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– Ya ves, Tiedemann, que tengo razón -intervino Copérnico-. Los dos habláis de evangelio, cuando se trata de un Apocalipsis. Y ahora, además, te refieres a mi obra en términos militares. Eso es lo que yo no quiero. Cuando hablas de ejército, hablas de guerra, y cuando hablas de guerra, hablas de sangre, de dolor, de muerte. ¿Quién fue el que escribió, hace ya mucho tiempo, «Rehusó el combate», tú o yo?

Copérnico había pronunciado aquellas palabras con una voz serena y grave. El sempiterno debate entre los dos viejos eclesiásticos estaba a punto de recomenzar una vez más. Era necesario cortarlo por lo sano, y sobre todo no dejar que decayera el entusiasmo que había provocado el discurso de Rheticus. Éste sacó de su jubón un rollo de papeles y dijo, en un tono fanfarrón imitado de Paracelso:

– Ese evangelio del heliocentrismo, para expresarlo en los términos de monseñor de Kulm, ya lo he escrito. Aquí está.

– ¡Pues bien, léalo, Joachim! -exclamó Giese.

– Lo siento, señora -respondió el ayudante volviéndose a Ana-, lo he redactado en latín y…

– La señora Schillings comprende a la perfección la lengua de Cicerón -le interrumpió con sequedad Copérnico-. ¡Lea, caballero!

El burgomaestre Philip Teschner se puso entonces en pie, y dijo:

– Por lo que a mí respecta, el latín no es mi fuerte. Y, si monseñor me da su venia, el viejo soldado que soy prefiere los brazos de Morfeo a los de Urania.

Cuando hubo salido el burgomaestre, seguido de cerca por el burgrave de Danzig, Rheticus, después de excusarse por no haber encontrado aún título a su obra, se acodó con gracia a la mesilla situada frente a la chimenea, y empezó a leer:

– «Al ilustre Philip Melanchthon, primera exposición de los libros sobre las revoluciones del hombre sapientísimo y muy eminente maestro Nicolás Copérnico de Thorn, canónigo de Ermland, por un joven matemático.»-Empiezas mal, caballero -le interrumpió Copérnico-. ¡Dedicas tu libro al peor de mis enemigos, al hombre que me condenó a muerte!

– Déjale leer -se irritó Giese-, esos detalles ya los arreglaremos después. ¡Que nadie interrumpa al caballero hasta el final de la lectura!

Durante una hora, el orador leyó su texto, como un actor su papel, en el silencio más absoluto, porque era el obispo quien lo había ordenado, no el amigo.

– «… Pero que triunfe la verdad, que triunfe el mérito, que todas las artes sean honradas y que todo maestro de su arte saque a la luz del día lo que es de alguna utilidad, y que lo practique de tal forma que aparezca como alguien que busca la verdad.» -Rheticus hizo una pausa como para recuperar el aliento, y concluyó-: «Pues es preciso que aquel que desea filosofar tenga libertad de juicio.»

– Platón, Didaskalós, 1-3 -recitó entonces Copérnico.

Luego, sintiéndose de pronto muy viejo, se puso en pie con la ayuda del bastón de Euclides y sostenido por Ana.

– Se hace tarde. Vamos a dormir. Volveremos a hablar de esto en otra ocasión.

Y encorvado sobre su bastón, doblado, del brazo de su ama de llaves, se marchó sin más despedida.

Sin embargo, al día siguiente apareció fresco, descansado y dispuesto a la batalla. Que fue larga y disputada. Rheticus aparentó resistirse largo tiempo acerca de la dedicatoria a Melanchthon, para ganar con ello alguna ventaja en otros puntos que le parecían más importantes. Como político sutil, Giese propuso sustituir al maestro de Wittenberg por Alberto de Prusia, puesto que lo que iba a llamarse Narrado prima, la Primera exposición, redactada por un reformado, había de partir a la conquista de los países luteranos, a pesar de la oposición feroz al heliocentrismo de sus fundadores. Melanchthon y Lutero, argumentó al obispo, tendrán que ceder si se lo pide su poderoso correligionario, el gran duque. Copérnico estalló entonces en una de sus terribles cóleras. Para él, estaba totalmente fuera de lugar rendir el menor homenaje a quien trató de bribón, de bárbaro teutónico y de asesino. Sin comprender las razones de aquel odio, Rheticus se dio cuenta de que aquel era un punto de ruptura. Tuvo entonces una idea que él mismo juzgó inspirada.

– Nos equivocamos los tres -dijo-. Como muy sabiamente ha dicho usted, maestro, la Primera exposición sobre las revoluciones de los cuerpos celestes no debe ir dirigida sino a quienes son capaces de apreciar la grandeza de su teoría, y con quienes no corremos el riesgo de que tomen a burla su genio. A los discípulos de Pitágoras, que responderán a su obra con razonamientos, incluso si la critican. Para parodiar a Platón, nadie que no sea geómetra leerá ese libro.

Copérnico y Giese buscaron entonces nombres de profesores de matemáticas de todas las universidades de Europa, pero uno había muerto mucho tiempo atrás, el otro chocheaba, y el de más allá había sido siempre un imbécil y seguía siéndolo, según todas las apariencias.

– Johann Schöner, de Nuremberg, me parece la persona adecuada -susurró entonces Rheticus-. Y además ha sido mi segundo maestro de astronomía. Es un profesor muy notable.

– ¡El querido Johann, claro que sí! -gritó Giese dándose una palmada en la frente-. ¿Cómo no se me había ocurrido? Lo conocí en Ferrara en 1504…, no, en 1507. O tal vez en Padua en…

– Schöner me parece, en efecto, la persona ideal para la dedicatoria -le cortó Copérnico en tono seco-. Si no me falla la memoria, fue uno de los pocos que contestó de manera más o menos pertinente a mi Resumen, y después a mis Revoluciones. Además, se da la feliz circunstancia de que no es ni luterano ni papista, sino erasmista, como yo. Sin embargo, creía que estabas peleado con él, caballero.

– Lo cierto es que se negó a enseñarme su obra, y alegó que no tenía el menor interés. Al dedicarle la Primera exposición, le obligo a salir de su prudente reserva y a elegir su campo.

– ¡Su campo! ¡Siempre la guerra! -gruñó Copérnico-. Pero, estúpido, ¿no comprendes que al negarse a enseñar mis escritos a un cualquiera, Schöner no ha hecho sino seguir mis consignas de discreción?

– Gracias por lo de «un cualquiera», maestro -contestó Rheticus, un poco picado-. Entonces está decidido, Schöner es el elegido. Eso me permitirá utilizar un tono más ameno, menos rígido que con Melanchthon.

– No reniegues de lo que has adorado, hijo mío -sermoneó en tono de broma Giese, encantado de encontrar un terreno de coincidencia en aquel punto.

Porque hubo muchos más puntos controvertidos. Empezando por la IV Parte, titulada Sobre los cambios de los imperios debidos al movimiento del centro de la excéntrica. Basándose en las profecías de Elías y en las demostraciones de Copérnico, Rheticus se había atrevido a deducir que los reinos situados bajo la ley de Mahoma serían derribados al cabo de cien años exactamente, en 1639 o 1640.

– ¿Quieres que la posteridad se ría de nosotros, caballero, en el caso de que, oh divina sorpresa, tu profecía no se cumpla? -ironizó Copérnico-. ¿No te parece que tenemos ya bastante con nuestros contemporáneos?

– ¿Cómo, maestro? ¿No cree que el curso de los planetas y de las estrellas influya en el destino de los hombres y de los imperios? Pero si es en ese tema, maestro -se exaltó Rheticus-, en el que su teoría va a revolucionar el mundo, va a ofrecer a las Sagradas Escrituras, al Apocalipsis de Juan y a la Cábala una lectura límpida que iluminará el futuro, que nos dará la fecha exacta del fin de los tiempos, del retorno del Mesías, de la Parusía.

Copérnico lanzó entonces una de sus enormes carcajadas, que muy pronto se transformó en sarcasmo:

– ¡Te lo había dicho, Tiedemann, te lo había dicho! ¡Ya empezamos! ¡Mis propios discípulos están locos! Te presento en la persona del caballero Rheticus al primero de los charlatanes que se van a precipitar como una jauría sobre mis pobres cálculos y que los descuartizarán con sus agudos colmillos para vomitar después sus delirios enfermizos. ¡Época de locos! ¡La razón sumida en la oscuridad! ¿Me preguntas, caballero, si creo en la influencia de los astros sobre el destino de los hombres? Pues lo ignoro, yo no soy más que un pequeño fabricante de logaritmos, un medidor de estrellas. No sé qué sofista ha intentado diferenciar entre el astrólogo, que según él tiene la noble misión del profeta, del sabio, del poeta y yo qué sé cuál más, y el astrónomo, el oscuro obrero que se contenta con medir los ángulos entre Marte y el horizonte, con alinear columnas de cifras hasta quedarse ciego, con levantar y bajar de nuevo las reglas graduadas de su ballestilla, mientras tirita por el viento invernal o es acosado por los mosquitos en las noches de verano. Pues bien, caballero, yo soy uno de estos últimos, soy un obrero de estrellas.