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Poco a poco, sin embargo, las Revoluciones de los cuerpos celestes adquirían más y más claridad en la mente de Rheticus. Y ya no deseaba exponerlas ante sus alumnos sino ante sus colegas, para barrer de sus mentes todo el polvo acumulado por el transcurso de los siglos. Se convertiría en el san Pablo de la palabra copernicana, pero no sería a Corinto donde enviaría sus epístolas, no sería en el areópago ateniense donde se burlarían de él, no sería en Roma donde sufriría el martirio; sino en Prusia, en Sajonia, en Baviera, en Suiza…

Apasionado, casi en trance, Rheticus había hablado así un atardecer del verano de 1539, en la residencia que poseía el monje en el interior de sus propiedades. Copérnico había decidido huir de las miasmas del calor pesado y brumoso que se abatía sobre Frauenburg, donde los mosquitos zumbaban día y noche bajo una pesada capa de nubes negras siempre presentes porque no soplaba la menor brisa marina para dispersarlas.

La mansión de Mehisack, encaramada en lo alto de la colina, se abría a un paisaje encantador de bosques y ríos. A sus pies se acurrucaba el burgo fortificado. Y Rheticus se preguntaba por qué el cazador inveterado que era Copérnico no había instalado su observatorio allí, en lo alto de un imponente torreón cuya puerta estaba siempre cerrada. Allí quedaban muy lejos el estruendo ensordecedor de las campanas de la catedral y las iglesias de Frauenburg, lejos los gritos de los pescadores, de las vendedoras de pescado, de los boyeros, de los mercachifles, de las gaviotas; lejos, sobre todo, las nieblas que se elevaban al atardecer de la laguna y tapaban el cielo.

En el curso de la cabalgada matinal que les había llevado hasta allí, mientras caracoleaba al lado de Rheticus, Copérnico había ido rejuveneciendo a ojos vistas. Ninguna referencia al menor epiciclo, al más mínimo logaritmo, sino anécdotas, con frecuencia alegres y contadas con placer, sobre su juventud en Italia, como las que se cuentan a un compañero de ruta. O a un hijo en edad de escuchar de su padre otra cosa que consejos y reprimendas.

Rheticus comprendió la metamorfosis del canónigo cuando, en el patio de la mansión, fue presentado a la decena de personas que esperaban al amo del lugar. Nunca habría imaginado que un hombre como Copérnico pudiera tener una familia. Empezando por una hermana de la más rancia aristocracia de Danzig, provista de un marido con ademanes de armador, que en su juventud había navegado por todos los mares del mundo, y de un batallón de hijos y de nietos; un primo, antiguo burgomaestre jovial y rubicundo, llamado Philip Teschner, provisto él también de una numerosa descendencia; el inevitable pariente pobre, Alejandro Soltysi, un antiguo canónigo que compensaba su falta de medios con una gran erudición y una conversación brillante, pero al que el caballero Joachim Rheticus Iserin von Lauchen encontró la pega de una esposa de una vulgaridad de patrona de burdel. Sin olvidar a otro primo, acompañado de su hijo destinado a convertirse en coadjutor de Copérnico en la canonjía de Frauenburg, y por tanto en su sucesor designado, pero que de hecho descargaba ya al astrónomo de todas sus obligaciones de canónigo. Rheticus encontró al joven muy agradable, y advirtió un parecido asombroso con el amo de la mansión. Hasta el punto de preguntarse si por casualidad los lazos de parentesco entre ellos no eran mucho más estrechos que los existentes entre dos primos. Por si fuera poco, el futuro coadjutor mostraba algunos rasgos de otra prima de Copérnico, su ama de llaves, que llevaba la casa con mano de hierro.

En otro lugar, y tratándose de otras personas, Rheticus se habría preguntado por qué Ana Schillings, a la sazón una cuarentona de formas apetecibles y redondeadas, permanecía así a la sombra y en el lecho de un viejo canónigo colérico y caprichoso. Porque sus relaciones no dejaban lugar a dudas. Nicolás y Ana se comportaban como marido y mujer. Con frecuencia, durante la velada sus manos se posaban la una en la otra, y las miradas que se cruzaban eran aún las de dos recién casados. No hacía falta un Petrarca para comprender que entre ella y él la edad, el tiempo transcurrido y las pruebas soportadas no habían podido alterar la inmensidad de su pasión, suavizada ahora por la complicidad y la ternura. Rheticus sabía que, si gustaba a Ana, destruiría las últimas reticencias de Copérnico con respecto a él. Le gustó, en efecto, e incluso él se preguntó un momento, no sin fatuidad, si no había llevado demasiado lejos sus maniobras de seducción.

La primera semana transcurrió entre salidas al campo, a cazar o a pascar, y largas y eruditas conversaciones junto al fuego. Rheticus, en la soledad de la hermosa habitación que habían dispuesto para él, intentaba trabajar, pero lo llamaban continuamente, para una partida de ajedrez o de bolos, desde el más canoso de los ancianos hasta el más travieso de los niños de aquella parentela cuyo patriarca era Copérnico. Maldijo entonces a sus padres por no haberlo engendrado feo y bizco, un clérigo con la sotana blanqueada por la caspa, de conversación aburrida y aliento fétido. «¡No gustar, Señor, dadme el don de no gustar!», se divertía en rezar sin tomarse en serio a sí mismo ni un solo instante.

Finalmente, un día le informaron de la llegada de monseñor Giese y su séquito. «No faltaba más que el viejo obispo: ahora el cuadro de familia está completo», maldijo Rheticus. En efecto, empezaba a sentir un hormigueo en las piernas. No había hecho todo aquel largo viaje para vivir la vida de los nobles provincianos. Por ello, tomó la decisión de dar un gran golpe que despertara a aquel Hércules de la astronomía, dormido a los pies de su Ónfale.

La misma noche de la llegada de Giese, durante la velada, tuvo la audacia de presentarse como el profeta de un Copérnico deificado. Las damas habían subido ya a acostarse, a excepción por supuesto de Ana. Formaban su auditorio únicamente el obispo, el burgrave de Danzig, Alejandro «el pariente pobre», el joven futuro coadjutor, el burgomaestre Philip y, claro está, Copérnico, observándolo todo desde su gran sillón, con las manos posadas en el puño del bastón de Euclides, y con Ana a su lado, hombro con hombro. Un patriarca, sí, que parecía del todo indiferente al ditirambo que le dedicaba su ayudante.

– Si alguna vez se ha propuesto un sistema audaz, es el suyo, maestro. Era preciso contradecir a todos los hombres que no juzgan sino a través de los sentidos; era preciso convencerlos de que lo que ven no existe. En vano, desde que al nacer sus ojos se abrieron a la luz del día, han visto el Sol avanzar de oriente a occidente, y cruzar el cielo en su carrera luminosa. En vano han visto a las estrellas seguir el mismo camino por la noche; Sol, estrellas, todo parece inmóvil, no hay movimiento sino en la pesada masa que habitamos. Pero es preciso olvidar el movimiento que vemos y creer en el que no advertimos. Y no es eso todo: es necesario destruir un sistema que nos ha venido dado, aprobado por las tres partes del mundo, y derribar de su trono a Tolomeo, que había recibido el homenaje de catorce siglos. Esa revolución está en marcha, y quien se atreve a proponerla es un hombre solo, un espíritu sedicioso que ha dado la señal, ¡usted, maestro!

Después de aquel discurso de un lirismo arrebatado, la asistencia rompió a aplaudir, con la excepción del principal interesado. Los ojos de Ana se llenaron de lágrimas, y para gran satisfacción del orador, el guapo coadjutor se puso en pie dando, a la italiana, voces de «¡Bravo!». Giese fue el primero en calmarse, muy en su papel de personaje más importante de aquella pequeña asamblea.

– Ya que se propone usted como apóstol de la nueva teoría, escriba su evangelio, y después vaya por carreteras y caminos, de ciudad en ciudad, de universidad en universidad, a dar a conocer al mundo el heliocentrismo. Sea la vanguardia, antes de que llegue el grueso de los batallones, el gran ejército: Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes.