡Y por Dios que le fastidiaba el obispo, con sus carantoñas de enamorado que pretendían ser protectoras! Mientras que a Copérnico, constató con amargura, parecía importarle un pimiento la suerte que corriera. En efecto, mientras levantaba la copa hasta la altura de sus ojos para admirar la transparencia del vino, el canónigo dijo en tono neutro:
– Si quiere ir directamente al cadalso, señor caballero, es después de todo una decisión suya. Pero en ningún caso voy a permitirle que profese mi teoría delante de nadie. Si infringe usted esa prohibición, lo consideraré un abuso de confianza. Y en tal caso, puede estar seguro que de Roma a Londres, pasando por París, todas las puertas se le cerrarán.
– Pero maestro, jamás me permitiría robar su obra y apropiármela.
Copérnico golpeó con fuerza la mesa con el puño cerrado, y su frente enrojeció. Le invadió una de sus repentinas y brutales cóleras:
– ¿Robarme? ¡Bromeas! No es mi obra, por los cuernos de Belcebú, no es propiedad mía. ¡Es la obra de Dios! Y Él no levanta más que para unos pocos elegidos, entre los cuales te contaba a ti, caballero, una punta del velo que oculta a los ojos de los ignorantes la belleza absoluta de la Creación. ¿En qué orejas de burro tienes la intención de verter el Gran Secreto, Rheticus, en qué nido de zánganos, delante de qué tribunal de sicofantes? ¿Conoces siquiera el barro con el que me han salpicado, a mí y sobre todo a los míos? ¿Sabes a qué albañal han querido arrojarme? ¿Sabes en qué tingladillo para bateleros han representado una farsa para manchar con sus risotadas inmundas a los seres más queridos por mi corazón?
Abrumado por aquella explosión, Rheticus lanzó una mirada desesperada a Giese, como un náufrago en busca de una tabla de salvación. El obispo le respondió con una mueca que quería decir: «Deja pasar la tormenta, luego te explicaré.» Copérnico vació su vaso de un trago, y volvió a llenarlo hasta el borde. Su mano temblaba un poco y algunas gotas plateadas se posaron en el mantel. Se calmó casi tan brutalmente como había estallado antes: