– Sin embargo, Joachim…
¡Le había llamado por su nombre de pila! ¡Su maestro, su padre!
– Sin embargo, Joachim, me sentiría en cierto modo culpable si el excelente trabajo que has hecho fuera en vano. Un trabajo que me ha demostrado que eres el hombre que yo necesitaba. Un cerebro lo bastante virgen para no cargar con el lastre de los prejuicios antiguos, pero también lo bastante inteligente para llevar a cabo la tarea en la que me propongo ayudarte. Se trata de un viejo proyecto: reunir, clasificar y ordenar todas las tablas astronómicas que he podido reunir durante mi ya demasiado larga vida, y hacerlas imprimir para que sea posible procurarse esos datos con facilidad. Y entonces, como está escrito en Mateo: «¡Que comprenda quien pueda!» Pero te recompensaré, puedes estar seguro. Aceptaré el precio que me pidas.
– Llegar a ser su ayudante es para mí el más inesperado de los salarios. No pido otra cosa.
– ¿Cómo? ¿Es que el querido obispo Dantiscus te ha hablado de mi legendaria avaricia? Es cierto que, desde que intento hacer vomitar sus monedas a uno de sus perros de presa, el más corrompido de los canónigos de Frauenburg, que me debe cierta cantidad de dinero…
A Rheticus le importaban muy poco aquellas riñas de viejos rancios. Lo había conseguido: había entrado en el sanctasanctórum.
Permanecieron dos semanas más en el castillo de Loebau, porque quedaban aún algunos problemas pendientes, en particular el de los mapas exigidos por Alberto de Prusia. Giese era partidario convencido de que se hicieran, para no irritar a su temible vecino. Así pues, Rheticus ordenó a su secretario y antiguo amante Heinrich Zell, al que con gusto habría mandado al diablo, que se encargara del trabajo. Tanto peor si aquel ferviente luterano iba más allá de lo que deseaba el obispo de Kulm y entregaba datos topográficos de la Prusia católica al antiguo gran maestre de los caballeros teutónicos. Más peligroso era el decreto de expulsión de toda su jurisdicción, lanzado contra los reformados por el obispo de Warmie, decreto agravado ahora con la amenaza de la pena de muerte. Así pues, Giese solicitó a Dantiscus una dispensa para su protegido. Más que una dispensa, era una exigencia, porque sugería que, si el documento de dispensa no se emitía en el más breve plazo, recurriría a Su Majestad Segismundo I de Polonia, partidario de la tolerancia religiosa en todo su reino.
Mientras, y hasta el fin de su estancia en Loebau, Copérnico se desinteresó de lo que llamaba asuntos de intendencia. Todas las mañanas salía a cazar y no regresaba hasta la noche, triunfante en ocasiones, blandiendo como trofeo un cuerno de uro, una caza que escaseaba: tantos ejemplares había matado tiempo atrás junto a su tío Lucas.
Por su parte, Rheticus y Giese conspiraban. El primero quería redactar un prólogo a las famosas tablas astronómicas, en el que presentaría la vida y la obra del canónigo. El otro encontraba excelente la idea, porque veía en ella un primer paso hacia la publicación impresa de las Revoluciones de los cuerpos celestes. Una publicación por la que batallaba desde hacía años contra la negativa de su testarudo amigo. El obispo explicó al joven profesor que la voluntad de Copérnico de no comunicar sus teorías más que a los iniciados era también una cortina de humo, detrás de la cual se escondía su temor a que la hipótesis heliocéntrica provocara reacciones en cadena que causaran tanta sangre y lágrimas como las tesis de Lutero.
– A Nicolás no le preocupa lo más mínimo su seguridad personal -precisó Giese-. Lo ha probado muchas veces en el pasado. Y me enorgullezco de haberle servido de escudo en ocasiones. No es el miedo lo que le hace negarse a difundir más ampliamente sus Revoluciones. Sólo se decidirá cuando su pasión de filósofo por la Verdad deje en un segundo plano su amor a la humanidad. Si usted lo desea, querido Joachim, le contaré su vida. El, estoy seguro, no aceptará nunca hacerlo. Timidez y orgullo son hermanas gemelas.
XI
El viento procedente del mar azotó el rostro de Rheticus cuando, siguiendo a Copérnico, salió a lo alto de la torre, a la amplia terraza que dominaba la laguna. El observatorio parecía el castillo de popa de una nave de altura presta para aparejar. En el centro se alzaba, como un mástil, una gran ballestilla de quince pies de alto, con la base barnizada y calafateada. Aquel instrumento de medición de la altura de los astros estaba, además, tallado en la misma madera que utilizan los carpinteros de ribera para construir los navíos. Fijado encima de la puerta de la garita, un cuadrante solar orientado al norte, hacia el mar, cuyas cifras habían sido repintadas recientemente. El tiempo era bueno, y la sombra de la aguja señalaba exactamente la hora del mediodía. En el interior de la pequeña garita de base circular, una gran esfera armilar de bronce, con el pequeño globo terrestre, de cobre dorado, ocupando el centro, mientras los círculos planetarios encajados unos en otros que lo rodeaban representaban, como por ironía, el viejo sistema de Tolomeo; adosado verticalmente a la pared del fondo, un cuarto de círculo de madera de diseño muy antiguo, graduado para medir los ángulos de separación; finalmente, colocado con cuidado sobre una mesilla y dentro de un estuche de terciopelo rojo, un astrolabio de cobre en perfecto estado, aunque algunas manchas de color verde gris en el disco-madre y algunas puntas dobladas en las agujas de la segunda placa delataban sus largos años de uso.
– Los fabrican mucho mejores ahora -dijo Copérnico al tenderlo a Rheticus-, pero a éste le tengo tanto cariño como a un primer amor: me lo regaló el viejo lobo de mar Martin Behaim, de Nuremberg, al que conocí durante mi largo viaje a Italia.
Por un instante, el nuevo ayudante del canónigo imaginó aquel prodigioso encuentro. Luego se dijo que en el fondo Giese, que presumía de saberlo todo de la vida de su amigo y la describía como enteramente lisa, consagrada al estudio, ignoraba muchos de sus aspectos. O tal vez los ocultaba.
– Ya lo ve, caballero -seguía diciendo Copérnico-, mi observatorio es muy pobre. Con la excepción del astrolabio, no debe de ser muy distinto del de Tolomeo. Ay, tal es más o menos la suerte de todos los astrónomos de nuestros días. Y no consigo entender una cosa. Desde hace medio siglo, cientos de navíos surcan todos los mares del mundo, guiándose por medio de las estrellas; y, sin embargo, ningún mecánico, ningún ingeniero ha inventado para nosotros unos aparatos más fiables y precisos. ¡Ah! Si yo pudiera reducir mis errores de observación a un arco de diez minutos, me sentiría más feliz aún que Pitágoras cuando descubrió su teorema.
Rheticus bebía cada una de sus palabras, y pensaba que en el fondo su maestro no había necesitado un gran instrumental para descubrir lo que había descubierto. Le habían bastado el rigor matemático, un conocimiento profundo de los antiguos y la fuerza gigantesca de su mente.
Luego, las cosas cambiaron. A medida que pasaban las semanas, las confidencias de Copérnico se hicieron más raras, y se volvió más y más autoritario con su ayudante, llegando incluso a humillarlo en ocasiones y a tratarlo como un criado o como un perro. Por ejemplo, dejaba caer conscientemente al suelo un folio manuscrito y le ordenaba: «¡Recógelo, caballero, recógelo!» Rheticus obedecía, e incluso le divertían aquellas novatadas, pero nunca sabía si se trataba de una torpeza o de un juego perverso, o tal vez de una simple expansión que se concedía el maestro después de una larga y dura jornada de trabajo.
Lo mismo ocurría con el continuo apelativo de «caballero» que le dedicaba: ¿era tan sólo una cortesía anticuada, o burla por lo reciente del título? Copérnico le exigía que repitiera todos los cálculos hechos por él mismo, corregidos y verificados innumerables veces a lo largo de cuarenta años. A ello se añadían las tablas que Rheticus había reunido durante su viaje, y que era necesario contrastar con las otras. El joven matemático ponía en ello todo su entusiasmo y su virtuosismo, sin saber que su maestro recuperaba de ese modo el vigor y la agudeza desgastados con el tiempo.